Al amanecer del domingo 10 de junio de 1945, el vaquero del pueblo madrileño de El Molar, cuyo nombre ha quedado oculto para la historia en la documentación del Ministerio del Interior, vio que su hato de ganado se resistía a atravesar el túnel próximo a la carretera de Irún. Al indagar el motivo, quedó espantado: en el interior, envuelto en una manta rociada de gasolina, ardía un cuerpo humano. En cuanto se repuso, corrió a dar parte a la Guardia Civil. Nadie había sido testigo de los hechos. Las únicas pistas eran los restos de sangre en el pretil del puente desde el que se había arrojado el cuerpo inerte, y las rodadas de unos neumáticos Michelín que, por lo brusco del giro trazado y por las marcas dejadas sobre el pavimento, denotaban una huida veloz en dirección a Madrid.
No tardó mucho en conocerse la identidad de la víctima. La reconoció su hermano gracias a uno solo de los zapatos de marca que había escapado a la carbonización: se trataba de Michel Szkolnikoff, nacido hacía cincuenta años en Szarkówka, en el extremo este de Polonia perteneciente por entonces a Rusia. Se trataba de un traficante de oro y bienes suntuarios de procedencia inconfesable que había amasado una inmensa fortuna como proveedor de los alemanes en la Francia ocupada. Hábil navegante en las turbias aguas del mercado negro, se hizo con un imponente patrimonio inmobiliario en París y la Costa Azul. Su fortuna estaba valorada en más de dos mil millones de francos.
Entre 1944 y 1945, la España de Franco se había convertido en un sumidero que evacuaba colaboracionistas, criminales de guerra y agiotistas de todo pelaje en busca del amparo del antiguo aliado del Eje. Entre los más acreditados fugitivos se contaba el belga Léon Degrelle, sobreviviente a un accidentado amerizaje en la playa de la Concha de San Sebastián, al que esperaba un largo pero cómodo exilio: prosperaría como hombre de negocios desde su finca en Constantina (Sevilla) vendiendo chalés a los militares americanos instalados en Rota desde 1953. Murió a los 87 años, en 1994, sin que ni siquiera los gobiernos democráticos accedieran a conceder su extradición a Bélgica.
De las cloacas francesas llegó Louis Darquier de Pellepoix, furibundo antisemita nombrado en 1942 responsable del Comisariado General de Asuntos Judíos, el organismo del gobierno títere de Pierre Laval encargado de gestionar la deportación de la comunidad israelita francesa. Logró escapar a la condena a muerte impuesta por un tribunal francés. En 1978 se permitiría hacer unas declaraciones provocadoras al semanario L’Express minimizando el Holocausto. Los gobiernos españoles nunca accedieron a extraditarlo. Murió en 1980 en Carratraca, en la provincia de Málaga, albergue predilecto de criminales de guerra bien relacionados con eminentes jerarcas del franquismo.
Por la frontera franco-española no solo pasaban fugitivos del frustrado Reich milenario. También los productos del expolio cometido impunemente durante la guerra. Algunos no pudieron sacar lo que hubieran querido, como el periodista César Ruano, voraz saqueador de la mansión de una rica familia judía, la venta de cuyo patrimonio mobiliario y artístico sufragó los onerosos gastos de su vida bohemia en aquel París retratado en las novelas de Patrick Modiano. En Irún, la OSS –el servicio de inteligencia norteamericano predecesor de la CIA– señaló a un tal Arturo Linares, subordinado del coronel Julio Ortega Tercero, conspicuo golpista en 1936 y jefe de la zona desde 1943, como “tratante de arte informado como poseedor de lotes de objetos procedentes de los países ocupados, particularmente aquellos traídos por voluntarios de la División Azul”.
