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Ahora, la solución De Gaulle

En el verano de 1945 Francia era un país devastado por los horrores de la recién finalizada Segunda Guerra Mundial. Muchas infraestructuras del país habían sido destruidas por los bombardeos y los enfrentamientos, y la capacidad productiva del país había quedado muy mermada tras años de guerra. Ante la enormidad de la tarea que el país tenía por delante, el gobierno del general De Gaulle decidió mediante una ordenanza del 15 de agosto de 1945 establecer un impuesto único y progresivo sobre los grandes patrimonios del país. Fue, como recuerda Thomas Pikkety, “un impuesto excepcional sobre toda la riqueza a tasas de hasta el 20% de las fortunas más grandes”.

No se trataba de un impuesto sobre los ingresos (como nuestro IRPF, que grava lo que las personas físicas van obteniendo en cada ejercicio fiscal), sino sobre las riquezas, sobre los patrimonios, sobre lo ya acumulado. Era algo parecido al impuesto de patrimonio que existe en la España actual, aunque éste sea hoy un gravamen por el que el Estado recauda muy poco. Tampoco era un impuesto que fuese a establecerse todos los años, sino una imposición única que llevaría a cabo el Estado de forma excepcional, una sola vez, pues también excepcional era la guerra que había llevado a esa situación de crisis. Tampoco era, finalmente, un impuesto proporcional, que hiciese que todos los ciudadanos franceses tuviesen que pagar el mismo porcentaje de su patrimonio, sino un impuesto progresivo: se trataba de que sólo estuviesen obligados a pagarlo los que tuviesen una cantidad de propiedades considerable y, a partir de un mínimo, la proporción del patrimonio que se pagaría iría incrementándose progresivamente.

Mediante este impuesto se intentaba que el sufrimiento ocasionado por la guerra no recayese principalmente en los trabajadores y trabajadoras franceses, sino que los sufrimientos estuviesen repartidos de un modo más equitativo. Si cientos de miles de trabajadores franceses habían entregado sus vidas en la guerra y si la situación de muchas familias era desesperada por la falta de trabajos y de recursos, se pensó que los grandes propietarios debían ofrecer una contribución paralela, entregando parte de su capital para que la patria francesa pudiese reconstituirse.

No fue Francia el único país que decidió tomar una medida así. En 1947 la Dieta japonesa, su asamblea legislativa, decidió imponer un impuesto único sobre el patrimonio de una progresividad aún mayor, con tipos máximos de hasta el 90%. En este caso el objetivo del impuesto era triple: reducir la enorme deuda que había contraído Japón en tiempo de guerra (que ascendía a un 130% de su PIB), emprender todo un programa de reconstrucción y reforma del país y, sobre todo, reducir la desigualdad (que veían como una de las causas de la belicosidad y el imperialismo japonés). Ante la gravísima situación por la que pasaba Japón, las fuerzas de ocupación estadounidenses, comandadas por el General MacArthur, decidieron forzar al parlamento japonés a adoptar este impuesto único sobre el patrimonio y el éxito que tuvo esta medida para la reconstrucción fue innegable.

Hoy Europa está viviendo una situación de crisis, una sacudida tan fuerte de su capacidad productiva como no se había visto desde mediados del siglo XX. Los daños que ha ocasionado ya la pandemia de la COVID-19 han sido brutales y en los próximos meses puede que veamos más repercusiones, a medida que se hagan ver sus efectos en el turismo o en el comercio internacional.

Una manera de enfrentarnos a una situación tan grave como la que vivimos puede ser endeudarnos más. Podemos pedir dinero prestado y devolverlo con intereses. De este modo haremos pagar al futuro por nuestros problemas de hoy y el pago de la deuda nos obligará a gastar menos en otros servicios públicos esenciales como la sanidad, la educación o las pensiones, porque tendremos que pagar por estos gastos extraordinarios incurridos por la crisis de la COVID-19. De este modo haremos también que los que presten el dinero, los propietarios que hoy tienen capacidad de prestar, ganen dinero a costa de los que lo devolverán con intereses, el conjunto de la ciudadanía a través de los impuestos que pagarán durante muchos años.

¿No sería mejor imitar el ejemplo del general De Gaulle y del gobierno estadounidense en Japón y establecer un impuesto excepcional y progresivo sobre los patrimonios en España? ¿O al menos no podría financiarse parte de los excepcionales gastos ocasionados por la pandemia mediante un impuesto así y la otra parte mediante la emisión de deuda?

La pandemia de la COVID-19 ha dejado claro que hay al menos dos servicios públicos que han de ser mejorados en la España actual: por un lado la sanidad pública ha de contar con más recursos, de modo que si una nueva pandemia nos golpease en el futuro, contásemos con las doctoras, mascarillas, y camas en la UCI necesarias para impedir un número tan elevado de muertes; por otro lado parece necesario que nuestros ancianos reciban un cuidado mejor, disponiendo de residencias de buena calidad para todas aquellas personas que las necesiten en una España cada vez más envejecida. Bajo ningún concepto podemos permitir que vuelva a ocurrir algo semejante a esta matanza de abuelos a la que estamos asistiendo impotentes. Es una vergüenza que no dejaremos nunca de recordar con horror.

