Ese aire envenenado que nos mata
Los días próximos al 6 y 8 de diciembre son conocidos en España como los del “puente de la Constitución”. Muchos los asociamos con tiempo de ocio previo a la Navidad. Desde el punto de vista meteorológico, sin embargo, se relacionan ya por derecho propio con otro fenómeno bien distinto: la contaminación del aire.
Corría al año 1952 cuando una densa nube de humo causada principalmente por la quema de carbón y agravada por las condiciones meteorológicas oscureció por completo la ciudad de Londres desde el 5 hasta el 9 de diciembre, causando 12.000 muertos y poniendo en jaque al todopoderoso primer ministro Winston Churchill.
Poco hemos aprendido desde entonces. Son cada vez más frecuentes las grandes ciudades que se ven obligadas a tomar drásticas medidas contra la contaminación del aire exterior que, según la Organización Mundial de la Salud, causa 3,7 millones de muertes prematuras al año, 26.000 de ellas en España, decenas de veces más que las debidas a los accidentes de tráfico.
Durante el puente de la Constitución de 2016 París se ha visto obligada a instaurar, por primera vez en la historia durante dos días consecutivos, la circulación alterna de vehículos consistente en que sólo pueden circular cada día la mitad de los coches, aquéllos cuya paridad del número de matrícula coincide con la del día en la que se aplican las restricciones.
No es de extrañar que las medidas para atajar este enorme problema a escala internacional se centren en el sector energético, causante de más de dos terceras partes de las emisiones contaminantes. Lo que resulta descorazonador es que dispongamos de la tecnología para acabar de una vez por todas con este aire envenenado que nos mata y la estemos despreciando.
El cambio en el diseño de las ciudades que favorezca la vida en el interior de las mismas sin innecesarios dispendios energéticos es, sin duda, la solución a largo plazo. Mientras tanto disponemos de vehículos eléctricos que son mucho más eficientes que sus homólogos de combustión, que hoy en día podrían alimentarse en su mayor parte a partir de electricidad producida mediante fuentes renovables, cuya autonomía está creciendo a pasos agigantados y que, si consideramos no sólo el coste de adquisición –sino también el de combustible y el de mantenimiento– ya resultan más baratos para la inmensa mayoría de los usuarios.
¿Qué falta entonces para que se generalice su uso? Pues sencillamente que nuestros políticos eliminen las trabas a su desarrollo y favorezcan la implantación de una red de recarga.
Quien dispone de un garaje particular ya puede disfrutar de un coche eléctrico cargándolo, como si de un móvil se tratara, mientras duerme. No obstante, una adecuada distribución de puntos de recarga rápidos sería deseable para calmar la ansiedad que podría producir un hipotético olvido o una jornada más ajetreada de lo previsto. Si éstos se colocaran estratégicamente en las principales carreteras sería posible, además, recorrer grandes distancias con el coche eléctrico.
Una red de puntos de recarga así diseñada no es hoy en día rentable por sí misma, por lo que requiere de apoyo público para su implantación. Las administraciones, por su parte, también deben favorecer que quien no dispone de garaje propio pueda fácilmente instalar o utilizar puntos de carga lentos en la vía pública cerca de su domicilio.
Quizás porque me muevo desde hace más de un año en coche eléctrico soy consciente de lo poco que se necesita para reducir drásticamente nuestra contaminación. Quizás por eso me he llevado una enorme decepción cuando he leído el acuerdo del Consejo de Ministros del 9 de diciembre –casualmente, o no, de nuevo el puente de la Constitución– por el que se ha aprobado un paquete de medidas para favorecer las energías alternativas en el transporte. En él se incluye un plan que prevé alcanzar 250.000 vehículos propulsados por Gases Licuados del Petróleo (GLP) en 2020 mientras que deja la penetración de vehículos eléctricos en un total de 150.000 unidades.
Sabiendo que cada año se matriculan en España más de un millón de vehículos, ambas cifras resultan irrisorias. Mucho más si se comparan entre sí, dado que es mayor la apuesta por una tecnología, el GLP, que el propio Gobierno reconoce que no llega a evitar ni el 15% de las emisiones contaminantes de los combustibles convencionales. El vehículo eléctrico, por el contrario, tiene cero emisiones directas, a prueba de todo tipo de fraudes en el control de las mismas y reduce al menos un 60% las emisiones indirectas, cifra que aumenta según se incrementa la participación de las renovables en la generación eléctrica.
En el fondo las previsiones anteriores no deben extrañarnos. El plan del Gobierno en lo que al vehículo eléctrico se refiere se cimenta en el fortalecimiento de una actividad, la del denominado gestor de carga, única en el mundo e ideada para obligar a todo aquel que se disponga a instalar un enchufe para cargar coches en una suerte de empresa eléctrica. La figura del gestor de carga viene siendo denunciada por centros comerciales y establecimientos hoteleros como una insalvable barrera para la instalación de puntos en sus locales y sólo es defendida por las compañías energéticas tradicionales.
Esperemos que el Gobierno no pretenda emular a Churchill y sólo esté dispuesto a tomar medidas verdaderamente eficaces, entre ellas la eliminación de la innecesaria figura del gestor de carga, cuando la situación sea ya insostenible por la evidencia de su gravedad. Por si acaso, algunos no dejaremos de recordarle la enorme irresponsabilidad que supone seguir favoreciendo que el aire que respiramos nos esté matando.