Una inflación de términos abstractos emborrona el debate. Puertas giratorias, lobbies, grupos de presión, intereses creados, nepotismo, conflictos de intereses... El sistema está corrupto, nuestro capitalismo obtura las venas del desarrollo y condiciona cualquier avance para secuestrar sus beneficios. Es preciso ir más allá de la denuncia categórica.
El nuevo libro del periodista Carlos Sánchez, ‘Capitalismo de amiguetes. Cómo las élites han manipulado el poder político’ (Editorial Harper Collins) –un ensayo de fácil y sugerente lectura con el que el autor cierra una trilogía de trabajos sobre la clase dominante en España–, ofrece un documentado relato sobre las causas y consecuencias del atraso económico español. Se trata de una interesante contribución a un debate mantenido muchas veces en tonos de blanco y negro.
Partiendo de la Restauración, se analizan medidas como el fracasado intento de reforma fiscal de Santiago Alba, en 1916, o la creación, impulsada en 1921 por el ministro de Hacienda Francesc Cambó, del Consejo Superior Bancario, un organismo de regulación controlado por la banca privada que sobreviviría hasta 1994.
La mayoría de las reformas, lejos de beneficiar a la población, estaban diseñadas a favor de unas élites bancarias, agrarias e industriales que habían hecho de sus lazos con el poder madrileño la base para acumular una inexpugnable riqueza. La monarquía hizo de la aristocratización de los grandes empresarios –con cientos de títulos nobiliarios concedidos– una manera de difuminar la distancia entre el Estado y la gran empresa. El resultado fue un matrimonio institucional y corporativo que entronizó el proteccionismo como motor central de la economía.
Una de las principales razones que el autor de ‘Capitalismo de amiguetes’ expone para explicar la persistencia de esta red de poder es la histórica debilidad del Estado español. Dicho Estado, en constante déficit fiscal para financiar la expansión militar que todo imperio exige, dependía estructuralmente de las finanzas internacionales, que se cobraron su parte en intereses y en inversiones privilegiadas en el territorio patrio. La deuda pública implicaba, por tanto, una doble factura que nuestros gobernantes prefirieron no observar atentamente.
Pero dicha debilidad tiene una dimensión también territorial: la influencia sobre la legislación estatal de diversos grupos de interés como los latifundistas andaluces y mesetarios, los industriales siderúrgicos vascos y los textiles catalanes. Esta concentración y acumulación de redes clientelares impidió la promoción de un desarrollo vigoroso a largo plazo, corrompió incondicionalmente la política y encadenó el desarrollo nacional a la protección permanente de determinadas ramas de la industria.
El franquismo empeoraría algunos de estos rasgos en un contexto de miseria y estancada reconstrucción. La autarquía puede verse desde esta perspectiva como un agravamiento de la política proteccionista, o como un esfuerzo antieconómico por mantener una tupida red clientelar que había participado en la victoria de 1939. La carencia de entradas de capital internacional debida al embargo político y a la regulación del primer franquismo se materializó en una expansión de la empresa pública (con el surgimiento del Instituto Nacional de Industria) y en una mayor dependencia de los oligopolios privados -dirigidos por las grandes burguesías y aristocracias del pasado y todavía presente. La propuesta de reforma fiscal del modernizador ministro José Larraz, que trató en los primeros cuarenta de implantar un impuesto progresivo, sería rechazada. El economista Ramón Tamames ha ironizado sobre la respuesta ofrecida a aquel razonable intento: los vencedores no podían verse sometidos a la misma tributación que los vencidos.
Solo el plan de estabilización, anunciado en 1959, supondría el inicio de un verdadero despegue, en un periodo en el que España se veía rodeada de un crecimiento económico continental que no podía desaprovecharse. Pero dicho despegue se produciría con una creciente intervención y control de unas autoridades franquistas celosas de poder. Los posteriores planes de desarrollo, importantes en algunos casos para impulsar la industrialización, fueron mayoritariamente empleados como herramienta de legitimación de un régimen que, terminada la guerra y el ejercicio del terror, buscaba incrementar la renta per cápita como herramienta de control social. La tendencia a premiar a determinados grupos que en realidad actuaban como buscadores de rentas segó la competitividad de nuestra economía; un hecho que pocas veces se ha expuesto como posible causa de que la crisis de los setenta llevara a España a su muerte industrial.
El autor plantea que la transición democrática y la integración en la Unión Europea han cambiado sustantivamente nuestro país. Pero recuerda que los episodios de captura institucional continuarán. Uno de estos recupera al expresidente de Gas Natural Pere Durán como su protagonista. Se trata de una de las privatizaciones menos conocidas: la ventajosa venta de Enagás, empresa estatal encargada del almacenamiento y transporte del gas natural, a la entidad del mismo nombre durante el penúltimo gobierno felipista. La Caixa, entonces caja de ahorros y ahora una potente corporación financiera, se mantuvo con una fuerte influencia en todo el proceso. Las mismas élites territoriales con distinto nombre y similares características.
En un contexto en el que la Unión Europea juega con el poco preciso término de ‘autonomía estratégica’, España sigue necesitando un Estado moderno capaz de acumular ingresos fiscales e incrementar la eficiencia de sus gastos. Una red de instituciones abiertas capaz de aplicar criterios sociales a las inversiones que tiene en empresas como Indra (27,99%) o Telefónica (pronto, del 10%). Y que no olvide que la participación pública en las empresas debe reforzarse con el nombramiento de consejeros técnicos independientes a los partidos, pero también a las oligarquías privadas.
Esperemos que el presente gabinete gubernamental, que mantiene un cierto equilibrio entre los economistas ortodoxos, la influencia de las autonomías con más riqueza y los partidos a la izquierda del PSOE, mantenga su posición en Caixabank (del 17,3%) y que preste la atención necesaria a la inminente entrada del fondo de inversión de Blackrock en la eléctrica Naturgy (20%). Los lobbies influyen, pero la democracia debería también hacerlo. Un Estado no es solo un instrumento de legitimación de élites, sino una palanca legal para que una población formada contribuya a hacer país. Del letargo económico se sale, pero hace falta, primero, una convencida renuncia al capitalismo de amiguetes.