Recientemente Pilar Bonet, acreditada periodista que conoce muy bien Rusia, ha publicado en El País un artículo titulado “Rusia no quiere la paz”, que contiene una dura crítica a los que piden —pedimos— la paz en Ucrania. Ya el título adelanta una opinión contundente y absoluta, que solo se justificaría con un conocimiento preciso de las intenciones actuales de la cúpula política rusa, pero en la entradilla lo justifica porque le correspondería a Rusia dar la señal para comenzar las negociaciones de paz. No dice que Moscú siempre se ha mostrado dispuesta a sentarse a la mesa de negociaciones, ni que fue Kiev la que abandonó las conversaciones de Estambul, en marzo, cuando se había llegado a principios de acuerdo importantes, y la que se negó a un encuentro entre los dos líderes. Ninguna mención a que el Kremlin entregó a Ucrania a mediados de abril un proyecto de acuerdo que nunca fue contestado, ni a las veces que los dirigentes rusos han expresado su deseo de una solución negociada sobre la base de los preacuerdos de Estambul, como hizo el 13 de agosto el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, y confirmó en una entrevista con la revista Stern el excanciller alemán Gerhard Schröder, cuya proximidad a Rusia le convierte en un portavoz oficioso. Todo sería falso.
Ninguna referencia a que fue el presidente ucraniano, Volodímir Zelensky, el que dio un giro absoluto a sus primeros deseos de negociación —posiblemente asesorado y animado por otros gobiernos que no tienen ningún interés en que acabe la guerra—, rechazando en agosto unas conversaciones que ambas partes esperaban retomar, hasta que Rusia abandone todos los territorios ocupados. Ni tampoco a que fue el mismo Zelensky el que dijo el 25 de agosto que no quiere la paz, sino la victoria. Para la periodista, la demostración de que Rusia no quiere la paz sería la movilización que el presidente ruso, Vladímir Putin, ha decretado, y la celebración de referéndums ilegales en los territorios ocupados, obviando que ambas medidas han sido una reacción ante la contraofensiva ucraniana, que amenazaba con una derrota inaceptable para círculos rusos muy poderosos. Retomando la posición de Zelensky, sostiene que si Rusia quisiera la paz debería retirarse inicialmente, como muestra de buena voluntad, de los territorios ocupados desde el 24 de febrero... ¡antes de negociar! O sea, primero la rendición y luego la negociación. Hay una frase en el artículo en la que se dice que no se deben confundir los deseos con las realidades. ¿Es esto realista?
Afirma que son los ucranianos quienes deben decidir si están dispuestos a ceder territorio a cambio de la paz, y esta sería una de las pocas aseveraciones del artículo con la que estaríamos de acuerdo, aunque tal vez habría que sustituir la palabra “deben” por “deberían”. Porque no están solos, ni son libres de decidir, considerando la enorme dependencia que tienen de otros países para poder continuar la guerra, incluso para su supervivencia económica. El gobierno de Kiev está sujeto a enormes presiones, internas y externas. La articulista señala solo una: la que estarían haciendo algunos políticos e intelectuales de Occidente en favor de la negociación. Pero no es difícil evaluar esa presión como insignificante frente a otras —que no se citan— de personas con mucho más poder, como el anterior premier británico, Boris Johnson, que se expresó reiteradamente en contra de una negociación, diciendo que alentar un “mal” acuerdo sería repugnante. El ministro de Relaciones Exteriores de Turquía, Mevlüt Çavusoglu, que asiste a las reuniones de la OTAN, declaró el 23 de agosto que varios países miembros de esta alianza, incluido Estados Unidos, quieren que la guerra entre Rusia y Ucrania continúe. Hay muchos intereses y muy poderosos en que Rusia se desangre y la Unión Europea se debilite, y para eso la guerra tiene que seguir, sin considerar los muertos que aún habrá que contabilizar. La pregunta fundamental es esta: ¿podría decidir Ucrania unilateralmente llegar a un acuerdo con Rusia sin tener la luz verde de sus principales valedores?
No conviene, según la autora, entrar a juzgar la cadena de errores de unos y otros que precedió a la invasión, eso no la justifica (en lo que estamos de acuerdo, nada puede justificar una agresión), ni juzgar con clichés de otros tiempos. Por lo tanto, ninguna mención a la expansión de la OTAN, ni a la intención —Bucarest 2008— de integrar en ella a Ucrania, ni a la rusofobia feroz de la revolución de Maidán, que llegó a prohibir el idioma ruso, ni a los ocho años de guerra civil en el Donbás con miles de muertos, ni al incumplimiento de los acuerdos de Minsk II; nada de eso importa. Pero sí le parece interesante retrotraerse más en el tiempo para aludir al concepto zarista de Novoróssiya, siglo XVIII, que Putin quiere resucitar, aunque al parecer en este territorio la identidad cultural y étnica rusa nunca existió.
La periodista escribe que lo que necesitan de entrada los llamamientos a Rusia y Ucrania para que negocien y lleguen a una paz es distinguir entre el agresor y el agredido. Claro, es sabido que los que piden la paz ponen a ambos en pie de igualdad, no saben quién empezó la guerra ni qué territorio ha sido invadido, si el de Rusia o el de Ucrania. No saben que el régimen ruso es un régimen autoritario en lo político, conservador en lo social, ultranacionalista y expansionista, próximo al neofascismo que predica Aleksandr Dugin. No saben que Rusia violó —ya en 2014— las fronteras de Ucrania que había aceptado en el memorándum de Budapest (1994) y en el Tratado de Amistad y Cooperación entre ambos países (1997), ni que firmó acuerdos internacionales como la Carta de Naciones Unidas o el acta final de Helsinki, que convierten en ilegal e ilegítima cualquier agresión. O tal vez sí lo saben, y a pesar de ello apuestan por la paz. En opinión de esta periodista, seguramente los llamamientos a la paz en Occidente serán bienintencionados, pero se basan en motivos diversos, entre ellos la ingenuidad, el escapismo, el egoísmo material y el miedo a una catástrofe nuclear (¡incomprensible!). Eso si no se trata de agentes seducidos por las prebendas de Moscú (¡el oro de Moscú!) que actúan como agitadores por la paz.
Esto último es lo más bonito de todo el artículo: “agitadores por la paz”. Sería un buen nombre para una ONG o un movimiento que promoviera el fin de la guerra, no solo de esta sino de todas. Pero claro, estaría formado por ingenuos, cobardes, malvados o ignorantes, al menos en las circunstancias actuales. No parece entendible que haya personas que prefieran la paz a un mal acuerdo, aunque sean conscientes de la injusticia, que prioricen la detención de la muerte, de la destrucción y de la miseria ante cualquier consideración política. Que reclamen iniciativas, movimientos, propuestas, acciones, incentivos en favor del alto el fuego y la negociación, sin perjuicio de que se apoye al agredido mientras la agresión persista. Que agiten, y estén agitados —nunca tranquilos—, hasta que finalmente se consiga la paz.