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De Julio Anguita, del hombre sabio y justo, aprendí, sobre todo, una filosofía de la vida. Por eso es tan difícil hoy, en unas pocas líneas, tratar de explicar el vacío que deja y asumir, al tiempo, que ya no estará. Ni con sus consejos ni con su apoyo, ni con su palabra certera, reveladora, alejada de las imposturas, en tiempo de fake news y verdades prefabricadas. Su oratoria brillante, próxima, que irrumpía en las casas de este país y le hablaba de tú a tú a la gente, no era un mero ejercicio retórico. Era la misma expresión de su ser generoso y humano, ajeno a las conveniencias, al cinismo de los cenáculos del poder, a la servidumbre de la corte y a los cálculos estratégicos que tan comúnmente atraviesan los discursos políticos.
El propio Julio se lo comentaba a Rafael Alberti, en un histórico mano a mano de camaradas de partido y andaluces de verbo ganado para la verdad: “Yo también pienso, Rafael, que la política debe tener una cierta concepción poética. Si la política se transforma en gestión, en pura administración, si no tiene un contenido propio de la creatividad, con un hacer histórico-cultural, si la política no tiene impulso poético, me parece que no hay verdadero mensaje que dar”.
Julio Anguita jamás se desentendió de su noble misión ni de su programa, que no era otro que la defensa de los derechos humanos. La izquierda, el comunismo, el republicanismo, eran su sustrato, incluso me atrevería a decir que él era, en algún sentido, la encarnación de todos esos parámetros ideológicos. Pero supo trascender las siglas en su noble propósito de defender a las personas desfavorecidas, promoviendo la unidad, el acuerdo, por encima de todas las cosas. Lo hizo con la convicción de aquellos que saben practicar judo con la vida: devolviéndole al contrincante su fuerza. Eso también lo aprendí de él, que en política te mides en función de la fuerza de tus adversarios.
Su respeto por la ciudadanía le impidió siempre el engaño y sobre las alas de la verdad impulsó su gran proyecto: ayudar a las personas trabajadoras de este país y solucionar sus problemas. Compartir con él esa convicción profunda, ahora desde el Ministerio de Trabajo y Economía Social, es hoy un consuelo en el adiós y un impulso decisivo para continuar la labor emprendida.
Muchas veces me han preguntado sobre mi militancia política, sobre fuerzas y alianzas, etiquetas y adscripciones. Recuerdo a Julio desde aquella lejana asamblea en Galicia, en 1997, el respeto mutuo que en ella fraguamos, el cariño, y nuestro último encuentro en su querida Córdoba. Es fácil decirlo: yo soy de Anguita, de sus valores, de su integridad y de su compromiso. Y al decirlo niego también que se haya ido. Porque Julio permanece y permanecerá en todas y todos aquellos que creemos en el bando de la ética y de la alegría que él representó. Hasta siempre, compañero.
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