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OPINIÓN | 'Ingenio de disuasión masiva', por Elisa Beni

Antisemitismo e islamofobia

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Cuando Adolf Hitler comenzó a escribir en 1924, en la prisión de Landsberg, 'Mein Kampf', la biblia del nacionalsocialismo, volcó en su obra una concepción ultranacionalista y supremacista de la nación alemana y, en particular, un antisemitismo feroz, un odio irracional que condujo al exterminio por el régimen nazi de cerca de seis millones de judíos, además de varios millones de gitanos, homosexuales, disminuidos físicos y psíquicos, comunistas y socialistas, entre otros. 

El holocausto de los judíos fue la culminación de un sentimiento antisemita presente en Europa en diversos grados desde la Edad Media. En principio, se trataba, más que de antisemitismo, de antijudaísmo, ya que se basaba en el rechazo religioso, promovido por la Iglesia católica, que les acusaba de haber matado a Jesucristo, aunque él también era judío, promoviendo además la animadversión hacia ellos con truculentas historias de falsos crímenes horrendos. Esta hostilidad religiosa, que duró hasta la segunda mitad del siglo XX, fue en su día el sustrato ideológico que permitió la expulsión de los judíos de muchos países europeos: Inglaterra (1290), Francia (1306). Austria (1421), España (1492), Portugal (1496). Los que continuaron en Europa se concentraron especialmente en el Este, donde vivían en pequeñas ciudades de mayoría judía –shtetls–, o en guetos (del barrio veneciano de Ghetto) segregados en las ciudades de mayoría cristiana.  

A finales del siglo XIX, con el nacionalismo y etnicismo derivados del romanticismo, el antisemitismo incorporó un componente racista cimentado en teorías de conspiraciones falsas y absurdas, con libelos como 'Los Protocolos de los Sabios de Sion', elaborado por la Ojrana –policía secreta del zarismo– para justificar los pogromos que tenían lugar periódicamente, como el de Chisinau (actual Moldavia) en 1903, Byalistok (actual Polonia) en 1906, o los que llevó a cabo el ejército blanco en la guerra civil rusa (1917-1923), en los que murieron entre 70.000 y 250.000 judíos. En todos los casos se trataba de dirigir la frustración o la ira de la población ante crisis económicas, alimentarias o de cualquier otro tipo, hacia una minoría diferente que valía como chivo expiatorio, para desviarla de sus verdaderos responsables, que se encontraban entre los poderosos –políticos o económicos– de su misma religión y etnia.

Los nazis, y en general la extrema derecha, hicieron un totum revolutum con los enemigos de la patria, que eran los judíos, los comunistas y los masones, entre los que se suponía una connivencia para destruir los valores cristianos y nacionales. El antisemitismo se expandió por Europa en los años treinta del siglo pasado, o durante la Segunda Guerra Mundial, siempre de la mano de regímenes conservadores o extremistas de derechas, cuando no directamente fascistas, y se tradujo en persecuciones, latrocinios y asesinatos en masa. En algunos casos con entusiasmo: la Italia de Mussolini, la Hungría de Horthy, la Rumanía de Antonescu, la Eslovaquia de Tiso, la Croacia de Pavelic, la Bulgaria de Filov, los Nacionalistas Ucranianos de Bandera. En otros, por líderes impuestos por los ocupantes alemanes: la Francia de Pétain, o la Noruega de Quisling. En la España franquista no hubo represión de los judíos, porque eran muy pocos, no había masa crítica, pero la prensa del régimen, sobre todo en los primeros años, les culpó retóricamente –también aquí en sintonía con marxistas– de todos los males del mundo. La propaganda franquista achacó al contubernio judeo-masónico la llegada de la república y el aislamiento que sufrió España después del fin de la guerra mundial. Siempre con el apoyo de la Iglesia, hasta el concilio Vaticano II.

Curiosamente, ahora los mejores valedores que tiene Israel en la mayor parte de Europa, incluida España, son los partidos de derecha y de extrema derecha –con excepciones en estos últimos–, que han pasado sin inmutarse del antisemitismo a la islamofobia en pocas décadas. Para la derecha ha sido fácil, tiene un fino olfato para detectar cuál es el lado de los fuertes, que identifican generalmente –con razón– con EEUU, a los que se adhieren instintivamente. Jamás los verás apoyar a los pobres, a los desheredados, a los oprimidos. Cuando los judíos eran identificados por los poderosos como un peligro para sus privilegios, los atacaban. Ahora que los israelíes están en el bando de los buenos, apoyados por el patrón americano, están de su parte, hagan lo que hagan. Los malos han pasado a ser los musulmanes, son los que pueden poner en peligro el statu quo en el que tan felizmente viven. Ahora los antisemitas, según ellos, son los progresistas e izquierdistas, porque condenan la colonización de los territorios palestinos y la matanza de Israel en Gaza, a pesar de que hayan condenado previamente con contundencia los atentados terroristas de Hamás y la toma de rehenes. Eso se elude. Aunque la brutalidad del gobierno israelí sea condenada por muchos judíos ilustres como Noam Chomsky, Norman Finkelstein o Avi Shlaim. ¿Son también ellos antisemitas?

