Hoy, en octubre de 2016, bien entrado ya el siglo XXI, nos levantamos con la noticia de que la igualdad de género puede retrasarse 170 años, nada menos que hasta el 2186. No es que en el día de ayer las perspectivas fueran más optimistas, en absoluto; partíamos de que la brecha económica entre mujeres y hombres podría cerrarse en un plazo de 118 años, así que el advenimiento de la igualdad solo se retrasa un poquito.
Si alguien siente la tentación de acusar a alocados grupos feministas (esos que intoxican la realidad con datos falsos y alarmantes), siento defraudarles porque nada hay más lejos de la realidad: se trata de serias proyecciones llevadas a cabo por el Foro Económico Mundial -la reconocida organización afincada en Ginebra- que tiene en cuenta la educación, la salud y supervivencia, las oportunidades económicas y el empoderamiento político. Los datos muestran que se está produciendo un drástico frenazo en los avances de las mujeres al constatarse que la brecha actual es la mayor desde 2008.
Ya hace más de un siglo, en 1908, grupos de mujeres reivindicaban igualdad de salario. Las obreras de la fábrica Cotton en Nueva York murieron en un incendio mientras se concentraban defendiendo cobrar lo mismo que sus compañeros. “Si nosotras cobramos un dólar por coser una camisa, ellos cobran dos” -reclamaban. Es decir, la diferencia salarial era justo de la mitad. Pues bien, un siglo después, el Informe Global de la Brecha de Género nos dice que las mujeres ganan, de media, poco más de la mitad que los hombres, pese a que en general trabajan más horas. Y eso que no contamos el trabajo no remunerado realizado en el hogar, no vaya a ser que se nos disparen los índices.
Tampoco conducen al optimismo las cifras de mujeres en puestos de decisión ya que solo cuatro países en el mundo logran la paridad mientras que en 95 países las mujeres han alcanzado el mismo nivel de estudios que los hombres o incluso los superan. Nuestro país es una buena prueba de ello ya que las alumnas con estudios universitarios superan a sus compañeros, pero, sin embargo, a duras penas un 18% de ellas alcanza puestos de decisión académica, política o económica. Parece que el techo de cristal se mantiene inusitadamente firme.
De modo que, desengañémonos, el paso del tiempo no nos conducirá a la igualdad. Hemos oído tantas veces que somos impacientes y que estamos ya a punto de conseguirlo, que nos sentimos a menudo como el antiguo héroe Sísifo, castigado por los dioses a empujar una gran losa hasta la cima y a que esta cayera cada vez que estaba a punto de lograr su objetivo. El tiempo por sí solo no es un aliado, ni tampoco la voluntariedad. De hecho, solo los países con cuotas obligatorias, educación sistemática y leyes contundentes logran los máximos niveles de igualdad, en concreto, Islandia, Finlandia, Noruega y Suecia. ¿A qué estamos esperando?
Sabemos que la única posibilidad de que las minorías activas triunfen es mantener la reivindicación a lo largo del tiempo de forma consistente, coherente y flexible. Solo así se alcanza la suficiente masa crítica como para dar un vuelco a la cultura. Tenemos algunos precedentes, como el que supuso la lucha por el sufragio en el siglo pasado. En 1848 se celebró en Seneca Falls (Nueva York) la primera convención sobre los derechos de la mujer en Estados Unidos, organizada por Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton. El resultado fue la publicación de la “Declaración de Seneca Falls” (o “Declaración de sentimientos”, como ellas la llamaron), un documento basado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en el que denunciaban las restricciones, sobre todo políticas, a las que estaban sometidas las mujeres: no poder votar, ni presentarse a elecciones, ni ocupar cargos públicos, ni afiliarse a organizaciones políticas o asistir a reuniones políticas. Vale la pena destacar que, de las 100 personas que lo firmaron, 30 eran hombres, compañeros que se solidarizaban con su lucha.
Sin embargo, el voto no llegó a las mujeres americanas hasta 1920. De las participantes en la reunión de Seneca Falls, tan sólo una, Charlotte Woodward, entonces de diecinueve años, llegó a presenciar en 1920, las primeras elecciones presidenciales en que tomaron parte las mujeres, aunque no pudo trasladarse a votar debido a su avanzada edad. Habían pasado 72 años. Y ahora nos piden que esperemos 170. ¿Vamos a aceptarlo? Estamos cansadas, muy cansadas, de esperar. Tal vez optemos, masivamente, por actuar.