La crisis diplomática entre Israel y España parece haber llegado para ser otra arma arrojadiza más de la oposición política y mediática contra el recién constituido Gobierno. Los editoriales y tribunas de los medios conservadores han considerado el viaje de Sánchez a Oriente Próximo un fracaso y le atribuyen al presidente arruinar las relaciones con un “socio” y echar por tierra toda opción de que Madrid pueda jugar algún papel mediador. A partir de ahí, la libre inspiración permite llegar a algunos excesos sonrojantes, como que Sánchez ha “abrazado la esvástica” y otras lindezas por el estilo. En el ámbito político, por parte de Vox, Abascal ha dicho que Sánchez “ha llegado a poder con el voto de los amigos de Hamás” y otros exabruptos similares, pero también Feijóo ha afirmado que Sánchez ha “roto el consenso de la UE” y por añadidura el de los gobiernos españoles anteriores en relación con el conflicto palestino-israelí.
Las posiciones de la derecha se asientan sobre el repetidísimo leitmotiv según el cual Israel merece el apoyo de Occidente como democracia amenazada por la acción de grupos terroristas. Dejando al margen la calidad del funcionamiento de las instituciones israelíes (un medio tan poco sospechoso como The Economist califica al país de “democracia deficiente”), esta interpretación se basa en la ignorancia de la naturaleza colonial del Estado israelí desde su fundación; del mantenimiento de la ocupación militar, condenada repetidamente por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de Gaza, Cisjordania y los Altos del Golán; de la sistemática opresión y humillación de sus poblaciones, incluyendo centenares de asesinatos y detenciones ilegales cada año (en muchos casos de niños); pero también en el régimen discriminatorio al que en la práctica vive sometida la población palestina de Israel (un 21%), especialmente en lo relativo al acceso a la propiedad de la tierra. El Tribunal Supremo, que ocasionalmente ha actuado como defensor de los derechos de las minorías, está en el punto de mira de la actual coalición de gobierno, algunos de cuyos integrantes abogan incluso por la plena absorción de los territorios ocupados, sin otorgar, eso sí, estatuto de ciudadanos a sus habitantes palestinos.
La narrativa conservadora parece haberse instalado últimamente en la convicción de que el conflicto es una suerte de desgracia sobrevenida al Estado de Israel, al margen de todo contexto histórico, como si el cuestionamiento de la ocupación fuera una reclamación nacionalista extemporánea por parte de los palestinos. Se adscribe a la categoría terrorismo toda forma de protesta contra la ocupación, de donde se deriva la legitimidad de la respuesta israelí, por dura que ésta pueda ser. Este relato obvia, entre otras cosas, que desde el inicio de la primera Intifada en 1987 han muerto siete palestinos por cada israelí en los choques violentos entre ambas comunidades, con el agravante de que la violencia de Israel contra personas inocentes es ejercida casi siempre por el Estado. Tras los ataques de Hamás del 7 de octubre, condenados masivamente por la comunidad internacional, la brutal reacción israelí ha arrojado, hasta el momento en que se escriben estas líneas, más de 15.000 muertos contabilizados en Gaza, incluyendo miles de niños, pero también varios centenares en Cisjordania, además del bombardeo sistemático de escuelas y hospitales y el desplazamiento forzoso de más de millón y medio de personas.
¿Y cuál ha sido la posición del Gobierno español que ha motivado que se le atribuya ser “amigo de terroristas”? En su encuentro con Netanyahu, Sánchez condenó por enésima vez el ataque de Hamás del 7 de octubre pero añadió que la respuesta no podía pasar por “la muerte de miles de niños” y que el número de víctimas civiles de los ataques israelíes era “insoportable”. En Rafah, opinó que los países árabes y europeos deberían implicarse en la construcción de la paz y que es deseable el reconocimiento de Palestina como Estado de cara a la solución del conflicto, e indicó que España podría dar pasos en ese sentido (dicho sea de paso, nueve Estados miembros de la UE ya reconocen a Palestina). Conviene recordar en este punto que ésa y no otra ha sido la posición mantenida históricamente: desde el reconocimiento prestado por el Gobierno español a Israel en 1986 y la proclamación del Estado palestino en 1988, España se ha situado tradicionalmente en una posición intermedia y de buena voluntad para con ambas partes, como muestra la celebración en Madrid de la Conferencia de Paz para Oriente Próximo de 1991, el papel del Gobierno de Aznar en la constitución del Cuarteto de Madrid en 2002, o, en el plano cultural, el sostén prestado desde 2004 por España a la Orquesta Diván, fundada por Daniel Barenboim y Edward Said para propiciar el entendimiento entre ambas comunidades a través de la música.
En noviembre de 2014, el Congreso de los Diputados aprobó casi por unanimidad, y con el voto coincidente de los principales partidos, una resolución que instaba al Gobierno a reconocer el Estado palestino, y escasos días después el Gobierno de Mariano Rajoy votó a favor de la admisión de Palestina como observador en la Asamblea General de Naciones Unidas. El PP mencionaba la solución de los dos Estados en su último programa electoral, y el exministro García Margallo ha reconocido que amenazó a Israel con el reconocimiento de Palestina para desactivar cualquier simpatía con el procés catalán. A mayor abundamiento, la Ley 2/2014 de Acción y Servicio Exterior del Estado, sancionada bajo gobierno del PP, establecía como principio inexcusable de la política exterior “el respeto y desarrollo del derecho internacional, en particular el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas” (art. 2); el IV Plan Director de la Cooperación española para el desarrollo, diseñado por el Gobierno de Rajoy para el período 2013-2016, identificó Palestina como destino prioritario de la cooperación española; la Estrategia de Acción Exterior de 2015, aprobada también por el Gobierno del PP, abogaba para Palestina por “una solución negociada, dos Estados que convivan en paz y seguridad” (p. 110); en parecidos términos se expresa la Estrategia de Acción Exterior de 2021, actualmente en vigor. Por el lado judío, si fue el Gobierno del PP el que decidió en 2015 la concesión de la nacionalidad española a los sefardíes, ha sido el de Pedro Sánchez el que ha aprobado en 2023 el Plan Nacional para la implementación de la estrategia europea de lucha contra el antisemitismo. Los hechos, en fin, reflejan la continuidad de una política sostenida sin grandes variaciones por los gobiernos de los dos partidos.
¿Qué ha cambiado, pues, en los últimos días? Hamás lanzó un criminal ataque contra la población israelí, que el Gobierno español condenó y deploró, y, ante la desproporcionada reacción de Israel, se le pidió atenerse al Derecho Internacional. He aquí la deriva proterrorista en la que al parecer estamos inmersos. Que Hamás haya agradecido ese gesto no ha hecho sino alimentar, como era de esperar, la especie de que nuestro Gobierno se compadrea con integristas islámicos, al calor de la polarización y de la alarmante degradación del debate público que padecemos. Cuando se desciende por la senda de la inmoralidad hasta el extremo de motejar de antisemita —con el peso histórico de que está cargado el término— a cualquiera que critique las políticas israelíes, parece que no queda margen para enfangarse mucho más en la bajeza. Sin embargo, sospecho y temo que la creciente fascinación conservadora por el Estado de Israel aún nos ha de dar que hablar en el futuro.