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Lo que Ana Obregón no podrá comprar

La presentadora y actriz Ana Obregón en una imagen de archivo. EFE/ Zipi

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Cuando a Paula le quedaban unos días para morir mi madre tuvo que salir por la puerta de su trabajo de mala manera. Pidió la baja para poder estar con su hija. No le facilitaron nada, todo fueron malas caras y casi pierde ese trabajo. Vivió su duelo –vive su duelo– trabajando duro, combinando ese empleo con la limpieza de otras casas. Intentando crear un nuevo hogar. Todo eso con un peso en el pecho, el de las primeras semanas, que todavía recuerda y que la marcó físicamente. Cuando hoy leo sobre las violencias de Ana Obregón y su manera de hacer pasar por normal lo que es ilegal en España, solo puedo sentir orgullo de clase por mi madre.

A mí, además de indignarme por lo que supone como ejemplo de sometimiento al cuerpo de las mujeres, el caso de Ana Obregón me revuelve por lo que tiene que ver con la experiencia del duelo. Yo no he perdido un hijo, pero tengo un padre y una madre que sí han perdido una hija. Llevo cinco años observándoles, intentando cuidarles, asistiendo a su transformación. Perder a Paula les ha convertido en otras personas y, ahora que ha pasado el tiempo, veo cómo es inevitable que ellos mismos perciben que están en otra fase.

Hay cosas que nunca se superan. Supongo que esa es la parte en la que todo el mundo puede empatizar con Ana Obregón. Y sin embargo esa es la parte en la que yo no consigo empatizar con Ana Obregón. He asistido horrorizado estas semanas a una inevitable y común idea: “Ha perdido un hijo. Eso solamente lo sabe la que lo ha pasado. Es normal que pueda hacer esto, no la debemos juzgar”.

Perder un hijo o una hija no es una carta blanca que le permita a uno hacer lo que quiera en el tiempo que le queda de vida. Hay una lógica que intento combatir –en parte, porque creo que tiene algo de cierta, pero también de terrible– que consiste en que la pérdida nos hace peores. Nos vuelve más egoístas, más ensimismados. ¿Para qué actuar con nobleza si lo peor ya te ha pasado y sigues aquí, respirando? ¿Cómo empatizar con el dolor ajeno si el que tú sientes es –reconocido por toda la sociedad– como el peor, el más justificado? ¿A qué nos lleva a eso? Pues si tienes dinero nos lleva a algo evidente: que el duelo tiene clases y que, si te puedes saltar la ley, te la saltas.

Me asusta, también, lo que dice de nosotros esto como sociedad: ¿No sabemos asumir la pérdida? ¿Cuántos recovecos legales y científicos vamos a buscar de ahora en adelante porque no podemos aceptar perder a alguien que queremos? Por supuesto, como en todo futuro distópico que se precie, esto pasa a través del dinero. Solo las personas ricas y que estén dispuestas a pisotear al de al lado podrán acceder a este privilegio. Es grave que estemos hablando de un caso como este porque la gestación subrogada no es legal en España y solo un choque de intereses, en el que supuestamente acaba primando el bien del menor, hace posible este recoveco legal.

Cuidar a quien quieres, además de duro, deja un vacío. Difícil y, en ocasiones, imposible de llenar. Por eso no conviene banalizar la necesidad que una persona puede tener de seguir cuidando tras una pérdida, porque nos puede pasar a todos. Nos podemos ver, de pronto, sin un lugar, después de años cuidando. ¿Qué viene después de unos cuidados tan intensos? No hay una única respuesta. Mi madre me contaba el otro día que se encontró a una vecina que vivió de cerca todo lo que nos pasó y que dirige un centro de personas con discapacidad. Seguramente, con dudas y miedo, mi madre le dijo que se apuntara su número: “Por si necesitáis algo alguna vez”. Cuidar de alguien después de cuidar a quien más has querido no debe de ser fácil. Precisamente por aquello de volvernos más egoístas: “Ya he cuidado de la persona de la que me tocó cuidar, ahora que se apañen los demás”, podríamos pensar. Pero es una opción que no es solo más legal que la de Ana Obregón –sobra decirlo– sino moralmente mucho más aceptable.

Es posible seguir amando a la persona que ya no está sin pisotear los derechos de quienes nos rodean. Es posible encontrar en todas partes a ese ser especial, sin la necesidad de su prolongación física. Es posible aceptar la muerte, aceptar que llevas contigo a quien quieres, que le llevas a todas partes y en todo lo que haces. Es posible seguir amando en la ausencia.

A Paula nunca la he encontrado cuando me he empeñado en buscarla. Ella me ha encontrado a mí, siempre, a través de la belleza. Cada uno se relaciona con la muerte como sabe o como puede. Es lícito buscar, salvo si esa búsqueda va de la mano con retorcer la ley y dictar un discurso que, en ningún caso, debemos aceptar. Quizás Ana Obregón algún día se dé cuenta de que su hijo será el que la encuentre a ella, y eso no lo podrá comprar.

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