Más allá de la insumisión sin revolución
No en la república catalana, sino en una ficcional república de las letras políticas, desde Maquiavelo hasta Lenin, por lo menos, estarán comentando atónitos el mal cálculo que han hecho los supuestos estrategas del bloque independentista del Parlamento de Cataluña. Tan es así que no solo se ha planteado una situación de bloqueo entre Cataluña y el Estado español, sino que la parálisis afecta a la mayoría que en el Parlamento catalán apoya la secesión, de forma que, con la doble negativa, a la que contribuye decisivamente la CUP, a que el candidato Artur Mas sea investido presidente, deja de operar como tal mayoría. Es cierto así que, si se veía venir la colisión entre las pretensiones de independencia para Cataluña y las reacciones lógicamente en contra de los partidos no secesionistas e institucionalmente del Gobierno de España y del Tribunal Constitucional, no lo es menos que igualmente era previsible el autobloqueo del independentismo, tal como se ha configurado la mayoría parlamentaria secesionista.
Consecuencia del mencionado bloqueo es que se vea como proyecto que se debilita lo que se venía percibiendo como un proyecto soberanista respecto al cual, aun estando en contra, había que reconocer que ganó considerable apoyo social, como se evidenció en los resultados electorales, por más que el 48% de votos obtenidos no llegara a sobrepasar el convencional listón de la mitad más uno para contemplarlo como mayoría absoluta en términos de apoyo electoral. Dicho debilitamiento es el que se refleja en los deslavazados discursos que desde el independentismo se lanzan, incluso en sede parlamentaria, así como también en las señales que se emiten a través de las imágenes de los medios de comunicación, las cuales revelan un tono que oscila entre el desconcierto de los diputados de Junts pel Sí y el abatimiento de un candidato sin visos de prosperar, todo ello aliñado por las exigencias inverosímiles de unos aliados que no se comportan como tales. En consecuencia, se habla de independencia para Cataluña sin transmitir entusiasmo alguno por la decisión que, sobreactuando, se pretende hacer llegar mediante declaración del Parlamento tanto a los poderes del Estado como a la opinión pública.
Cualquier observador externo , como cualquier sincero participante interno -y no hace falta remitirse a aquel Kant que explicitaba las razones de lo que entendía como universalizable entusiasmo por la Revolución Francesa-, puede concluir que no hay independencia posible con tal atonía. Y al constatarlo no es que se añore, por parte de muchos, entre quienes me incluyo, que una mayoría abrumadora de convencidos ciudadanos apoyen el proceso secesionista , sino que se comprueban las contradicciones de un planteamiento que ha llegado a este punto atrapado entre el mesianismo y la temeridad, a la vez que alentado por demandas insatisfechas del pueblo catalán así como por la cerrazón que desde el nacionalismo españolista se ha dado, y se sigue dando, en cuanto a reconocer a Cataluña como nación.
Del Parlamento de Cataluña recién constituido salió una declaración institucional instando al nuevo gobierno que debiera formarse a que emprendiera el camino de la “desconexión democrática” de Cataluña respecto de España para hacer de la primera un Estado independiente configurado como república. Para ello se señalaban los primeros proyectos legislativos y de gobierno que habrían de acometerse, ateniéndose al mandato del parlamento catalán exclusivamente, desobedeciendo además, por motivos obvios, toda resolución en contra que llegara del Tribunal Constitucional. Tal declaración es una declaración de insumisión en toda la línea -más que de desobediencia civil, que es opción individual de quienes adoptan actitud contraria a la ley para que la ley cambie, invocando el principio de coherencia de un sistema que no se cuestiona, arrostrando además las consecuencia de todo tipo, incluidas las penales, que acarree la acción personal en ese sentido-. Como era de esperar, el Tribunal Constitucional ha suspendido la declaración del Parlamento de Cataluña, pronunciándose al respecto a instancia del Gobierno, mediante la preceptiva impugnación, a la vez que advierte de las consecuencias del desacato a tal suspensión -acogiéndose a los términos de la criticable reforma de la Ley Orgánica que lo regula- para quienes la quebranten.
La insumisión como procedimiento para iniciar un proceso de independencia, aparte opiniones favorables o contrarias a ésta, no es camino, en un Estado democrático de derecho reconocido como tal dentro y fuera de sus fronteras, para dotar de legitimidad a las pretensiones políticas que se quieren hacer valer. La ruptura del equilibrio dinámico entre principio democrático (de participación y expresión de la voluntad de la ciudadanía) y principio de legalidad juega a favor de la deslegitimación de quienes por otra parte necesitan apoyos internos y externos para el proyecto de constituirse en un nuevo Estado. Se da en este contexto, por lo demás, un desenfoque respecto a la realidad que redunda en el mal cálculo político que solo un deficiente análisis respecto a la ubicación en la propia realidad social puede explicar. Una estrategia política para la independencia basada en la insumisión solo puede darse en un contexto de revolución, y éste, por otra parte, solo podría generarse frente a un Estado dictatorial o ante un Estado que actuara como metrópoli netamente colonial. Ninguna de esas dos hipótesis se da en el caso del Estado español actual, por muchos que sean sus déficits democráticos y su falta de reconocimiento respecto a la realidad nacional de Cataluña. Si a eso se añade que el clima social está lejos, por muy dolorosas que sean las circunstancias sociales en situación de dura crisis económica y social, de algo parecido a condiciones revolucionarias, es evidente que los errores de cálculo se presentan como mucho más que errores de estrategia. La ciudadanía, aun la volcada hacia el independentismo, no está en el capítulo de la cultura épica del pasado, sino en medio de una “licuada” -Bauman dixit- sociedad postheroica donde la gente hace balance de pérdidas y ganancias, poniendo freno a lo que, llegado el caso, se le aparece como aventura de desenlace incierto.
Al ser la declaración independentista del parlamento de Cataluña, a la postre y por sus contradicciones, lo que desde el filósofo francé Alain Badiou podemos considerar un falso acontecimiento, se evidencia que el secesionismo no ha medido bien ni sus fuerzas ni la pasión política que pudiera movilizar. Sin embargo, no por ello hay que esperar ingenuamente que decaiga como opción preferente de un amplio sector de la ciudadanía catalana, aun cuando sus representantes se hayan visto encandilados por el lema de “ahora o nunca”, llevándolo al punto en que se ven bloqueados por la trampa del “todo o nada”. Frente a la pulsión de muerte que anida en la dinámica de autobloqueo de la que somos testigos, no deja de aparecer como alternativa de vida democrática la que apela al sereno debate público, al diálogo político, a la participación democrática (en referéndum también) y a la implementación de procesos verdaderamente transformadores de realidades que reclaman un nuevo marco político -estamos quienes no dejamos de abogar por un Estado federal plurinacional- y que requieren, sin duda, un proceso constituyente.