Señora Rubio:
A mí me llamaron marica antes de saber lo que significaba. Era solo un crío al que le gustaba jugar a la pica y no al fútbol. Un niño que se veía inocentemente atraído hacia otros chicos del barrio. Alguien que mostraba con naturalidad quién era, sin saber el coste que tendría visibilizarlo. No entendía qué era lo que me llamaba un chaval del piso de enfrente cuando, señalándome, pronunció la palabra marica; pero el odio que desprendían su rostro y su voz no dejaba lugar a dudas, algo en mí le producía un rechazo al que se sumaron como hienas el resto de chicos del barrio. Al principio no comprendía la razón de su desprecio y no sabía cómo responder al mismo. Cuando supe qué lo motivaba, tampoco supe qué hacer o decir porque él estaba en lo cierto. Yo era un niño marica. Lo que no entendía era su odio. Un odio que me daba los buenos días, cada día; y que me despedía hasta el día siguiente, cada noche.
Sentía temor de revelar lo que estaba sufriendo porque suponía confesar que yo era diferente y, hasta el momento, esa diferencia solo había sido respondida con incomprensión y rechazo. Así que me oculté dentro de un armario en el que vivía aterrado, rezando para que nadie abriera la puerta, porque cada vez que alguien lo hacía era únicamente para provocarme dolor.
Cuando alguien me habla de su infancia, de los recuerdos asociados al colegio y comparten conmigo momentos de felicidad, me recuerdan por qué con 16 años intenté quitarme la vida. Jamás escuché un “te quiero” siendo niño. El sentimiento en casa era de pena y vergüenza. 16 años. Los primeros 16 años de una vida sin conocer nada más que el rechazo de los que pensaban que yo era marica y me odiaban por ello. 5.760 días viviendo con miedo y, lo que era peor, sin esperanza. Me crié en un barrio obrero. No existía Internet. No sabía qué había más allá de los límites de mi pequeño y asfixiante mundo. En la televisión o la radio no se hablaba de la homosexualidad, solo se ridiculizaba a través de los chistes de mariquitas. Lo que yo era, lo que sentía, parecía ser únicamente eso, objeto de mofa. En la televisión, en la radio, en el colegio y luego en el instituto, en mi barrio, todos los días de mi vida. No podía más.
Solía tener problemas para conciliar el sueño y me llevaron al médico. Exageré todo lo que supe cómo me afectaba no poder dormir, buscando que me recetasen lo más fuerte que hubiera. Tuve las pastillas en casa durante un tiempo. Leí el prospecto en múltiples ocasiones. No parecía dejar lugar a dudas, exceder lo prescrito podía provocar la muerte. Un fin de semana que mis padres me dejaron solo en casa, abrí la caja una vez más, leyendo el prospecto, fijándome en cada palabra, con la seguridad de que si las tomaba todas pondría fin a mi vida.
No solía llorar por nada. Llorar era “de chicas y de maricas” y yo aprendí a ocultar todo lo que pudiera delatarme. Quería ser fuerte para ser aceptado. Debía ser fuerte para terminar con aquel sufrimiento. Quería nacer de nuevo siendo otra persona, en otro lugar, lejos de aquello. Ese día lloré. Los ojos se me llenaron de lágrimas que me empañaban la vista y desdibujaban las letras del prospecto para traer a la memoria cada insulto, cada golpe. Intenté aferrarme a algún recuerdo bueno. Pero en aquel momento no encontré ninguno. Pensé, “si te tomas esto, mañana no despertarás”. Y sentí paz.
Fui a la cocina a por agua. Volví al dormitorio. Vacié los blísters y me fui tomando, una a una, todas las pastillas. Me acosté en mi cama y me arropé. Ya no había lágrimas.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba bajo la ducha. En la casa había varios amigos del instituto. No recuerdo cuántos ni quiénes, aunque hay un par de rostros que me pareció reconocer. Me hablaban. No recuerdo qué me dijeron. No sé cómo se enteraron de lo sucedido. No puedo explicar cómo entraron en casa. Era domingo y mis padres aún no habían vuelto. Aquellos amigos pasaron el día conmigo, cuidándome. Esa fue la primera ocasión que sentí que alguien me arropaba con su abrazo fuera de mi armario.
