Catalunya se despertó el 22 de diciembre con una sensación extraña. Por primera vez, CDC no ganaba unas elecciones autonómicas. Si bien es cierto que el PSC había logrado en una ocasión superar en número de votos a CDC, jamás lo había hecho en número de escaños. Ciudadanos ha sido el primer partido que ha logrado ganar en escaños y votos a CDC y sus distintas marcas (Junts pel Sí y Junts per Catalunya).
Que el espacio de Convergencia no logre una victoria electoral es sumamente importante para el análisis de la hegemonía en Catalunya: CDC ya no puede representar al universal, por mucho que continúe siendo la fuerza dirigente.
Las elecciones catalanas arrojan un repunte del populismo. La tesis de la estabilización no ha funcionado en Catalunya: el partido que más claramente apostó por el orden, por la reconciliación y por pasar página del procés retornando a un punto anterior fue el PSC. Un PSC que ya cayó a su mínimo histórico en 2015 no logró repuntar ni aglutinar un supuesto “miedo” de las clases populares, ni tampoco logró seducir al votante catalanista moderado.
La operación Iceta se ha estrellado, con Espadaler y lo que queda de Unió incluidos: no había espacio para volver al punto anterior al movimiento soberanista y al movimiento del 15M. La sociedad ha cambiado y mira a otro futuro. La gente no quería Régimen, quería ruptura.
Por otro lado, el intento de ERC de convertirse en el nuevo partido hegemónico dentro del catalanismo y del independentismo también ha fracasado. ERC llegaba a estas elecciones renunciando también a las pulsiones constituyentes del movimiento soberanista, renegando del papel de Puigdemont para apostar por una vuelta al orden dentro del independentismo.
Un “orden” articulado en torno a ejes convencionales y tradicionales: sin DUI, sin épica, sin garantía de ruptura. Un orden que esperaba que llegase de forma natural, por derecho propio tras cinco años de processisme.
El electorado independentista ha considerado que lo que tocaba era aguantarle el pulso al Estado, como proponía Puigdemont, antes de plantear rebajar planteamientos, zanjando así de paso la larga disputa por la hegemonía en el bloque independentista.
¿Qué ha pasado entonces en Catalunya?
Estas elecciones se han producido en un contexto de enorme excepcionalidad. Y los actores políticos han enfocado la contienda electoral invirtiendo los roles tradicionales, el independentismo hizo una campaña en clave estatal (contra Rajoy y el Estado Español) mientras que Ciudadanos y el PSC han hecho una campaña en clave estrictamente catalana.
Inversión de roles que responde a dos movimientos impugnatorios en dos escalas diferentes: el independentismo impugna al régimen del 78, a sus estructuras estatales, a su sistema mediático y a su sistema judicial mientras que Ciudadanos impugna a TV3, Catalunya Ràdio y a las elites catalanas que controlan los principales canales y redes de poder, que no dejan de ser la articulación concreta del régimen del 78 en Catalunya.
Puigdemont ha leído perfectamente las coordenadas del populismo, no fue casualidad que copiara la estética de En Comú Podem para su candidatura. Su performance en Bruselas fue el acto más potente de la campaña y su estilo irreverente contra las principales instituciones del Régimen forjó el atractivo de Junts per Catalunya.
Puigdemont pidió la restitución del govern legítim contra el abuso del poder judicial y del poder ejecutivo del gobierno central. Pese a la política del miedo, pese a la fuga de empresas y pese al intento de humillación, Puigdemont se hizo fuerte desde la épica de la dignidad de un pueblo que desobedeció masivamente celebrando el referéndum del 1 de Octubre y no se rinde ante la ofensiva del Estado.
Por su lado, Ciudadanos ha cabalgado sobre la apelación a los olvidados de Catalunya. Los barrios populares y el cinturón metropolitano han sido los grandes excluidos del proceso independentista. Los catalanes de segunda, los catalanes que no entraban en los planes de ningún gobierno, los catalanes a los que se les quería negar su condición de catalán por su condición plebeya. Ciudadanos no prometía orden ni imperio de la ley: Ciudadanos prometía dignidad y existencia contra las elites catalanas.
Dignidad y existencia de aquellos a los que jamás se escucha, de aquellos en los que jamás se cuenta. La gente que se opuso a la DUI del 48%, la gente que ha sentido y se ha visto apartada del bienestar de la clase media catalana, especialmente tras las políticas de recortes y privatizaciones que se sucedieron tras la crisis y del fin de toda promesa de prosperidad y ascenso social que estaba en la base de noción inclusiva de catalanidad.
La gente que ha votado a Ciudadanos no lo ha hecho en una clave Catalunya contra España, lo ha hecho en una clave de reafirmación nacional catalana: es posible en Catalunya ser catalán y ser español sin que eso genere un conflicto interno.
Si el PP se ha hundido en estas elecciones es porque no ha entendido este punto: no se votaba por España, los catalanes que han sido excluidos no quieren balcanizar Catalunya, no se sienten “únicamente españoles” y defienden a España dentro de Catalunya. Los catalanes que han sido excluidos de la construcción nacional de convergencia reivindican su condición de catalanidad frente a los que les quieren expulsar.
Ciudadanos y su carácter plebeyo ha ganado en el cinturón metropolitano por ser la única alternativa que ha habido al procés, al senyoret català y al establishment tradicional. Puigdemont ha ganado y casi atrapa a Ciudadanos por haber propuesto impugnación y ruptura con el Régimen del 78, con el establishment español. Sin un solo amago de pacto o negociación con el Estado central: pura impugnación.
Dos impugnaciones, pues, y ninguna humillación tras las elecciones del 21D. No es un saldo negativo desde el que plantear el futuro y construir un proyecto político de país, una cuestión que no ha sido central en estas elecciones.
¿Qué papel entonces para las fuerzas que apostamos desde un inicio por la hipótesis populista?
El eje izquierda-derecha hace tiempo que saltó por los aires. Pero en Catalunya esa implosión se ha producido en una magnitud mucho más importante. El eje izquierda-derecha ha sido enterrado para muchos años. Volver a reivindicar la izquierda contra la derecha no funcionará en Catalunya: hay que hacer una apuesta decidida por una reconstrucción nacional-popular que recoja lo mejor de lo que expresa Ciudadanos y lo mejor de lo que ha intentado representar Puigdemont. Frente a los dos populismos de derechas, los populismos que a la postre garantizan la gobernabilidad de la crisis, hay que oponer un populismo de izquierdas.
Ante este escenario, el reto político que se presenta es el de tener la capacidad de construir un proyecto que parta de las clases populares catalanas que se han sentido y han sido excluidas del procés: un proyecto claro de impugnación a las elites y los circuitos de poder catalanes. Pero, también, un proyecto capaz de recoger en positivo la pulsión democrática y constituyente del movimiento soberanista, superando el callejón sin salida en que nos encontramos y la dinámica de bloques para volver a situar a Catalunya como motor de la pendiente ruptura democrática con el régimen del 78 que concrete un escenario constituyente en clave de apertura democrática.
El riesgo de no afrontar con valentía la nueva etapa que se abre es que los populismos de ambos lados vayan caminando hacia el cierre identitario que termine por compartimentar los espacios- con un eventual proceso de lepenización de la clases trabajadoras metropolitanas-, ulsterizando y esterilizando por mucho tiempo la política catalana y el proceso de cambio político en España.