Durante los últimos años, la política española se ha caracterizado por la incertidumbre y la novedad histórica, pero nos hemos encontrado desde 2015 con un dilema constante para el PSOE. Éste ha tenido que elegir entre llegar a alguna clase de entendimiento con el PP y/o Cs para apuntalar el viejo bipartidismo, o pactar con UP y buscar el apoyo de una mayoría parlamentaria plurinacional. Esa tensión, que ha recorrido al conjunto del régimen, es fundamental para comprender la sucesión aparentemente caótica de acontecimientos y la camaleónica figura de Pedro Sánchez. Solo unas élites cerradas en banda ante la posibilidad de que UP llegase al Gobierno, posibilitaron que Sánchez pasase de ser defensor de la experiencia portuguesa al pacto del abrazo con Cs. Solo esa obsesión, que justificó la expulsión de Sánchez de Ferraz, le permitió volver de la mano del malestar impugnatorio de sus bases. De hecho, la imposibilidad de la alianza progresista y plurinacional tras el verano de 2016, permitió el raquítico triunfo de Rajoy, que duró tanto como aquella alternativa tardó en articularse en la moción de censura. Del mismo modo, la última repetición electoral fue un fracaso de Sánchez en su intento de superar plebiscitariamente esta tensión, un fracaso que ha acabado en el pacto con UP.
Por su parte, Podemos estableció desde su nacimiento que llegar al Gobierno del Estado era un medio para transformar un régimen del 78 en profunda crisis. En un comienzo, al calor del ascenso demoscópico, aquella entrada se imaginaba pletórica. El reto era llegar sin ocupar posiciones subalternas, pero tras comprobar la resistencia social del PSOE y el éxito de la maquinaria política y mediática que trabajaba en su contra, vino el golpe de realidad. Y vinieron los errores, las pulsiones identitarias al interior de los aparatos del bloque del cambio y la constitución de una cultura política de resistencia –muy vieja ya, por otra parte– ante un nuevo mundo hostil.
Sin embargo, tras los resultados de noviembre, lo que parecía imposible en abril se vislumbró en 48 horas. Se repetía la alianza central de la moción de censura, pero como acuerdo de gobierno. Ahora, en su momento de máxima debilidad, UP tiene su gran oportunidad y la ciudadanía progresista ha recibido la noticia mayoritariamente con alivio e incredulidad. ¿Por qué ahora? Una correlación entre la estricta necesidad de unos y la debilidad de los otros. La oportunidad para UP no es un regalo caído del cielo, sino, en parte, consecuencia de su debilidad. El mejor pegamento ha sido paradójicamente el clima de desconfianza general hacia la política, que incluye a sus propios partidos, y los cincuenta diputados de Vox.
Es pronto para pronunciarse con rotundidad ante el posible gobierno de coalición del que se desconoce prácticamente todo. Pero las reacciones revelan a sus poderosos enemigos: desde Felipe González y José María Aznar, pasando por las grandes empresas del IBEX 35 y la CEOE, la Casa Real y la cúpula eclesiástica española, hasta las tres furibundas derechas de PP, Vox y Ciudadanos. Además en estado de alarma por la necesidad vital de este gobierno de explorar en profundidad las posibilidades del diálogo con Cataluña.
Algunas voces imprescindibles, como la de Teresa Rodríguez, han criticado la opción del Gobierno desde la izquierda, dado que la correlación de fuerzas no permitirá abordar grandes transformaciones y dejará libre el campo de impugnación a Vox. Su crítica es pertinente y responde a una posición coherente que han defendido siempre. Su miedo es legítimo porque, en efecto, el éxito no está asegurado. En esta segunda década del siglo XXI, el reto de las fuerzas democráticas europeas no es menor; pasa por una reinvención del pacto de posguerra, que dio lugar al Estado de bienestar, en un contexto adverso de estancamiento capitalista, crisis climática catastrófica y revancha patriarcal. Sin duda, ese ambicioso horizonte no es el de este gobierno, que, aunque ha sido comparado con el Gobierno republicano frentepopulista del 36, tiene más afinidad con el Gobierno francés de Mitterrand y los comunistas en 1981. Pero, en cualquier caso, esta oportunidad sí debe servir para demostrar que nuestras sociedades democráticas pueden comenzar a avanzar a un ritmo razonable, a pesar de la falta de voluntad de las élites europeas por las reformas y las limitaciones presupuestarias y financieras de Bruselas.