Como respuesta a la falta de colaboración franquista en la entrega de indeseables, los aliados montaron sus propias redes de busca y captura. Tras la liberación de París, el Gobierno Provisional de la República Francesa envió a Madrid a un agente de su servicio secreto para interesarse por la extradición de Szkolnikoff, que se reveló imposible. El traficante había mantenido una excelente relación con el antiguo embajador franquista ante Vichy, José Félix de Lequerica, instigador de la deportación de Lluís Companys y Julián Zugazagoitia para su fusilamiento en España y coordinador del operativo para secuestrar a Azaña que solo frustró la muerte del expresidente de la República Española. Desde agosto de 1944, Lequerica era ministro de Asuntos Exteriores. Nada se podía esperar por esa vía.
Sabiendo que Szkolnikoff había logrado poner a salvo una parte de su fortuna y que desde octubre era vicecónsul de la embajada española en Buenos Aires, con derecho a la nacionalidad argentina, la Direction générale des Études et Recherches (DGER) planeó secuestrarle en Madrid en evitación de su inminente fuga y trasladarlo a París para ser juzgado. A tal fin, contactó con un traficante de joyas alemán y confidente del Alto Estado Mayor español que se encargaría de excitar su codicia con el atractivo de una sabrosa operación: la adquisición de una partida de diamantes industriales que, por valor de quince millones de pesetas, habría sido supuestamente introducida en España por los 'rojos' para dedicar su fruto a “la propaganda y agitación comunista”. La caña estaba tendida.
En la operación estuvieron implicados agentes franceses, miembros de la red Pat O’Leary que había facilitado la evasión de pilotos aliados y refugiados durante la guerra mundial, republicanos españoles e individuos de dudosa adscripción. Szkolnikoff fue atraído a un chalé de la colonia de El Viso que los policías franquistas, con su habitual querencia, no dudaron en motejar de «checa». Una vez dentro, fue asaltado y golpeado en la cabeza con una porra rellena de arena. La escena del crimen, reconstruida sobre plano por la policía, revelaba la violencia empleada: fueron precisos cuatro hombres para reducir a Szkolnikoff, durante la lucha se quebraron puertas y vidrieras y la sangre salpicó las paredes. Al final, maniatado, fue arrastrado desde el comedor hasta un cuarto del semisótano y posteriormente sacado por el garaje.
El ruso fue empaquetado en un auto que tomó de inmediato la carretera de Francia. La comitiva la formaban un Peugeot con matrícula diplomática y un Citroën propiedad de la embajada francesa asignado al agregado naval. Las cosas se torcieron y, ya fuera por la violencia ejercida o porque a los captores se les fuera la mano con la droga inyectada para manejarle mejor, el traficante llegó muerto a la altura de El Molar (Madrid). Intentaron hacerle el boca a boca, pero fue en vano. Urgía borrar el rastro. Los secuestradores intentaron deshacerse de su cuerpo quemándolo con la gasolina que portaban en bidones para no tener que parar hasta cruzar la frontera. Fue entonces cuando lo halló el vaquero de El Molar.
La aparición del cadáver y la posterior aprehensión del comando motivó un escándalo diplomático. Fue detenida media docena de ciudadanos franceses, integrantes confesos del servicio secreto, algunos de ellos empleados de la embajada y con rango militar. Fueron objeto de un canje en noviembre de 1947 a cambio del canciller del consulado español en Toulouse y espía del Alto Estado Mayor, José Pardo, un turbio sujeto dedicado al tráfico de neumáticos y de perlas procedentes del expolio a los judíos. La propuesta de resolución del caso habría llegado a conocimiento directo de Franco, como demuestran las consultas que le fueron elevadas por el nuevo ministro de Exteriores, Martín Artajo, conservadas en su archivo personal.
El cadáver carbonizado atribuido a Michel Szkolnikoff fue enterrado en una fosa común del cementerio de El Molar, pero sobre su definitiva desaparición se albergaron dudas durante un tiempo. Una cuenta bancaria a su nombre en una entidad de Buenos Aires permaneció activa y con movimientos hasta 1958. Las ratas, es sabido, están acostumbradas a las penumbras y guardan sus provisiones en túneles oscuros e inaccesibles.