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Bukele, el modelo

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El fenómeno de Nayib Bukele que reivindica una estrategia militarizada y de suspensión de derechos para combatir a las maras salvadoreñas se empieza a presentar, por increíble que parezca, en un modelo sublimado por las redes sociales, pero también por políticos que encuentran en su autoritarismo una tentadora respuesta a los problemas de inseguridad que padecen los países latinoamericanos y en una baza electoral irresistible. Bukele es cortoplacismo y expresión del deterioro de los regímenes democráticos, de la superficialidad y de la estrecha memoria histórica de la que adolecemos.  

En las últimas semanas, las noticias han girado alrededor de la apertura de una cárcel, según los comunicados presidenciales, para 40 mil personas. Una locura. Sobre el centro penal se sabe poco, casi solo la propaganda publicada por el Gobierno en sus videos y canales oficiales en los que policías encapuchados son parte de un indigerible espectáculo de control y sometimiento sobre presuntos mareros. Fue construido en un tiempo récord, lo cual, en cualquier país más o menos funcional, generaría sospechas tanto por el opaco manejo de fondos públicos, puesto que se aprobó un presupuesto del que no se han rendido cuentas, como por la propia gestión que una obra de semejante envergadura requeriría. 

Todos los expertos coinciden en que las mega cárceles son, per se, inmanejables; masifican a la población penitenciaria, incentivan el autogobierno de los grupos criminales y la pérdida de control por parte del Estado lo que se traduce, tarde o temprano, en más violencia, como lo acredita la escalofriante experiencia ecuatoriana. Ello es especialmente evidente en países que no cuentan ni siquiera con los recursos para la contratación del personal. En un lugar como El Salvador, cuyas tasas de prisionalización y hacinamiento son de las más altas del continente, según el World Prison Brief, resulta difícil pensar, si ya el Estado ha sido históricamente incapaz de mantener las prisiones con algún nivel de cumplimiento de los estándares internaciones, que esto no vaya a empeorar. De hecho, a día de hoy nada se ha explicado respecto a qué procesos se han seguido para contratar los equipos de seguridad o los del funcionariado que atenderán a los presos. O si los habrá, claro, porque la retórica del Gobierno, en el fondo, legitima la construcción de campos de concentración en toda regla. Por tanto, cualquier consideración ética o que respete los instrumentos constitucionales y convencionales sobre la sanción penal es prescindible.  

Viralizado el show de la inauguración carcelaria, he escuchado a algunos cargos políticos de Argentina, Colombia y Costa Rica —aunque seguro habrá más— calificando de modélicas las políticas autoritarias de Bukele. Es difícil entender, sino es porque se explique en auténticas pulsiones antidemocráticas que aún laten en nuestro entorno o en una ingenua y profunda ignorancia, que haya quienes utilicen el caso salvadoreño —cuyas particularidades en cuanto a las bandas no son extrapolables— para proponerlo como un ejemplo mínimamente imitable. En términos generales, El Salvador es un Estado con problemas heredados de un conflicto civil y de una estructura social tan desigual que hoy puntúa en los peores lugares en los índices institucionales, como el del World Justice Project que lo situó, en el estudio sobre Estado de Derecho, publicado en enero de 2023, en el puesto 103 de 140.

Bukele ha desarmado a las bandas de maras, eso es así, pero lo ha hecho por medio de un régimen de excepción, con centenares de policías en las calles haciendo aprehensiones a mansalva, que en el camino está dejando decenas de víctimas colaterales todas, por supuesto, provenientes de barrios pobres. La documentación que organizaciones o medios independientes han hecho, como Human Rigths Watch o El Faro, son espeluznantes: niños recluidos, detenciones sin orden judicial, reprocesamientos de personas que ya habían sido absueltas, muertes en cárceles, complicidad de jueces y fiscales, etc. 

La superficialidad y el simplismo pueden ser muy seductores y juegan a favor de la fauna política a la que ha demostrado pertenecer Bukele. Poco importa en qué derivará la desarticulación momentánea de las maras, ni el resultado en el largo plazo que ese encarcelamiento producirá. Mucho menos las flagrantes violaciones a los derechos humanos, no los de los presuntos integrantes de las maras -que también- sino los de los inocentes detenidos o desplazados sin indicios ni pruebas.

Lo que importa es la sensación de seguridad de la que presume el señor Bukele que aunque insostenible es capaz de generar todos los réditos electorales. Todo encaja en su anuncio de optar por la reelección pese a que la Constitución la prohíbe. En una sociedad anclada en el miedo, como recuerda Steven Forti, en su extraordinario libro “Extrema Derecha 2.0”, la construcción de enemigos —la delincuencia, en nuestros países, como una categoría genérica y difusa— nutre a movimientos como el del presidente salvadoreño que parten de una falsa dicotomía. Se nos divide entre buenos y malos. Malos son, aparte de los delincuentes, todos aquellos que piensan que los límites y la prevalencia del Estado de Derecho son una condición necesaria para la convivencia civilizada. Decir esto es una obviedad, pero debe hacerse: encender las alarmas por el giro autoritario del bukelismo no supone defender la impunidad de las maras. Lo que pasa es que el fuego no se apaga con gasolina.

Los medios tienen también una responsabilidad. Si el enfoque, quizás porque se trata de un país con poco peso geopolítico, se queda en lo anecdótico se estará blanqueando la erosión de los valores democráticos que en América Latina son aún endebles. Dejar que las noticias graviten en torno a las pasarelas de reclusos desfilando como bestias y sometidos al poder de la policía es un síntoma bastante palmario de  deshumanización. Eludir el abordaje de las graves denuncias contra Bukele por atacar a la prensa, debilitar la independencia de los jueces, vulnerar el debido proceso y hacer un manejo opaco y nepotista de las finanzas es caldo de cultivo para más mesianismos populistas y punitivistas. 

Los muertos en Centroamérica durante la década de los 80 llegaron a 300 mil personas, la mayoría víctimas del propio Estado. Aquel pasado está, para nuestra desgracia, cada vez más presente. Lo hemos visto en Nicaragua y lo estamos viendo en El Salvador. Hasta hace muy poco había consensos que parecían zanjados, ahora no. Las olas democratizadoras de América Latina fueron un triunfo, pero no podemos dejar de repetirlo: nada puede darse por descontado. Bukele y las simpatías que genera son prueba de ello.