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'Bulos: Manual de combate', adelanto editorial del nuevo libro de Rubén Sánchez

26 de octubre de 2024 22:00 h

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No sabía cuánto tiempo había estado de nuevo inconsciente. Esta vez lo despertó el aliento a alcohol de uno de sus torturadores. Lo tenía agarrado por el cuello y, en cuanto comprobó que seguía vivo, volvió a machacarle la cara. Era una mole de grasa, así que siempre se cansaba pronto y cedía el turno a otro de sus tres compañeros. Eran cuatro. Formaban un círculo a su alrededor y la emprendían a puñetazos. En la boca, en el estómago, en las costillas… Había recibido ya tantas palizas que casi tenía memorizado el orden que usaba cada uno de ellos. Cuando se desplomaba y caía al suelo, llegaban las patadas. A pesar de lo que estaba sufriendo, él se sentía afortunado. La primera vez que lo subieron a la tercera planta y lo metieron en esa habitación con las paredes cubiertas de sangre, pensó que iban a asesinarle. Pero allí seguía. Más de 60 horas llevaba aguantando. El peor momento fue cuando uno de ellos lo sacó por la ventana hasta la cintura y le advirtió de que, si seguía sin hablar, diría que había intentado huir y acabaría con sus huesos en el suelo. Tampoco habló. Así que continuaron con su juego macabro de golpes, risas, gritos e insultos, conminándolo a que delatase a sus compañeros. La rueda, lo llamaban.

Paco solo tenía 19 años. Llevaba dos militando en Comisiones Obreras y en el Partido Comunista y se había convertido en uno de los dirigentes de las juventudes del PCE en Sevilla. Los policías que lo habían encerrado en la comisaría de La Gavidia querían los nombres de toda la cúpula del partido. No lograron que de su boca saliese ninguno. Después vendría su paso por las cárceles franquistas. Sevilla, Badajoz, Carabanchel, Jaén, Puerto de Santa María… Hasta que lo metieron en la del Castillo Militar de Santa Catalina, en Cádiz, por asociación ilícita y propaganda ilegal. Allí fue donde más tiempo estuvo encerrado. Pero Paco, de nuevo, se sentía afortunado. Se sentía arropado por muchos camaradas y no había corrido la misma suerte que otros de ellos. A él solo lo torturaron durante la primera de sus detenciones. A él nunca le metieron una pistola en la boca ni le introdujeron la cabeza en un cubo lleno de orines y mierda. Tampoco le pusieron pinzas en los testículos para aplicarle descargas eléctricas. A él, a fin de cuentas, no lo habían asesinado por cometer el delito de conspirar y salir a las calles para reclamar el fin de una dictadura donde imperaban el miedo, el silencio y la explotación de los trabajadores. Y cuando esas cuatro décadas de infamia dieron paso a la democracia, Paco Sánchez Legrán, mi padre, ya no quiso parar de luchar por la conquista de derechos. Derechos laborales, derechos vecinales, derechos de los consumidores…

A menudo me preguntan cómo soy capaz de soportar las embestidas de la ultraderecha económica, política y mediática. Cómo es posible que no hayan logrado hundirme ni que me ponga de perfil frente a una larga lista de empresarios, políticos y pseudoperiodistas que viven del negocio del bulo, el acoso y la difamación. En la última década me han acusado de defraudar dinero público, de destinar ese dinero a la compra de cocaína, de dedicarme a estafar, acosar y extorsionar, de ser un pederasta, de tener sicarios que parten piernas y amenazan de muerte. Acusaciones que han logrado viralizar provocando que gente de su cuerda me insulte no solo en las redes sociales, sino también en la calle. Un ultraderechista me advirtió de que sabía cuál era mi recorrido diario desde casa hasta el trabajo. Me han amenazado con agresiones físicas o con pintadas en el buzón. También he recibido alguna amenaza de muerte y he soportado que me hagan fotos cuando paseo con mi familia para publicar todo tipo de invenciones sobre nosotros. De Keka han llegado a publicar que es una prostituta y que se acuesta con mi padre. Mis hijas saben a qué nos exponemos. Hace poco les conté que, cuando aún eran dos niñas, tuvimos que pasar varias semanas cambiando nuestro recorrido habitual para que no vieran carteles con mi cara que habían colocado por las calles llamándome delincuente.

Por todo esto hay quien se sorprende de que todavía siga resistiendo y, sobre todo, teniendo ganas de resistir. La respuesta está en mi padre. Y en mi madre, que, como él, se jugó el cuello durante la dictadura y cuando llegó la democracia se batió el cobre por defender los derechos de la gente, luchando por la escuela pública.

Se me caería la cara de vergüenza si pensase siquiera en agachar la cabeza cuando recibo los ataques de toda esa ralea de ultras. Si lograsen quebrarme para intentar herir a la organización en la que milito desde los 19 años, cuando mi padre me convenció de que allí podía aprender periodismo haciendo las prácticas de la carrera. Creo que sospechaba que acabaría enamorándome del proyecto que él creó en 1981 junto a otros combatientes antifascistas que tuvieron la valentía, arriesgando muchísimo más que yo, de enfrentarse a la bestia y a los poderosos que la patrocinan.

Igual que le pasaba a mi padre en aquellas comisarías y cárceles, yo me siento afortunado. Tengo a mi alrededor a demasiada gente que me quiere, me cuida y me protege. Y no solo hablo de mi familia y amigos más cercanos. Frente a tanto odio, no te puedes hacer a la idea de cómo me llenan de energía los buenos sentimientos que me traslada tantísima buena gente. Felicitándonos por lo que hacemos en FACUA, animándonos a seguir luchando por nuestros derechos como consumidores, defendiéndome públicamente frente a quienes me difaman y amenazan, animándome a plantar cara a los difusores de bulos, a continuar desmontando sus mentiras, enfrentándome a ellos en los tribunales y destapando las identidades de fascistas que insultan, acosan y amenazan escondidos tras el anonimato desde las redes sociales.

Puede que las cosas que me han pasado a mí no sean las mismas que las que has sufrido tú, igual que yo no sufrí las que sufrieron mi padre y sus compañeros. Pero ten claro que soy un tipo como tú. Lo sé porque, si estás leyendo este libro, es que compartimos ciertas preocupaciones e inquietudes. Y una de ellas, sin duda, es que nos repugnan los bulos y queremos combatirlos. Sobre todo, los bulos que siembran odio intentando destrozar la vida de colectivos vulnerables y gente decente. Frente a ellos, cada uno puede desempeñar un papel, pero todos sumamos inmensos granitos de arena. Granitos que, unidos, pueden convertirse en una aleación más poderosa que el adamantium. Voy a intentar ayudarte a conocer cómo funciona y cómo se lucha contra el negocio del bulo contándote algunas de mis experiencias y las técnicas de combate que he aprendido durante todo este tiempo.