Arriba los parias del dato
* Artículo publicado en glocalistas.netArtículo publicado en glocalistas.net
La pasada semana un tribunal de la Unión Europea, ante la demanda del activista austríaco Max Schrems, sentenció que los centros de datos de EE.UU no eran seguros para proteger los datos de los ciudadanos europeos. El caso, conocido como “Europa versus Facebook”, deja de considerar a Estados Unidos como un “puerto seguro” para nuestra información.
No deja de haber quiénes consideran que la sentencia, dictada pocas semanas después de que una agencia estadounidense destapara el escándalo de las falseadas emisiones contaminantes de los motores Volkswagen, ha de entenderse en una dinámica de soterrada guerra comercial Europa-EE.UU. Sea o no cierto, pensemos que Facebook tiene ya un valor bursátil de unos 270.000 millones de dólares, y que ha sido la compañía que más rápido ha llegado a ese valor en la historia. A su lado, Volkswagen valía 160.000 millones antes del escándalo, y 130.000 una semana después.
Facebook sabe con quien nos relacionamos, quiénes son nuestros amigos, dónde viajamos y qué cosas nos gustan, y casi todos lo usamos gratis. Volkswagen fabrica coches que no son precisamente baratos, y ocupaba en 2014 el segundo puesto en esta actividad a nivel mundial. Facebook hoy vale el doble que Volkswagen. Volkswagen no sabe nada de nosotros salvo que, si conducimos un automóvil de su marca, posiblemente estaremos enfadados (algo que también sabe Facebook, y con mayor precisión).
Desde hace décadas, no hay fabricantes de coches españoles. Una pena que el país no diera para afrontar el inicio de la globalización en ese sector porque, desde entonces, los miles de familias que dependen de las fábricas de coches en España contienen la respiración cada seis meses. Como se ve somos, esencialmente, un país de parias del automóvil: obreros y usuarios. Unos pagan a las multinacionales automovilísticas con su trabajo, otros con su dinero.
Durante nuestra reciente crisis se han emitido numerosos juicios sobre el papel de Alemania. Simplificando, una de las narrativas dice lo siguiente: desde los años ochenta, Alemania, contribuyente principal a las políticas de cohesión, aportó fondos a la Unión Europea para que nosotros, países del Sur de Europa, construyéramos autovías y autopistas. Después, apoyándose en su potente sistema industrial, nos vendió los coches de media y alta gama para circular por esas autopistas. Finalmente, cuando todo se vino abajo, nos recriminó haber gastado todo el dinero en cemento. “No ahorrasteis, no hicisteis política industrial”, vinieron a decir, “os gustaba demasiado la buena vida”. El país que engulló a nuestra vieja Seat nos iba después a castigar con la austeridad.
Sin embargo, las autopistas de alquitrán no son las únicas que hemos construido en estos últimos años. También hemos puesto en marcha las “autopistas de la información”, ocultas, silenciosas, pero repletas de tráfico de todo tipo: chats, correos electrónicos, conversaciones, vídeos, series, música, etc. Una parte significativa de nuestra vida viaja por ellas. Como en el sector del automóvil, tampoco la industria pesada de las telecomunicaciones es española. También en este apartado, el nuestro es un país de usuarios capturados a base del señuelo del servicio gratis o low-cost: Google, Facebook, Twitter, Whatsupp, o los más recientes Über o AirBnB son ejemplos claros. Como avispadamente señala Evgeni Mozorov, a cambio de servicios relativamente triviales, hemos sido víctimas de un doble timo: primero, cedemos uno de nuestros bienes más preciados: la privacidad. Después, una vez Facebook, Google y compañía han conseguido hacerse con los datos las vidas de millones de nosotros, nos empiezan a cobrar por unos servicios que, precisamente sin nuestra información, no valdrían nada.
De modo que, pongámoslo en claro, no es que la privacidad haya dejado de existir, sino que la hemos privatizado. Sí, hemos privatizado la privacidad con nuestro consentimiento. No es que un gobierno “gran hermano” lo sepa todo de nosotros. Los gobiernos no saben casi nada de nosotros, sólo lo que pagamos a Hacienda, las veces que vamos al médico y alguna cosa más, y ni siquiera son capaces de cruzar estos pocos datos. El verdadero problema es que el gran hermano es una multinacional privada y extranjera. El verdadero problema es que esa multinacional tiene su cuartel general a miles de kilómetros de aquí, en algún centro de datos en Silicon Valley o más allá, que no tiene ni siquiera un lugar donde reclamar que se modifique o cancele la información que guardan de nosotros. Y el verdadero problema es que tampoco tenemos realmente control sobre a quién se ceden esos datos ni para qué. Perdón, “para qué” sí lo sabemos: para vendernos “cosas”, más servicios, viajes, objetos, moda, más tecnología. Por eso Facebook vale el doble que Volkswagen y Google vale el triple.
De modo que los datos sobre nuestras vidas, cada vez más interconectadas, son una mina de oro. Una mina de oro, de acuerdo, que no hemos sabido ver hasta que alguien de fuera como Facebook o Google se ha fijado en ella. Y un oro que sólo sabe extraer quien posee, como ellos, tecnología realmente ingeniosa. Pero, así y todo, la mina está aquí, junto a nosotros. Todos juntos somos esa mina. Y en las sociedades avanzadas las minas no se explotan de un modo colonial sino que sus derechos de explotación se regulan, y se vela porque los beneficios, en forma de empleos o de servicios para la población, se visualicen a nivel local.
Y éste es un tema sobre el que la izquierda no acaba de posicionarse. Lo intrincado de la tecnología dificulta la comprensión de las implicaciones de estos fenómenos sobre nuestra autonomía individual, sobre nuestros derechos cívicos y sobre nuestra economía. Pero de no prestarle la merecida atención, daremos carta de naturaleza a una nueva división de clases. Por un lado, los “parias del dato”, la inmensa mayoría de nosotros, esforzados productores de datos y, por otro, unselecto grupo de neo-capitalistas, descamisados y con vaqueros, que explotan con descaro nuestra privacidad para hacer crecer exponencialmente sus fortunas personales.