Hace unos años, un medio de comunicación perteneciente a eso que se ha dado a conocer como la caverna mediática, lanzó un vídeo en el que, bajo una imagen de Dolores Ibárruri, se colocó la frase: “No dudaría en fusilar a media España”. Al verlo, no pude evitar sentir vergüenza ajena. Hacía falta ser muy atrevido para hacer algo como aquello sin sonrojarse, pues los astutos realizadores del spot habían adjudicado así a la Pasionaria la autoría de unas palabras, que lejos de haber sido pronunciadas por ella, fueron dichas por el mismísimo Franco. En realidad nada era nuevo bajo el sol. La extrema derecha española siempre fue bastante cínica a la hora de hablar de los asuntos relacionados con la guerra, y si incluso se llegó a atribuir el bombardeo de Guernica a los republicanos, ¿por qué no iba a poder imputársele a la Pasionaria algo que no dijo?
Ciertamente, los dardos del franquismo sintieron una inquina especial por la comunista vasca. Y es que lo de la Pasionaria ya era pasarse. No sólo era una terrible izquierdista sino que además también era una dirigente española reconocida en todo el mundo, y todo un mito vivo para el comunismo internacional, pero es que –y por si todo esto fuese poco- encima la Pasionaria era mujer, y eso casi dolía más que todo. El franquismo tenía muy bien limitadas las tareas de las mujeres, y la política no era una de ellas. Dolores debía haberse conformado con ser aquello que le había sido predestinado; con ser madre y sufrida esposa, un papel hermoso que le había asignado la providencia en razón a su sexo. Al decidir ser parte activa de la convulsa política de la época, Pasionaria quedó desnaturalizada como mujer, y de paso como persona, con lo que ésta pasó a ser considerada poco menos que la reencarnación del diablo.
Como la dirección del PCE barajó la posibilidad de denunciar a la cadena, se pusieron en contacto conmigo para ver si podría testificar en un hipotético juicio. Al final, de acuerdo con la familia, se decidió no dar más bombo a una noticia que seguro habría pasado desapercibida, habida cuenta de la ridícula audiencia del canal en cuestión. Lo hicieron bien, pues las molestias que nos habría ocasionado a todos abrir un proceso judicial no creo que hubiesen servido para gran cosa. Desgraciadamente, la imagen que la ultraderecha se había encargado de construir de la Pasionaria no iba a cambiar por muchas querellas que se ganasen. Y es que, aunque nos pese, Goebbels no se equivocó al afirmar que una mentira repetida mil veces acaba convirtiéndose en verdad.
Una de las más sonoras mentiras que se han dicho sobre la Pasionaria, precisamente ha vuelto a salir a la luz en estos días, debido a la polémica que se ha montado a cuenta de la placa en recuerdo a Calvo Sotelo que se tenía previsto retirar en Madrid. Aprovechando esto, no han sido pocos los historiadores aficionados que han querido resucitar un viejo mito franquista, según el cual, en una tensa reunión del Parlamento en 1936, la Pasionaria habría instado al asesinato de Calvo Sotelo, afirmando en voz alta algo así –las versiones no son exactas en los términos- como “este hombre ha hablado por última vez”. A pesar de que en aquel momento nadie recogió aquellas palabras, y a que es de sobra conocido que el líder derechista fue asesinado en represalia al crimen perpetrado por pistoleros falangistas contra el teniente Castillo, la amenaza de la Pasionaria tuvo desde muy pronto amplia aceptación entre las derechas. Desde luego, la historia resultaba perfecta para los golpistas, pues por un lado servía para glorificar como mártir a Calvo Sotelo mientras se demonizaba a la Pasionaria, a la vez que, de paso, se justificaba el alzamiento militar como respuesta a una situación insostenible en la que, hasta las izquierdas parlamentarias eran cómplices de asesinatos a cargos electos de la derecha.
El esfuerzo de las autoridades franquistas por difundir la falsa amenaza fue extraordinario, y no contentos con convertirlo en verdad incuestionable de la historia del 'Glorioso Movimiento Nacional', llegaron incluso a utilizarlo en una estrambótica sentencia dictada el 26 febrero de 1941 por el Tribunal de Responsabilidades Políticas en condena a una Dolores Ibárruri que se encontraba entonces en el exilio. Poco parecía importar que no hubiese pruebas de la acusación. El régimen había construido su propia verdad, una verdad falsa que sin embargo los diputados Josep Tarradellas y Salvador de Madariaga –libres ambos de simpatías hacia los sublevados- contribuyeron a consolidar, al afirmar muchos años después, que ellos habían sido testigos de las palabras de la Pasionaria.
