Hace unos años, una de mis mejores amigas me dejó quedarme en su casa durante una semana en verano porque yo era incapaz de escribir a más de 35 grados en un piso sin aire acondicionado. El suyo, con aire en toda la casa, era un ático del madrileño barrio de Chamberí, cerca de la plaza de Olavide.
Según datos publicados por el Ayuntamiento de Madrid, Chamberí es el distrito con mayor proporción de mujeres de todo Madrid, en el 2018 era el distrito con los vecinos “más felices” y también con la población más avejentada, su esperanza de vida al nacer actualmente está en 85,2 años. El 11,33% de la población es migrante, la mayoría personas italianas.
La plaza de Olavide tiene varias terrazas y en verano es común cuando empieza a refrescar, que la gente baje a tomarse algo fresquito y que las criaturas jueguen en el parque infantil de la plaza. En las terrazas, las mujeres, parecen uniformadas: atuendo de riguroso lino en tonos marfil y alpargatas menorquinas; en el parque infantil, criaturas rubias con cuidadoras racializadas. Todas saben cuál es su lugar en ese espacio. Sin embargo yo, al no ser endémica, usurpaba un sitio que claramente no me correspondía en esa jerarquía social, estaba en la terraza.
Recuerdo la incomodidad de todas las miradas sobre mi piel marrón, sobre mi ropa de algodón negro, mi cabeza rapada. La sensación de miles de pequeños alfileres clavándose en mi carne migra. Los ojos que al mirarme me preguntaban ¿qué estás haciendo aquí? ¿tú quién eres? ¿entraste de ilegal? ¡Vuélvete a tu país! Una semana más tarde volvía corriendo a mi barrio, que aunque asfixiante por el calor, es mucho más habitable para un cuerpo como el mío.
El pasado 8 de marzo he vuelto a tener la misma sensación de confusión espacial. Los alfileres, ahora cuchilladas atravesando el cuerpo, las preguntas convertidas en afirmaciones: “qué dicen todas estas sin papeles”; “hijas de puta”; “regresen a su país”, nos gritaban las señoras de bien con un pañuelo morado al cuello con las siglas del partido de gobierno y un corazón. Y de pronto, el intento de un hombre cis blanco de pegar a una de nuestras compañeras migrantes. Ese gesto que nos hizo (corte de manga), ese ademán de soltar un puño al rostro de nuestra compañera, en muy poco se diferencia de las prácticas violentas y abusivas de los conquistadores con los pueblos originarios. De los esclavistas hacia los esclavizados. Siguen pensando que son los amos y que les debemos sumisión: “después de que les damos de comer” nos dijo mientras exigía que nos volviéramos a nuestro país.
Que esto suceda en el espacio de una movilización social como la manifestación feminista del 8 de marzo es un claro cuestionamiento a nuestra presencia como personas migrantes y racializadas en los espacios públicos, que surge del racismo estructural presente en todas las dimensiones de nuestra vida. Podemos vivir aquí pero sin quejarnos, podemos estar aquí pero si tenemos historias de vida sufrientes, sumisas, trágicas, para que desde su complejo de salvadoras blancas, puedan quedarse con la conciencia tranquila. Lo que a sus ojos no podemos hacer es tener participación o identidad política; tener agencia, decidir que no queremos vivir siendo violentadas por el racismo, la transexclusión o toda la serie de violencias machistas que se ejercen sobre los cuerpos de mujeres racializadas y migrantes.
La diferencia entre la plaza de Chamberí y la manifestación convocada por la Comisión 8M del movimiento feminista de Madrid, comisión a la que muchas de nosotras pertenecemos, es que en la Plaza de Olavide asumiría incluso estas reacciones a mi presencia en el espacio público como algo “normal” porque estoy invadiendo su supuesto territorio. Sé que no debería ser así, porque sería deseable cierto derecho a moverme por la ciudad en la que vivo con total libertad y sin miedo a sufrir racismo y discriminación. Sin embargo, todas sabemos que hay barrios con mayor población migrante precarizada que otros, así como sabemos que la llamada “inclusión” no es más que una farsa, una falacia que nos exige asimilarnos culturalmente pero que no promete ningún tipo de equidad real, ni mejora material de nuestras condiciones de vida.
Si se supone que el feminismo es la casa de todas, entonces también deberíamos suponer que una manifestación feminista debe ser un lugar seguro para todas, pero no lo es, porque el intento de golpear a una compañera migrante y racializada es solo la punta del iceberg de todas agresiones racistas que sufrió el bloque migrante y racializado durante la manifestación. Hemos sufrido exotización y ridiculización de nuestros cuerpos y colectivos; acoso por parte de fotógrafos, poniendo en riesgo a compañeras como las de la diáspora china, para quienes salir a las calles y verse expuestas les puede traer serias consecuencias; insultos constantes en reacción a nuestros lemas. Se nos instó constantemente a irnos protestar a nuestros supuestos países de origen, recordándonos lo obvio: que “esto no es Latinoamérica”. No pudimos manifestarnos con tranquilidad porque hemos tenido que estar alerta y pendientes todo el tiempo; nos vimos obligadas a formar un cordón de seguridad de emergencia para protegernos, lo que igualmente no impidió empujones y codazos claramente intencionados. Y con todo lo vivido yo me pregunto: ¿por qué no podemos salir a manifestarnos con tranquilidad? ¿Por qué en un espacio de reivindicación política tenemos que estar en tensión constante y alertas a cualquier tipo de agresión? ¿Por qué una vez más es tarea de las migrantes y racializadas hacer pedagogía antirracista? ¿Por qué los hombres que asisten a la manifestación no son capaces de no reproducir las dinámicas patriarcales con las que tenemos que lidiar todos los días? ¿Por qué, tenemos que negar nuestros orígenes, para ser menos incómodas?
El tejido migrante se ha convertido en un sujeto político con identidad propia, con memoria y genealogía, sobre todo gracias a las luchas de las que llegaron antes que nosotras. Porque España nunca ha sido blanca, por mucho que se empeñen en buscar las “olas” de la migración. Y también porque llegamos a este territorio con nuestras propias formas de hacer política. Muchas de nosotras venimos de las luchas sociales de nuestros países, o las hemos heredado de nuestras mayores. Tenemos un proyecto de futuro, tenemos una agenda política y también tenemos la fuerza suficiente para dejar en claro nuestras reivindicaciones. El solo hecho de salir a la calle ya es un acto de transformación política; poner nuestros cuerpos racializados en espacios mayoritariamente blancos, nos vulnerabiliza a la vez que nos hace más fuertes como comunidad.
Llegamos para quedarnos y no solo no pretendemos irnos, (entre otras cosas porque para muchas éste es su país), sino que tampoco vamos a callarnos. Nosotras también decimos se acabó.