El lunes seguía con los sentidos entumecidos. Fui a clase. Me comporté como si nada hubiera ocurrido. En mi barrio los insultos continuaron, pero de alguna forma ya no dolían igual. Con el tiempo, los culpables de todo aquello fueron desapareciendo de allí. Yo me marché a estudiar fuera y solo volví a ver a alguno de ellos de forma ocasional. Ya no había insultos, aunque permanecían las miradas de asco y odio que nunca llegué a comprender.
Mi vida cambió cuando años más tarde llegó Internet a mi casa y, con esto, el descubrimiento de que había más chicos como yo en otros lugares. Igual de solos, pero ya no tanto. Me costó abrir el corazón, compartir mis sentimientos, querer y dejarme querer; pero descubrir el amor fue lo que me hizo empezar a construir la persona que ahora soy. Durante años fui recogiendo todos mis trozos quebrados para recomponer el espejo al que nunca quise mirarme por miedo. Ahora puedo verme reflejado en él y, aunque la imagen que me devuelve no oculta las cicatrices de un cristal roto, puedo mirarme a los ojos sin vergüenza de ser quien soy y sentir lo que siento. Ahora puedo hacerlo con orgullo.
Durante mucho tiempo pesó en mí el dolor de una infancia y una adolescencia marcadas por el miedo, hasta que un día tomé conciencia de que, por fin, había vivido más años siendo libre y feliz que siendo víctima de la intolerancia. Bueno, el odio sigue existiendo; pero ya no es más fuerte que el amor que siento. Este verano, cogiendo la mano de mi marido en una terraza, volví a vivir esa mirada de rechazo que nunca he entendido y, de nuevo, los insultos. Respondí con el mismo rechazo. Se crecieron. Yo también lo hice. Comprobé que alimentando su odio, parecían sentirse bien. Entonces besé a Ignacio. Sus sonrisas se torcieron. Se levantaron y se fueron. Yo también lo hice, agarrando con fuerza la mano de mi marido. Como hago siempre que me voy a la cama. Como hacen las nutrias cuando descansan en el agua para que la corriente no las arrastre y separe del grupo, asegurándose de no despertar solas.
Aún hay muchos chicos y chicas que sufren acoso. Homosexuales, lesbianas, transexuales... La federación estatal de entidades sociales que defienden nuestros derechos civiles y luchan por normalizar y visibilizar nuestras vidas, ha hecho una encuesta entre adolescentes víctimas de acoso por su condición afectiva o su identidad de género. Un 43% confiesa haber pensado en suicidarse, un 35% lo ha preparado con detalle y un 17% lo ha intentado en alguna ocasión.
Señora Rubio, los niños y niñas gays, lesbianas y transexuales existimos, y somos víctimas del odio que propagan personas como usted. Su partido tiene como objetivo evitar que se eduque en el respeto a la diversidad en las aulas, pero quédese tranquila: si alguno de vuestros hijos es heterosexual, escuchar una charla en la que se habla de la diversidad afectiva no va a “convertir” a ese niño en homosexual. En el mejor de los casos, hará de él una persona más tolerante. Y si vuestro hijo/a es gay, lesbiana, trans, o lo “parece” (los niños y niñas que sufren acoso no son solo LGTBI; sino muchos de aquellos que no encajan en ciertos estereotipos) y es víctima de acoso, escuchar a personas que llevan al aula un mensaje de respeto, ayudará a que no se sienta solo/a y, en el mejor de los casos, podría conseguir parar el bullying. Educar en el respeto a los demás, hace -y nos hace- mejores personas, y puede salvar vidas.
Querría aprovechar para dirigirme con esta carta a quienes sufráis acoso y creáis que habéis tocado fondo: pensad que si yo no hubiese despertado al día siguiente, nunca hubiera visto el respeto con el que los amigos que vinieron a casa a ayudarme trataron lo sucedido; nunca hubiera sentido el calor con el que mis hermanos y amigos me arroparon cuando salí del armario; nunca hubiera vivido la emoción de ver cómo nuestro país se convertía en el cuarto del mundo en igualar nuestros derechos con los que aman de forma diferente; nunca hubiera podido conocer al que hoy es mi marido y ver cómo toda mi familia viajaba a Madrid para apoyarnos el día de nuestra boda. Nunca hubiera sabido lo que es el amor, y la felicidad que se siente cuando uno es simplemente libre de ser. Porque, cuando has tocado fondo, solo queda nadar hacia arriba, hacia la superficie para, después, poder volar.