Amargo como un veneno
Sufrí una relación de maltrato que duró tres años. Cuando conseguí salir de ella y empecé a contarlo, el entorno social de mi maltratador (gente de la izquierda, abanderados y abanderadas del feminismo) cerró filas alrededor de él. Mi testimonio fue puesto en duda, matizado, infravalorado y despreciado en muchas ocasiones. Recuerdo que su impunidad fue otra forma de tortura en los primeros tiempos de mi huida de la jaula. Una sensación de asfixia, injusticia e impotencia: la constatación de que la sociedad es profundamente machista, en cada resquicio, hasta en los iluminados por el progresismo. El abatimiento: jamás lo íbamos a conseguir.
Yo no había puesto denuncia. Tras la huida, tras el contacto cero, fui aprendiendo a analizar lo que había vivido, a diagnosticarlo minuciosamente, a entenderme y perdonarme, a asumir que había perdido tres años de mi vida por completo, porque ni uno solo de los minutos que pasas junto a un maltratador merecen ser vividos. Aprendí, en definitiva, a ser una víctima. Estrené otros ojos con los que mirar.
Ser víctima de violencia machista en esta sociedad violenta y machista no es plato de buen gusto. Estamos lejos aún de que este sea un lugar amable, cómodo, reparador y seguro para las víctimas del machismo. Estamos lejos aún de que este sea un lugar libre de violencias machistas. El machismo es el arma más poderosa que tiene este sistema. Es más poderoso aún que el poder económico, porque funciona, impecablemente, en todas las esferas. Más poderoso aún que el racismo y el clasismo, dos herramientas de sometimiento también infalibles.
Decidí narrar esta historia de maltrato en mi última novela. Desmenuzarla desde lo más hondo de su centro. Lo hice con un esfuerzo titánico y no sin cierta ingenuidad; pensaba: “Cuando cuente cómo funcionan estas relaciones, cómo de fina es la línea que separa la violencia de lo que erróneamente entendemos por amor, lo van a entender, van a entender por qué no hay que poner el foco en la víctima, por qué no tenemos la culpa de quedarnos ahí atrapadas, por qué nuestra cultura está enferma de muerte en lo emocional y lo sexoafectivo, por qué tenemos que mudar la piel como sociedad, por qué urge que nos revisemos, todos y todas, que aprendamos esa empresa tan difícil de tratarnos con respeto desde la igualdad”. Bien, creo que no ha surtido todo el efecto deseado. Muchísimas lectoras y algunos lectores han entendido, claro que sí. Y muchas mujeres se han reconocido. Pero la mayoría sigue viendo al personaje maltratador como un monstruo aislado y a ella como una mujer débil y dependiente predispuesta al sometimiento. En cuántos clubes de lectura me han dicho: “Ella no se va de ahí porque no quiere”. A cuántas mujeres he visto repetir: “A mí jamás me pasaría eso”. Y otra vez a intentar explicar que nos puede pasar a cualquiera. Qué dura la coraza. Qué agotamiento en la boca, en las manos, también dentro del pecho.
En la novela, puse otros nombres a los personajes que nos representan a mí y a mi maltratador. En todo lo que duró la promoción, no dije a ningún periodista que era mi historia, o si lo hice fue solo off the record. Mi novela tiene otras dos protagonistas, dos mujeres que sufren distintos tipos de violencia, además de la violencia machista. Una violencia terrible de explotación laboral y exclusión social, debido a la pobreza, a la raza o la nacionalidad, a la clase. Creo que todos los personajes están llenos de verdad. Es lo que requiere una historia de ficción. La literatura genera empatía desde todos sus flancos, es su máximo poder. No hacía falta mi nombre. Tampoco era más importante mi historia que la de las otras dos. Y, sobre todo, no me había decidido a contarla porque fuese mía, porque me hubiera ocurrido a mí, sino porque nos pertenece a miles. Porque todas las historias de maltrato son la misma historia. A veces, algunas, acaban en asesinato. Pero todas funcionan como el mismo reloj inclemente.
En mi cuerpo he vivido la rabia de sentir que tras las agresiones se necesita justicia para la reparación, y que la única justicia que llega es la que tú construyes, con tus manos nuevas, con manos ajenas, en tu centro, a tu alrededor, si es que puedes. Todavía me pregunto: ¿valdría la pena pronunciar su nombre y sus apellidos? ¿Es que no he aprendido la lección del todo, es que sigo nadando el río de la condescendencia y la vergüenza? No lloriquear. Nada de comisaría. Que no se te note, que parezca que no ha pasado nada. Además, ¿de qué serviría? ¿Me metería en un problema? ¿Habría represalias? Al no haber denunciado, ¿no debo ahora asumir aquel silencio? ¿Se me juzgaría por señalar? Ejecutar un posible linchamiento al tipo en cuestión en redes (en mi algoritmo) que dure un par de días o tres ¿es la cuestión? La cuestión, quizá, sería que el eco sirviese para avisar de que aquel hombre es una persona altamente peligrosa, para que al menos una sola mujer se librara de vivir lo que yo viví. Eso, quizá, merecería la pena. Pero eso ¿cómo podría conseguirlo? Lo que quisiera roer es la estructura que permite su caminar.
Yo este verano me había propuesto escribir una tribuna sobre los incendios. Y aquí estoy de nuevo. No es la primera vez que escribo sobre machismo en prensa. No es la primera vez que escribo sobre machismo en general. A esta manera de mirar las cosas también se le llama escribir sobre feminismo. Y pasa factura. Si escribes mucho sobre feminismo (sobre machismo), una mordaza va cerrándose sobre tus dedos. Se suele acabar deduciendo que no eres capaz de escribir acerca de nada más. Un grillete y luego otro. Pero lo de los incendios tendrá que ser para otra vez.
Al comienzo del asunto Rubiales, se pusieron en contacto conmigo desde un programa de radio por si me apetecía compartir alguna experiencia, alguna agresión. Me quedé paralizada. Quería colaborar, apoyar este nuevo crujir de placa tectónica, porque es imprescindible empujar. Me daban un minuto. ¿Qué podía contar en un minuto? ¿A qué etapa de mi vida debía hacer referencia? ¿Se me pedía un nombre propio, aunque fuera velado, del ámbito literario o laboral? No fui capaz de contar nada, no participé. Me esforcé, pero de tanto medir las palabras otra vez llegaron el pequeño temblor y la vergüenza. Pensé: si me duelen los dedos de escribir sobre esto. Si he escrito novelas, poemarios, artículos. Si he hablado y hablado y hablado con tantas y con tantos. Si mi experiencia es lo de menos. De cuántas maneras más tenemos que contarlo, denunciarlo, gritarlo, explicarlo. Si todo el mundo sabe lo que pasa. Si todos sabéis lo que pasa.
Tengo cromos de todos los colores. ¿Anécdotas interesantes para escarnio del machismo? En cada jardín una flor. Quién no. La infancia, la adolescencia, la familia, la calle, la consulta del médico, el trabajo, los jefes, los bares, las camas, la intimidad más cálida y descarnada; en todos los lugares donde solo deberían habitar el sosiego, la seguridad y la confianza, ayer, hoy y mañana, en el centro mismo del fuego, donde nacen y mueren los dolores y el amor, ahí siempre brota, cuando menos te lo esperas, amargo como un veneno recién cocido, un comportamiento machista que te recuerda que este mundo no es un lugar seguro para nosotras.
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