Se hace difícil ahora, en plena crisis, pensar en dentro de unas semanas. Estamos concentrados en superar un día tras otro, en lo esencial y en ayudar a los nuestros y a los demás, y en eso tienen que centrarse todos los esfuerzos individuales y colectivos. También parece demasiado pronto para hacer balances, cuando estamos salvando vidas. Tenemos que darnos tiempo. Pero, a pesar de todo, se abren paso algunas reflexiones. No hay nada más humano que pensar en salir adelante, buscar en las rendijas y tener ganas de cambiar las cosas para mejorar cuando se dé la mínima oportunidad.
A diferencia de otros episodios históricos en los que las epidemias sí podían ser atribuidas, en buena medida, a las pésimas condiciones de salubridad e higiene de la ciudad, en el episodio que estamos viviendo en estos momentos, y exceptuando casos muy concretos, en Barcelona, en Catalunya y en España en general no podemos afirmar que las ciudades hayan sido culpables de la feroz propagación del virus y de la crisis sanitaria que estamos sufriendo. Aunque es evidente que la agrupación multitudinaria de personas facilita el contagio, deberíamos tener en cuenta también que la gestión política de las medidas de confinamiento o su grado de cumplimiento por parte de la población, así como los recursos sanitarios disponibles, han sido más determinantes que las condiciones físicas de la ciudad.
No obstante, la pandemia sí nos ha obligado a adaptar rápidamente la ciudad a nuevos requerimientos consecuencia de la situación de emergencia sobrevenida y, al mismo tiempo, nos ha obligado a pensar cómo vivimos y cómo funcionamos en estos momentos. Y, sobre todo, nos ha comprometido a repensar cómo queremos vivir en las ciudades en el futuro y qué tenemos que hacer y cambiar si queremos ser más resilientes ante episodios futuros como el que sufrimos. Todo hace pensar que se producirán más de estos episodios, y las ciudades tienen que ser parte de la solución.
De hecho, la situación de confinamiento y de paralización de la actividad ordinaria nos ha aportado una nueva distancia con respecto a la ciudad y un tiempo de pausa que nos ha permitido enfocarla de una forma en la que habitualmente no podíamos hacerlo.
Por un lado, nos ha acercado a las viviendas. El confinamiento prolongado dentro de los hogares nos ha permitido experimentar y “sufrir” la calidad y las prestaciones de las viviendas como nunca antes lo habíamos hecho. Muchísimas familias están pasando estos días de confinamiento en viviendas de dimensiones mínimas, con ventanas minúsculas, sin ningún espacio digno donde poder contactar con el exterior. Edificios residenciales con espacios comunitarios, como vestíbulos y escaleras, reducidos a la mínima expresión y con un pobre comportamiento energético.
Ya lo sabíamos, pero ahora, debido al confinamiento, hemos tomado conciencia de que disponemos de un parque de viviendas construido bajo los principios del rendimiento económico del suelo y diseñado para cumplir estrictamente una normativa de mínimos. Nos damos cuenta ahora de que nos han hecho creer que disponer de una terraza o de un balcón que nos permitan “hacer vida” en ellos es un lujo, cuando estamos comprobando que es una necesidad y que todas las viviendas deberían disponer de un espacio así. Nos encontramos en una situación que nos revela crudamente la importancia de garantizar el acceso a una vivienda digna y que bien merece una reflexión profunda y, sobre todo, una acción política y técnica decidida para revertirla.
Un buen ejemplo para ilustrar lo que intentamos explicar es el edificio de viviendas de la cooperativa La Borda, en el antiguo recinto industrial de Can Batlló: un edificio con espacios comunitarios de gran calidad y generosos, con un buen sistema de aislamiento y de ventilación. Que el material por antonomasia sea la madera no es casualidad. Todo unido, no lo olvidemos, permite que las facturas de consumo energético sean más reducidas. Y con respecto a garantizar un buen contacto con el exterior, todas las viviendas del edificio poseen balcones y buenas ventanas, y las alturas interiores están por encima de las recomendaciones, dando así una importante sensación de amplitud a quien pase muchas horas en su interior. Esto demuestra que la arquitectura residencial no tendría que proyectarse solo para cumplir la normativa sino para generar buenos espacios para vivir, y nos indica hacia dónde deben ir los cambios en materia de vivienda de las próximas promociones públicas y privadas que se impulsen en la ciudad y en el país. Ya no podemos esperar mucho.
Por otra parte, esta situación nos ha alejado del espacio público de la ciudad. Desde nuestros hogares, hemos podido observar la ciudad sin nosotros, sin nuestra actividad. Hemos visto fotografías y mapas de Barcelona y de muchas otras ciudades sin su habitual niebla de polución atmosférica. Hemos podido observar qué ocurriría si cambiáramos el modelo de movilidad y dejáramos de estresar los sistemas urbanos con el uso abusivo del vehículo privado contaminante. Hemos visualizado cómo la naturaleza, la vegetación y la fauna se reapropian de los espacios urbanos.