Quizás la tarea más delicada y decisiva de este gobierno es la gestión de los tiempos. Su inédita alianza gubernamental y su fragilidad parlamentaria no le permiten de entrada ni contar con ese horizonte compartido, ni durar. Para ser exitoso tendrá que ir tejiendo y retejiendo esos acuerdos, a la vez que pone en marcha un programa mínimo de reformas que implique pequeñas conquistas cotidianas para el grueso de su base social. Se necesita recuperar autoestima frente al clima de apatía y cinismo, que profundiza la degradación democrática. Si el Gobierno se duerme en los laureles y queda atrapado en una mera guerra de símbolos, tiene todas las de perder. En lugar de eso, debe conseguir avanzar en la recuperación de derechos: derogar los aspectos más lesivos de la última contrarreforma laboral del PP, subir el salario mínimo interprofesional, regular directa e indirectamente el mercado de la vivienda, poner en marcha una transición verde de la economía o reformar la fiscalidad en clave progresiva.
En todo caso, la entrada de UP en un gobierno con el PSOE –especialmente en condiciones de inferioridad númerica– vuelve a hacer necesario un debate que también ha recorrido la breve pero convulsa intrahistoria del espacio del cambio. Podemos no puede conformarse con subordinarse a la manera tradicional de ordenar el tablero político, desplazando un poco “a la izquierda” las posiciones del Gobierno. No se trata de defender de forma más coherente y más valiente las mismas políticas que el PSOE o de ir unos pasos más allá en las mismas direcciones, sino de abrir nuevas direcciones y marcar horizontes más allá de este gobierno. Se trata de reordenar las posiciones en favor de la hegemonía del espacio del cambio. Así, si tomamos el feminismo como un campo paradigmático de esa disputa política, se trataría, por ejemplo, de salir de los discursos sobre la violencia sexual que ponen el énfasis en las soluciones penales y punitivas y apostar por políticas públicas de prevención y políticas destinadas a los hombres. Se trataría de encarnar una alternativa a un partido socialista que en 2015 proponía hacer públicas las listas de los maltratadores y que puede resultar sinérgico con el intento de Vox de alimentar una guerra de sexos e instrumentalizar la violencia sexual para defender la cadena perpetua y el endurecimiento del Código Penal. Se trataría de escapar de posiciones defensivas y de reordenar los bandos para construir una nueva hegemonía, que incluya a muchos más hombres y mujeres, frente a la reacción. Si Podemos no da muestras de tener un feminismo diferente y alternativo al del PSOE –y más capaz de ganarle la batalla política y cultural a las derechas– su paso por el gobierno podría seguir dejando el día de mañana la hegemonía de las políticas de género intacta, es decir, en manos del PSOE.
En una reciente carta a la militancia de Podemos, Pablo Iglesias agradecía el esfuerzo anónimo realizado, y advertía de los límites y las contradicciones de un Ejecutivo compartido con el PSOE, poniendo énfasis en las cesiones que vendrán. Desde nuestro punto de vista, cabe invertir los términos de la cuestión: ¿qué podemos hacer más allá del Gobierno –y más acá de Podemos– para ampliar los límites de lo posible?
