El cambio de paradigma en la Universidad

Eduard Vallory

Presidente de UNESCOCAT —

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Los jóvenes de hoy se enfrentan a desafíos que parecían inimaginables hace apenas una generación, advierte Naciones Unidas en su Agenda 2030. El clima está cambiando más allá de lo reconocible; la tecnología transforma como interactuamos con el mundo y lo percibimos; las desigualdades se acentúan; y están migrando más familias que nunca. 

Estos desafíos se dan en un contexto de complejidad e incertidumbre, donde la revolución tecnológica digital ha hecho de la información y el conocimiento la nueva fuente de riqueza y poder. Es un cambio de paradigma que hace tres décadas dibujó el sociólogo Manuel Castells, después de 24 años de catedrático en Berkeley, la mejor universidad pública de Estados Unidos. 

Castells plantea que, en este nuevo escenario, la institución universitaria es un actor clave, tanto en la generación de nuevo conocimiento a través de la investigación y la innovación, como en la capacitación de personas desde una formación que ayude al desarrollo de personalidades flexibles, críticas y éticas. Pero esto requiere una actualización de la Universidad, que revise a fondo su organización y el qué y cómo es relevante aprender, tanto desmantelando barreras entre disciplinas tradicionales como desde un aprendizaje activo que supere la clase magistral.

Sin embargo, en todo el mundo, las instituciones de la era industrial se resisten a transformarse, pretendiendo que el cambio de paradigma no va con ellas. Y universidades y sistemas educativos no son una excepción. Igual que la LOGSE no consiguió en la educación obligatoria el cambio de paradigma hacia un aprendizaje relevante y con sentido para todos, el Plan Bolonia tampoco ha conseguido que el alumno universitario pase de ser un aprendiz pasivo a uno activo.

Los frenos al cambio en estas instituciones son de distinta índole. Los hay estructurales, como el modelo burocrático funcionarial y sus oposiciones, o la tendencia corporativa a priorizar a los profesores antes que a los estudiantes. También la mala gobernanza es un freno, porque limita fuertemente la autonomía de decisión de las universidades y, con ella, la posibilidad de diversificar las respuestas nuevas a contextos inciertos: se confunde equidad con homogeneidad generando, en palabras de Castells, mediocridad para el conjunto.

En este escenario, los gobernantes tanto de política universitaria como educativa acaban siendo gestores del corto plazo, más enfocados a mejorar prácticas educativas obsoletas que a cambiar el rumbo de los grandes trasatlánticos que son educación y universidad. La paradoja es que si el sistema público no hace estos cambios, la formación de calidad acabará proviniendo sobretodo del sector privado, lo que ampliará aún más las desigualdades.

Precisamente por esto es una buena noticia que se considere un perfil como el de Manuel Castells para ministro de Universidades. Castells hace una diagnosis del cambio en la sociedad que va más allá de la Universidad, pero que la contextualiza y le da dirección en el largo plazo. Y en este sentido, tiene el convencimiento de que la calidad tanto científica como pedagógica son objetivos irrenunciables de la Universidad. Calidad en investigación, como los estándares científicos que ha contribuido a establecer en el European Research Council. Pero también calidad pedagógica, que requiere la transformación profunda del aprendizaje en la universidad y, por extensión, de la formación de futuros docentes del sistema educativo.

Castells también plantea que la sociedad del conocimiento requiere de una población con educación de calidad equitativa y oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida. Por ello, se debe luchar contra el amplio abandono escolar prematuro (18%) y crear canales que posibiliten que la Universidad sirva a la formación de personas en situaciones y momentos vitales distintos: pasar de un sistema selectivo a uno de orientador que incentiva la formación permanente.

Pero además, para Castells la mejor apuesta por una educación y universidad públicas de calidad, que generen prosperidad y reduzcan la desigualdad, es la que pasa por dotarlas de los instrumentos de capacitación, gobernanza autónoma, selección de profesorado, interdependencia y rendición de cuentas, que les permita ser actores claves en la era de la información y el conocimiento. 

Para cambiar pues el rumbo del trasatlántico, será necesaria una legislación que substituya rigidez e hiperregulación por flexibilidad y gestión eficaz, más recursos y políticas proactivas de largo plazo. Unas líneas que son comunes en las universidades más avanzadas del mundo, tanto en Estados Unidos como en el centro y norte de Europa.