Las dos cosas, la mejora de nuestra sanidad y el establecimiento de un sistema de cuidados a nuestros ancianos de un alcance mucho mayor que el actual, son muy costosas y exigen inversiones y gastos públicos muy elevados. Pero si dedicamos una parte considerable de nuestros recursos a devolver la deuda que hemos contraído para enfrentarnos a la COVID-19, nos estaremos quedando sin recursos para enfrentarnos a las futuras pandemias que nos pueden asolar. Ya hoy en día dedicamos aproximadamente un 9% del gasto público al servicio de la deuda (una cantidad equivalente a todo lo que gastamos anualmente en educación, desde la infantil hasta la universitaria); un aumento de la deuda podría llevarnos a una cantidad que hiciese imposibles las mejoras necesarias en el país.

Los pormenores de este impuesto único tendrían que discutirse con cuidado desde un punto de vista técnico, pero podría ser algo como lo siguiente (que proponemos a título meramente ilustrativo): se trataría de establecer un umbral mínimo (por ejemplo de 5 millones de euros) a partir del cual se comenzase a tributar de manera progresiva, de modo que para un primer tramo (por ejemplo, entre los 5 millones y los 10 millones de euros) el tipo estuviese en un 5% y que que aquellos que poseyeran bienes por un valor de 10 millones de euros acabarían pagando 250.000 euros); en un segundo tramo (por ejemplo, entre los 10 millones y los 50 millones tributarían al 7,5%, de modo que los que poseyeran 50 millones de euros tendrían que pagar 3.250.000 euros); y así progresivamente hasta un último tramo del 20% que se impondría a partir de los 500 millones de euros (un ciudadano como Amancio Ortega, que tuviera un patrimonio de 60.000 millones de euros, acabaría pagando unos 12.000 millones).

Si consultas la lista Forbes de los 100 millonarios más ricos de España, te encuentras con que Amancio Ortega (Inditex) posee una fortuna de 63.000 millones de euros. Sandra Ortega (Inditex), 6.000 millones. Rafael del Pino y Calvo-Sotelo (Ferrovial), 4.100 millones. Miguel Fluxà Roselló (Iberostar), 3.000 millones. Juan Roig Alfonso (Mercadona), 2.700 millones. Juan Abelló Gallo (Torreal), 2.200 millones. Tomás Olivo López (General de Galerías Comerciales), 2.100 millones. Alicia Koplowitz (Omega Capital), 2.000 millones. Florentino Pérez (ACS), 2.000 millones. María del Pino y Calvo-Sotelo (Ferrovial), 1.700 millones. Sol Daurella Comadrán (Coca-Cola), 1.600 millones. El número 34 de la lista, por ejemplo, Juan Miguel Villar Mir, posee una fortuna de 850 millones. Y el número 99 de la lista, Javier Ventura Ferrero (Adam Foods), posee 270 millones.

Si estimamos que hubiera alrededor de 50.000 personas en España con un patrimonio superior a 5 millones de euros, la recaudación según los tipos indicados, podría ser alrededor de 300.000 millones de euros.

De este modo podríamos ayudar a solucionar este problema coyuntural y distribuir el sufrimiento provocado por esta crisis de un modo más equitativo. Pues los puestos de trabajo que están desapareciendo hoy en día son los de los empleados de hogar, los de las camareras, los de los dependientes de las tiendas, los de las trabajadoras de la construcción… no los de los que pueden teletrabajar delante de un ordenador. Y no es justo que sean ellos los que sean castigados de un modo incomparablemente mayor que los que no dependen de su trabajo para sobrevivir día a día. No es justo que sean ellos los que vayan devolviendo la deuda año tras año mientras ven cómo los servicios públicos que disfrutan se resienten o los impuestos indirectos que pagan van mermando su poder adquisitivo. Estaremos más cerca de la equidad con un impuesto único y progresivo sobre los patrimonios.

Quizás algunos se estarán rasgando las vestiduras ante esta propuesta, que considerarán bolivariana, populista o quién sabe si comunista. Así están las cosas en este país. En verdad, la medida ha sido ya recomendada por el FMI y por uno de los hombres más ricos del mundo, Bill Gates, tal y como puede comprobarse leyendo el artículo El FMI recomienda más impuestos a la riqueza y menos a la nómina. Y no debe olvidarse que, en principio, la medida ya fue experimentada con éxito por un estadista como De Gaulle. Ocurre aquí lo mismo que con el asunto de la renta básica que algunos están criticando como si se tratase de una medida radical de extrema izquierda, cuando ha sido ya defendida por el exministro y vicepresidente del BCE Luis de Guindos.

La gravedad de esta crisis, en efecto, está rompiendo algunos esquemas simplistas, por mucho que la extrema derecha se siga agarrando a ellos como un clavo ardiendo. Algunos, como para empezar los obispos españoles, están siempre dispuestos (incluso llevando al Papa Francisco la contraria) a aplicar el lema que comenta este artículo: Ante la duda, siempre de parte del verdugo.