Más allá de los poderosos enemigos de UP y los posibles errores personales de este o aquel líder, cabe detenerse en un fallo estructural que ha recorrido distintas organizaciones de este ciclo y que podríamos llamar Vistalegre I: hiperliderazgo, una preponderancia inflacionaria de la dimensión mediática sobre otras –como la implantación territorial o la relación con la sociedad civil– y una cultura extraordinariamente cerrada. No se trata de un capricho, sino una necesidad urgente, porque esta oportunidad del Gobierno de coalición progresista llega después de que el espacio del cambio retrocediera de forma muy significativa en las últimas elecciones municipales y autonómicas. Se han perdido ciudades clave como Madrid o Zaragoza y se han quedado por el camino alrededor de dos millones de votos, a lo que hay que añadir escisiones tan importantes como Más País o la ruptura de Equo o En Marea en Galicia. Claramente hay cosas que no hemos sabido hacer bien. En la lógica interna, instalada firmemente en las organizaciones del espacio del cambio, los relatos exculpatorios se multiplican y los análisis honestos no tienden a abundar. En ese sentido, hay que asumir la autocrítica en primera persona, porque fuimos muchos quienes defendimos un determinado modelo de partido y, también, quienes se han servido más tarde de él tras haberlo criticado. Entender Vistalegre II como el momento en el que cifrar todos los errores de Podemos es parte de una trampa. En un congreso más fragmentado –Vistalegre II– siempre es más fácil diluir responsabilidades, pero la pregunta que nunca se ha planteado con honestidad en la discusión pública es en qué nos equivocamos juntos. Una autocrítica, que no sea simple propósito de enmienda, debe servir para plantearnos cómo ampliar los límites de lo posible hoy. Porque, sin lugar a dudas, las guerras internas han sido uno de las causas centrales en la pérdida de credibilidad del proyecto.
Uno de los errores más graves de la máquina guerra electoral es establecer un exterior y un interior del partido, que funcionarían como compartimentos estancos, y sacrificar la pluralidad, el debate y la posibilidad de imaginar nuevas formas de relaciones humanas e institucionales con objetivo de maximizar los resultados electorales. Esta concepción llevada al absurdo se imagina un partido exitoso electoralmente con una vida interna devastada. Paradójicamente, un partido, que quiere generar vínculos comunitarios a nivel social, no solo no lo hace a nivel interno, sino que lleva al extremo las peores tendencias sociales existentes –autoritarismo, homogeneidad, desconfianza. La única manera de revertir la lógica resistencialista del momento político actual es revertir esa dinámica de culturas políticas cerradas sobre sí mismas, que buscan enemigos internos para justificarse y que presentan el exterior en exclusiva como un lugar frío y deshumanizado, mientras renuncian en el interior a imaginar nuevas formas de relacionarse fraternalmente y de organizarse institucionalmente. La reconstrucción del espacio del cambio es imprescindible ya que podrá impulsar la acción del gobierno de coalición progresista en la mejor de las direcciones.
Para que este gobierno se construya sobre apoyos firmes es importante que se avance por parte de todos y todas en la recomposición de una pluralidad del espacio del cambio ahora dividida y fragmentada. Podemos tendrá que asumir que habrá críticas y presiones a las concesiones que imponga un Ejecutivo compartido con el PSOE, pero que está en su mano que aquellas sean lo más ocasionales y constructivas y que, en ocasiones, sean también una palanca de refuerzo en su tensión con el PSOE. A quienes formamos parte de un espacio del cambio que va más allá de los partidos y las siglas, nos tocará arrimar el hombro con generosidad y apoyar a un gobierno de cuya suerte depende la de todos y todas. Pero, mientras, tendremos que trabajar para dejar atrás las máquinas de guerra y tomarnos en serio que aquello de feminizar la política implica la construcción de organizaciones, relaciones territoriales y alianzas con cuidado. Necesitamos un auténtico frente del cambio, que haga de la confederación democrática de sensibilidades políticas, organizativas, culturales, intelectuales y territoriales su arma más poderosa. Si hay un momento para aprender de los errores y poner ese aprendizaje al servicio de las oportunidades que tenemos delante hoy, ese momento es ahora.