Menos carne, más vida

Ministro de Consumo —
6 de julio de 2021 22:10 h

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Mi infancia malagueña, como la de anteriores generaciones, correteó entre barcas de espetos, cuencos de ajoblanco, porras antequeranas, gazpachuelo y aceitunas aloreñas. Alimentos, todos ellos, que nacían del mar y de la huerta. Pero, en apenas 30 años, la alimentación en mi tierra ha sufrido un viraje creciente hacia el consumo intensivo de carne, dejando atrás una parte importante del patrimonio gastronómico local. De hecho, probablemente muchos de nuestros niños y niñas estén más familiarizados con los 'nuggets' de pollo de cualquier marca que con la ensalada de pimientos, o más habituados a la bollería industrial que al mollete con aceite.

Entender qué ha pasado y cómo hemos llegado hasta aquí es complejo. Parte de la responsabilidad reside en las intensas jornadas de trabajo, las cuales se ceban especialmente en los barrios más humildes, donde los índices de obesidad infantil duplican a los de los barrios ricos. Y aquí confluyen dos factores: la precariedad económica y la falta de tiempo libre para los cuidados o la preparación de comidas y cenas. Estas circunstancias obligan, en demasiadas ocasiones, a primar el precio frente a la calidad o la variedad, y dejan la puerta abierta, cada vez más, a los productos 'fast food' o a bandejas baratas de carne proveniente de macrogranjas, que llenan las tripas de forma rápida, saciante y económica. Por supuesto, la agresiva publicidad también contribuye a alimentar esta tendencia.

En todo caso, este desplazamiento de la dieta diaria que nos aleja de las legumbres, las frutas, las verduras, los cereales y el aceite de oliva no es exclusivo de mi provincia. Tampoco de Andalucía. Se está produciendo en todo el país: el 70% de la población ha abandonado ya la Dieta Mediterránea y, según la FAO, España es el Estado de la UE con mayor consumo de carne por habitante.

En efecto, el consumo de carne en España es ya superior al kilo semanal por persona, lo que está muy por encima de la franja de 200 a 500 gramos que recomiendan las agencias de nutrición, la comunidad médica y los organismos internacionales responsables de políticas de salud pública. Y este consumo excesivo de carne ha conllevado el aumento de las enfermedades cardiovasculares, de diabetes e, incluso, de algunos tipos de cáncer. Asimismo, las muertes relacionadas con la ingesta actual de grasas, sal y azúcares son superiores a las derivadas del tabaco, representando ya una de cada cinco muertes en el mundo.

Hasta aquí, lo que acabo de decir es más o menos reconocido en el debate público. Sin embargo, el aumento vertiginoso en el consumo de carne también es un riesgo para el planeta debido a las emisiones de gases de efecto invernadero que genera. Y esto es bastante menos conocido. Por ello, organismos como la OMS y la FAO, así como el grueso de la comunidad científica, insisten en que debemos transitar hacia hábitos de consumo alimentario que sean a la vez saludables y sostenibles. La ONU considera que el consumo de carne “es una de las formas más destructivas en las que dejamos una huella en el planeta” y que, si las vacas formaran un país, serían el tercero en emisiones de gases invernadero. Es más, a nivel mundial, la ganadería ha superado ya a los coches y representa el 14,5% de estas emisiones. También el consumo de agua asociado a la producción y la generación de residuos derivados de la actividad son un problema de primer orden en nuestro planeta, y más aún en países como el nuestro, donde la crisis ecosocial está vinculada con fenómenos como la desertización.

Por otra parte, y según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, la gran demanda mundial de proteína animal y la sobreexplotación ganadera, combinadas con el calentamiento global, constituyen un cóctel explosivo de pandemias zoonóticas, provocadas por enfermedades transmisibles de animales a humanos, como ha sido el caso de la COVID-19. Es más, los estudios científicos llevan años dando la alerta por la relación entre la forma de producción agropecuaria industrial y la causa de las epidemias emergentes en las últimas décadas, abundando en la idea de que el modelo basado en macrogranjas es profundamente insostenible. Pero no se trata solo del riesgo de enfermedades emergentes: pueden convertirse en terribles bombas de relojería por la capacidad de mutación y expansión de los virus en un entorno masificado de hospedadores, como el que encarnan los grandes centros de producción. El abuso de antibióticos y, por tanto, la posibilidad de convertirse en focos de resistencias a los mismos, pone en peligro su eficacia tanto para los animales como para humanos.

Es justo decir, no obstante, que no todos los modelos de producción agropecuaria tienen el mismo impacto. Hay sistemas más sostenibles, como la ganadería extensiva. Un cambio en nuestros hábitos de consumo, que reduzca la cantidad de carne ingerida y que priorice la producción en extensivo, no solo mejoraría nuestra salud y la del planeta, sino que generaría miles de puestos de trabajo en este sector. Además, aportaría otros beneficios indirectos, como la prevención de incendios mediante el pastoreo, el mantenimiento de la biodiversidad o la recuperación de distintos suelos y ecosistemas.

Soy realista y sé que, frente a esta evidencia científica, enfrentamos adversarios de muy distinta condición, que van desde los negacionistas del cambio climático hasta los grandes agentes económicos que se benefician del modelo actual. Sin embargo, estas posiciones no pueden hacernos abandonar nuestra responsabilidad de insistir en aquello que la ciencia nos enseña. En el reciente informe de prospectiva 'España 2050' ya se asume que, para hacer frente a los desafíos ecosociales, tendremos que cambiar no sólo la forma en la que producimos, sino también en la que consumimos bienes y servicios. En particular, el informe pone el foco en reducir nuestra ingesta de alimentos de origen animal, sobre la base ya comentada de que reducir el consumo de carne ayudará a salvar miles de vidas cada año en España.

Lo que nos jugamos es la vida misma. En las últimas semanas hemos visto cómo en regiones de Canadá y EEUU se han superado temperaturas de 50ºC, mientras los informes del IPCC siguen alertando de las gravísimas consecuencias del calentamiento global. Somos muchos los que queremos combatir estas tendencias porque, entre otras cosas, queremos que nuestras hijas puedan vivir en un país y un territorio que no sea un desierto incompatible con la vida; al menos, con la vida tal y como la conocemos actualmente.

En esta dimensión que aquí abordamos, España juega con cierta ventaja. Bastaría con recuperar la predominancia de la Dieta Mediterránea, que se reconoce a nivel mundial como la más sostenible y saludable, moderando asimismo el consumo de carne y priorizado la calidad frente a la cantidad, y reequilibrando nuestra dieta con otros alimentos como productos frescos o legumbres. Quizá parezca una medida humilde, pero estaremos contribuyendo a construir un futuro mejor para todas.