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Una amnistía aún coja

Pedro Sánchez y Santos Cerdán (PSOE) con la portavoz de Junts en el Congreso, Míriam Nogueras.

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La impresión que se saca después de leer esta ley de amnistía es que se trata de un texto razonablemente aceptable desde el punto de vista técnico –con las matizaciones que luego haré– y que ha sido fruto de un esfuerzo de negociación muy complejo entre socios que no se tenían a priori la más mínima confianza, aunque algo de eso –ojalá– puede haber cambiado después de jornadas de intercambio de textos que se aventuran maratonianas. La ley justifica de manera muy pulida su constitucionalidad, así como su coherencia con la normativa internacional. Consigue incluso desautorizar a los que combaten la amnistía como una medida fuera del Estado de Derecho, no sólo haciendo referencia a las competencias soberanas del Parlamento de una democracia, sino recordando amnistías españolas y no españolas que no han generado semejantes acusaciones. En este sentido, es muy potente la alusión a la muy reciente amnistía portuguesa con motivo de la visita del Papa –que no generó polémica alguna–, sobre todo teniendo en cuenta el sector ideológico de algunos de los que con más vehemencia se oponen a la ley, también en la calle.

Además, se concretan con bastante precisión los hechos incluidos: cualquier actuación delictiva relacionada con las consultas sobre la independencia o con la secesión, así como sus consecuencias en el terreno administrativo también, sin olvidar las responsabilidades millonarias que se hallaba depurando el tribunal de Cuentas. También queda claro el ámbito de lo excluido: terrorismo con sentencia firme, delitos de lesa humanidad así como delitos de traición y contra la paz o independencia del Estado, es decir, promover que otro país atacara militarmente a España. Se trata de delitos todos ellos que ni de lejos sucedieron, salvo fabulaciones fantasiosas acaecidas durante los días más calientes de octubre de 2017 o algún que otro relato de muy última hora bastante poco fundamentado. Un intento de imputación por alguna de esas figuras delictivas se toparía con el Tribunal Constitucional y, llegado el caso, incluso con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, tal vez hasta por vía de urgencia.

Sin embargo, la ley posee dos inconvenientes principales que son, no obstante, superables durante la tramitación parlamentaria. La motivación de la ley adolece, pese a todos los esfuerzos, de una falta de explicación suficiente del fundamento de la amnistía. En segundo lugar, el texto peca de una excesiva precisión de algunas figuras delictivas y sobre todo de los procedimientos a seguir por los tribunales para el reconocimiento de la amnistía.

Empezando por lo segundo, existen algunas alusiones a actuaciones supuestamente delictivas que tienen nombres y apellidos. Cabe atribuirlas a la voluntad de sus protagonistas de verse en el texto de la ley de manera expresa para así eludir cualquier posible responsabilidad. Sin embargo, tal y como ha quedado el texto final parece un auténtico añadido que es contraproducente. La ley, como intenta argumentar –de modo mejorable– su exposición de motivos, debe tener un ámbito general, y no servir para amnistiar a personas concretas, porque ello podría llegar a hacer fundada una tacha de inconstitucionalidad por vulneración del derecho de igualdad que diera al traste con la voluntad de la ley. Por ello, hubiera sido preferible, como además es tradicional en tantas leyes de amnistía, una rúbrica más omnicomprensiva como la que ya se hace al inicio del art. 1, e incluso en cada letra del artículo, pero sin descender tanto al detalle, no vaya a ser que una modificación del relato de hechos por parte de algún tribunal dé al traste con las intenciones de la ley.

Además, se regula con precisión excesiva la competencia y el procedimiento para la aplicación de la ley de amnistía. Debería bastar con decir que la amnistía será de aplicación inmediata como primer acto procesal de obligatoria emisión a la entrada en vigor de la ley por parte de cualquier tribunal que se halle conociendo del asunto. Tanta precisión sólo va a favorecer trabas procedimentales, demoras burocráticas y otras oscuridades que son contraproducentes para sus objetivos finales.

Pero donde la ley anda más coja es en aquello que ha provocado la indignación de un número no despreciable de ciudadanos, que también deben ser escuchados. Un fundamento plenamente incuestionable de una amnistía es la restauración de la concordia en un país, que sin duda se alteró de manera muy relevante con los hechos de 2017. Las heridas todavía están a flor de piel para muchos de cualquiera de los dos bandos ideológicos concernidos, aunque también ha aumentado de manera relevante –no hay que olvidarlo– el número de indiferentes y lógicamente hastiados. Pues bien, en la exposición de motivos hay que explicar muy bien ese punto, mucho más de lo que se hace, buscando la restauración y la persecución de esa concordia. Este preámbulo de la ley se ha redactado más bien a la defensiva, previendo impugnaciones de inconstitucionalidad y con mentalidad más de abogado del Estado o fiscal que de legislador. Y se ha dejado de invertir un esfuerzo que debería haber sido decisivo para explicar ese acercamiento conciliador de los sectores de la sociedad aún enfrentados. Ese es el auténtico fundamento de la ley, y no se debería pasar por alto en el procedimiento legislativo. Sucedieron muchas cosas en 2017 y demasiadas no debieron haber sucedido jamás. Reconocer errores, aunque sea incluso a vuelapluma, es algo que muchos ciudadanos necesitan, aunque parezca que no.

Si no se hace ese esfuerzo argumentativo, quedará para la historia que el texto de la ley sólo ha servido para ponerse de acuerdo en torno a una investidura, lo que es sumamente empobrecedor, no sólo para la historia, sino incluso para el fundamento constitucional de la propia ley, que la acercaría así a evitables acusaciones de arbitrariedad. Sería positivo que tantos esfuerzos, que pueden ser muy positivos para toda nuestra sociedad, no aparezcan en la historia con esa tacha de urgencias políticas.

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