Con la movilidad reducida, hemos exprimido el potencial de la tecnología para comunicarnos y, de repente, hemos imaginado un futuro en el cual podemos prescindir de determinados desplazamientos innecesarios y hacer buena la frase: “El mejor desplazamiento es aquel que no es necesario”. Pero hemos comprobado también el valor de la proximidad: el valor de disponer de una tienda de comestibles cerca de casa para poder hacer la compra; el valor de tener vecinos y vecinas que ayudan a otros que están enfermos o tienen dificultades; el valor de poder disponer de unos servicios urbanos, como la limpieza o la recogida de residuos, que, gracias a tener una ciudad compacta, pueden ser mucho más eficientes. Disponer de unos equipamientos públicos urbanos próximos y polivalentes nos hace ser más resilientes.
El proyecto “Pabellón Salud” que el Ayuntamiento de Barcelona ha puesto en marcha estos días y que ha reconvertido pabellones deportivos en espacios hospitalarios en un tiempo récord, si lo comparamos con la construcción de hospitales llevada a cabo en China, es uno de los ejemplos más destacados y brillantes de lo que puede ser un modelo urbano resiliente y una Administración pública lúcida y ágil. En definitiva, disponer de barrios con diversidad de actividades, comercio de proximidad o equipamientos, es decir, de un modelo urbano de “distancias cortas”, nos hace más resilientes.
Pese a que estos días algunas voces reivindican la distancia y la baja densidad como posible respuesta a la crisis sanitaria, estamos convencidos de que es necesario seguir defendiendo y construyendo un modelo de ciudad compacto, de proximidad, con una densidad razonable que la haga posible y con un parque de viviendas digno, que no haga de la densidad un problema. Sin duda, existen razones para debatir y cuestionar cuál es esa densidad urbana razonable. Pero nos equivocaremos si lo planteamos solo desde el riesgo de contagio que puede implicar y no integramos en esa reflexión cuestiones de eficiencia y sostenibilidad urbana, de equilibrio territorial o de justicia social, entre otras.
La Covid-19 pasará y saldremos adelante. Pero cuando tengamos que reactivar la ciudad será necesario ir más allá y no olvidar que la crisis sanitaria, tal como hemos comentado anteriormente, nos ha hecho ver que ya teníamos otros virus, como la emergencia climática o las desigualdades. El verdadero riesgo de la crisis actual es que la necesidad de activar la economía signifique una regresión en las políticas para la emergencia climática y un incremento de las desigualdades sociales, que son cuestiones estructurales y que también están directamente vinculadas a la salud de la población.
Los datos nos muestran claramente que la Covid-19 penetra en el mapa de desigualdad de la ciudad y reproduce el clásico mapa de esperanza de vida. En Nou Barris hay tres veces más contagios que en Sarrià-Sant Gervasi. Esta pandemia nos hace ser mucho más conscientes de lo que quiere decir barrios vulnerables y población en riesgo, y de la amenaza que supone para los colectivos que poseen menos recursos, pisos más pequeños y no pueden permitirse el acceso a internet.
Tenemos que aprovechar el paso adelante tecnológico que nos hemos visto obligados a realizar estos días y avanzar hacia un nuevo modelo de ciudad metropolitana, un modelo que fortalezca los servicios públicos de proximidad, vividos como bienes comunes, y que sitúe los cuidados y su distribución equitativa en el centro de la vida.
Tiene que ser un modelo que nos permita “sanear” la ciudad de contaminación y ejercer el derecho básico de respirar un aire limpio; un modelo en el cual recuperemos el espacio público para convivir, construir fraternidad y celebrar diferencias, para ir a pie tranquilamente, con más verde y menos cemento, con más bicicletas y menos coches; un nuevo modelo donde la ciudad no sea terreno de juego de la especulación, donde el suelo y la vivienda salgan para siempre de los circuitos del capital y del beneficio privado, donde el urbanismo social y ecológico, con las economías cooperativas y comunitarias, vaya tejiendo las condiciones cotidianas para una existencia digna.
Hay que reconvertir, además, la ciudad turística en una ciudad productiva que apueste por una producción de kilómetro cero de alto valor añadido, donde los pisos turísticos ilegales se convierten en pisos de alquiler asequible. En definitiva, hay que encontrar un nuevo modelo de proximidad en el que las ciudades sean lugares para cuidar la vida y el planeta en común y nos hagan menos vulnerables y más resilientes al horizonte de incertidumbres y riesgos climáticos, sociales, económicos y sanitarios, que, con toda seguridad, tendremos que seguir afrontando.
Tenemos ahora una gran oportunidad para dar los primeros pasos de una nueva época. Entre todos y todas tendremos que escoger: o volver a la “normalidad” de la contaminación y el individualismo o continuar con la solidaridad y la cooperación, tan intensa estos días, hacia una ciudad más democrática, segura y saludable.