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La ampliación de El Prat y el (otro) negacionismo político

Vista aérea del Aeropuerto Josep Tarradellas Barcelona-El Prat.

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Estos días vemos cómo Canadá bate día tras día sus récords de temperaturas máximas. Justo seis meses después de que nosotros sufriéramos los rigores del frío de Filomena. “Fenómenos meteorológicos cada vez más extremos y frecuentes”, tal y como nos repite incansablemente la comunidad científica. 

Por eso nos resultan tan llamativos los llamados “negacionistas del clima”, aquellas personas que bajo el aliento de personajes como Trump o Bolsonaro afirman sin tapujos que lo del cambio climático es un complot, que los informes científicos están comprados y que el ecologismo quiere dictar el nuevo orden mundial (como ecologista, diré que lo dudo bastante…).

Pero frente a estos personajes que rozan la autoparodia, existe otro tipo de negacionismo climático bastante más peligroso: el de quienes manifiestan de palabra su compromiso para reducir emisiones, pero que no dudan en ejecutar políticas que avanzan en la dirección opuesta. La ampliación del aeropuerto de Barcelona-El Prat es un buen ejemplo.

Se ha discutido mucho sobre las implicaciones que esta ampliación tendrá sobre el turismo, el empleo o el propio modelo económico de la ciudad, fuertemente dependiente de la llegada de turistas. Se estima que cuatro de cada cinco personas que visitan Barcelona llegan en avión. El debate tiene muchas aristas, pero hay una que es indudable: si aumenta la capacidad del aeropuerto y el número de vuelos al año, las emisiones de gases de efecto invernadero crecerán en igual medida. 

Este aspecto parece no importar a los responsables del Gobierno de España y de la Generalitat, que han visto en la ampliación del aeropuerto una vía para la concordia. En una mesa de negociación centrada en el enfrentamiento por la amnistía y el referéndum, la obra de El Prat está sirviendo como moneda de cambio para limar asperezas. Aunque para ello haya que pasar por alto las implicaciones climáticas, sociales y ambientales de un modelo de transporte basado en el carbono y el queroseno. Al fin y al cabo, no será la primera vez que dos administraciones se ponen de acuerdo gracias a unas cuantas infraestructuras millonarias de por medio.

Ambas partes olvidan que tienen una obligación vinculante con la reducción de emisiones. En el caso de Catalunya, el Parlament se comprometió expresamente a “reducir el impacto climático de la movilidad que genera”. Y el sector aéreo carece de un plan a corto plazo para mitigar sus emisiones, más allá de compensaciones de carbono (de eficacia más que dudosa y alcance limitado) o mejoras en la eficiencia por viajero transportado (que no sirven frente a un aumento de la demanda). Promoviendo esta ampliación, Moncloa y Sant Jaume se alinean con el negacionismo climático en un entorno que sufrirá especialmente las consecuencias de una meteorología extrema.

En Greenpeace nos hemos sumado a las voces que, desde la Plataforma Zeroport, señalan la incoherencia que supone ampliar una infraestructura generadora de carbono en plena emergencia climática. Lo hemos hecho a nuestro estilo, con una potente acción visual junto a las pistas, pero también con rigor y soluciones. Frente a la expansión sin límites proponemos aprovechar nuestra red ferroviaria infrautilizada, para que sirva de alternativa sostenible a los vuelos cortos. Más trenes y menos aviones para una ciudad como Barcelona que, por su ubicación, ha de ser el hub ferroviario que conecte la Península con Europa. 

Si algo hemos comprobado entre Madrid y Barcelona es que, cuando el tren funciona como debe, le gana la partida al avión. Por eso demandamos que los trenes funcionen bien (también regionales y cercanías), que sean asequibles para todas las personas y que se deje de promover el transporte contaminante. No caigamos otra vez en el error de solucionar con más infraestructuras y más contaminación lo que en esencia es un problema de gestión y buen hacer.

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