La derecha franquista agradeció como agua de mayo aquellos súbitos testigos, y tal vez por ello no tuvo en cuenta que el relato que hizo Salvador de Madariaga sobre la sesión de las Cortes estuviese lleno de inexactitudes, como tampoco se cuestionó su parcialidad, a pesar del conocido activismo anticomunista que mantuvo el escritor durante la Guerra Fría. Nada de eso podía importar, pues además se tenía también la palabra de Tarradellas, que en una entrevista concedida a la periodista Pilar Urbano había afirmado lo mismo. En realidad, no sabría decir si Tarradellas pudo haber confundido la amenaza de Dolores a Calvo Sotelo con la que profirió José Díaz a Gil Robles unos meses antes también en el Parlamento, pero el caso es que otros diputados que se sentaban también muy cerca de Dolores han desmentido la versión del político catalán. No parece esto ser una prueba suficiente para los defensores de la tesis de la amenaza, y aunque ciertamente no lo es, entiendo que lo justo sería dar al menos la misma credibilidad a unos testigos y a otros, quedando invalidados ambos testimonios al ser contradictorios entre sí.
Vista la falta de rigor de las fuentes orales disponibles, sólo se podría recurrir a las escritas para confirmar el episodio, pero estas tampoco apuntan a dar veracidad a las teorías franquistas. Así, el Diario de Sesiones del 16 de junio de 1936 no recoge en ningún momento las amenazas de la Pasionaria, algo que la derecha siempre supo justificar, ya que era normal que en aquella época no se hicieran constar los ataques más violentos entre diputados, quién sabe si para dar mayor seriedad al acta. Aceptando que este argumento es completamente válido, sin embargo creo que nada justifica el que la prensa –que sí que recogía siempre cualquier incidente que se produjera en el hemiciclo, como por ejemplo el citado entre Gil Robles y Pepe Díaz-, no informara de algo tan grave como una amenaza de muerte en el Parlamento. Ni siquiera el monárquico ABC, que realizaría una exhaustiva descripción de lo que sucedió aquel día, dejó constancia alguna sobre las supuestas amenazas de la Pasionaria.
Atendiendo sólo a estos datos, resulta del todo imposible sostener desde el rigor histórico la versión franquista de la amenaza de la Pasionaria a Calvo Sotelo, habida cuenta de que la prueba más sólida con la que parecen contar es el testimonio de Tarradellas que, como hemos visto, se contradice con el expuesto por otros parlamentarios. Si a todo esto le sumamos el hecho de que la historia de la amenaza de la dirigente comunista no surgió hasta después de muerto Calvo Sotelo, todo parece indicar la construcción a posteriori de una ficción que venía como anillo al dedo a aquellos que decidieron levantarse en armas contra el régimen legalmente constituido.
Cualquiera que se haya aproximado a la investigación de esta etapa de nuestra historia contemporánea con un mínimo de seriedad, sabe que no es posible adjudicar responsabilidades a la Pasionaria o al PCE en el asesinato de Calvo Sotelo. No sólo la falta de pruebas hacen insostenibles esta teoría, sino que además, aquella inoportuna acción entraba en contradicción con la táctica política del PCE del momento, que creía que era necesario evitar cualquier conflicto que pudiese desestabilizar la República. Así, si bien los comunistas eran partidarios de una respuesta contundente del gobierno contra las derechas que ya calificaban de golpistas, no defendían en ningún caso el atentado individual como instrumento, pues se entendía que estos creaban el ambiente propicio para que las derechas pudieran poner en peligro a la República.
Lamentablemente nada de esto parece ser suficiente pues los casi cuarenta años de dictadura dieron sus frutos, y todavía se sigue dando espacio a los excesos imaginativos de algunos interesados en mantener leyendas franquistas. En mi pesimismo, estoy seguro de que tendrá que pasar todavía mucho tiempo para que se superen algunas creencias sobre la Pasionaria que han conseguido arraigar a veces como verdades indiscutibles. Aunque, pensándolo bien, casi podríamos darnos por satisfechos, pues algo se ha avanzado en realidad, cuando ya ni siquiera los autores más reaccionarios se atreven a dar crédito a las barbaridades que se llegaron a decir de ella en su momento, como que era bruja, estaba casada con un sacerdote o practicaba el satanismo en la intimidad.