La extrema derecha lo tiene un poco más difícil, pues en su seno hay grupos que todavía se identifican con símbolos y saludos nazis. Es muy difícil acusar a otros de antisemitas cuando llevas la cruz gamada en tu bandera. No obstante, sus dirigentes no tienen ningún problema para aprovechar la débil protesta de la izquierda contra Israel en su favor. Marine Le Pen –hija y sucesora de Jen-Marie, que fue condenado por manifestaciones antisemitas– se pone al frente de una manifestación proisraelí. Giorgia Meloni –procedente del MSI, sucesor y heredero del fascismo italiano de las leyes raciales– asegura a Netanyahu que trabajará para coordinar el apoyo internacional a Israel. Santiago Abascal visita Israel para apoyar a Netanyahu en su enfrentamiento con España. En Madrid, el Partido Popular y Vox otorgan la medalla de honor de la ciudad al “pueblo israelí”, justo cuando las Fuerzas de Defensa de Israel están masacrando a los palestinos.

En España, los herederos del franquismo, los que nunca han condenado una dictadura amiga de los regímenes nazi y fascista, acusan ahora a la izquierda de ser antisemita. El mundo al revés. Pero no es así, se puede sentir simpatía por los judíos, que tantos grandes hombres han dado a la Humanidad, incluido Marx, y aborrecer lo que los últimos gobiernos israelíes están haciendo en Palestina y con los palestinos. Condenar la matanza indiscriminada en Gaza de más de 17.000 personas, de los que el 70% serían, según la ONU, mujeres y niños, y solo un pequeño número serían miembros de Hamas; sentir repugnancia ante la destrucción de viviendas, escuelas, y hospitales, ante la muerte de niños y adultos por falta de medicinas o de oxígeno, o por el bloqueo y destrucción de ambulancias; indignarse ante la noticia (Save the Children) de que desde el 7 de octubre hasta el 1 de diciembre, soldados o colonos israelíes han asesinado al menos a 63 niños (más de cien en el año), en Cisjordania, donde no ha habido ningún atentado y Hamas no tiene presencia, no es antisemitismo, es decencia, es un deber de humanidad, es un clamor de justicia. 

En Europa y EEUU se asume sin más el derecho de Israel a defenderse, como si eso justificara la muerte de 7.000 niños, pidiendo tímidamente moderación, pero sin anunciar ninguna medida coercitiva si no se acepta el consejo. ¿Hasta dónde tiene que llegar la masacre para que reaccionemos de verdad? El Gobierno de Israel esgrime el antisemitismo cada vez que se critica sus crímenes de guerra, así también la Corte Internacional de Justicia y la Asamblea General de Naciones Unidas serían antisemitas. Es una utilización torticera del crédito y simpatía que el mundo concedió a los judíos después de haber sufrido el mayor genocidio de la historia de la Humanidad. Pero ya está bien. Eso no les da derecho a saltarse todas las leyes internacionales y humanitarias. Debería darles vergüenza utilizar el sufrimiento de sus ancestros para que el sufrimiento que ellos causan quede impune.

Calificar de antisemitismo la crítica de las desproporcionadas represalias israelíes, es como calificar de racismo la condena del genocidio de los tutsis en Ruanda o de la represión de los uigures en China, porque sus protagonistas fueron o son negros o asiáticos. Aunque los israelíes fueran de religión budista o de color verde, sus acciones serían igualmente reprobables. De hecho, el propio término es falso, por más que haya hecho fortuna, ya que no existe una raza semita, y menos limitada a los judíos. Los semitas son un conjunto de pueblos que se suponen descendientes de Sem, hijo de Noé, y que hablan lenguas semíticas, entre los cuales estarían incluidos los árabes originarios de la península arábiga.

Ahora la derecha, extrema o no, apela recurrentemente al peligro islamista. Es su nuevo fantasma. El islam solo representaría terrorismo, amenaza, crimen, sin contar con la invasión silenciosa que nos va a convertir en Eurabia en poco tiempo. El mismo odio que se tenía hace cien años a los judíos se dirige ahora a los musulmanes, aunque hoy en día sea imposible un exterminio como aquel, afortunadamente. Desde luego, no odian a los árabes del Golfo que son ricos y pueden celebrar conferencias sobre el cambio climático o mundiales de fútbol. Solo a los pobres, palestinos, iraquíes, afganos, magrebíes, a los que emigran para sobrevivir. Cisjordania y Gaza son dos grandes guetos de los que solo se puede salir con permiso y bajo control. En muchos lugares de Europa, los musulmanes viven también en algo parecido a un gueto, como en la banlieue de Paris. Los musulmanes son los nuevos judíos.

La izquierda calla cuando se la acusa de antisemitismo. Pero callar no arregla nada. Hay que exigir a la derecha que con la misma contundencia con la que condenan los atentados terroristas condenen la matanza que está llevando a cabo Israel, del mismo modo que la izquierda condena ambas cosas por igual, a pesar de la desproporción. Que apoyen un alto el fuego ya. Y si no, que se callen ellos, porque son crueles y no dicen la verdad.