Hace unos días escribí este hilo en Twitter: “Me preocupa muchísimo cómo tratar públicamente la epidemia del chemsex en la población homosexual. Por un lado, no quiero estigmatizar. Por otro, creo que se debe hablar alto y claro del tema sin esconderlo. Y no llego a ninguna certeza de cómo se puede hablar de ello. Cómo hablar del destrozo físico, psicológico y emocional que las nuevas sustancias, los hábitos de consumo y los rituales asociados a estas prácticas están provocando en demasiados homosexuales de 18 a 50 años. Cómo explicar las cotas de deshumanización y degradación a las que se puede llegar sin sonar moralista o sin que parezca que estás juzgando la vida sexual de las personas. Es algo en lo que pienso a menudo. Y me debato en cómo debe hacerse. Esconderlo, como si no existiese, no ayuda. Enarbolar la libertad como defensa, tampoco. Porque lo que acontece tiene poco que ver con la libertad y mucho con la enfermedad. No os podéis imaginar la cantidad de chicos gays que me han escrito a raíz de ”Yo, adicto“ con vidas, situaciones, problemáticas e historias que son relatos de terror. Que me impresionan a mí (y puedo asegurar que tengo el culo pelado). Creo que es vital que se hable de ello, que hablemos de ello. ¿Cómo? No tengo ni idea. Ojalá lo supiera”
Al poco tiempo, se desató un pequeño apocalipsis en mi teléfono. Muchas personas del colectivo me apoyaron y tuve la certeza de que sabían perfectamente las dimensiones del problema y de lo que yo hablaba; los neandertales homófobos (y machistas) aprovecharon que pasaba por ahí el río para insultarme y soltar berridos contra toda la comunidad; otros me desaprobaron diciendo aquello de “los heteros también follan con drogas”. Independientemente de las reacciones, el hilo era honesto. Estos últimos meses no paro de reflexionar sobre cómo hablar del chemsex y de esta epidemia que está diezmando a la comunidad gay (hablo de comunidad gay y no lgtbi porque el chemsex está asociado principalmente a hombres gais y bisexuales).
Yo, en lo que va de 2022, llevo dos muertes a mis espaldas: un suicidio y una sobredosis. Sobre ambas revolotea el fantasma del chemsex. Llevo decenas y decenas de mensajes recibidos de hombres desesperados que no saben qué hacer porque están destrozando su vida, son conscientes y no saben cómo salir de la espiral porque no pueden parar. Eso, por muy salvaje que resulte decirlo, es lo que es: la enfermedad de la adicción. Todos los hombres gais que vivimos en las grandes ciudades españolas hablamos de ello: por whatsapp, en cenas, en grupos de deporte, en conciertos. Todos conocemos a alguien que ha tenido un problema o está pasando por algo tremendo. Muchos de nosotros conocemos de primera mano pérdidas de trabajos, de casas, de parejas; ingresos psiquiátricos; intentos de suicidio; enfermedades mentales y físicas. En algunos casos, los más terribles, pérdidas de vidas.
Por todo esto me parece fundamental hablar de ello. Voy a intentar hacerlo abiertamente en este artículo.
No es un texto moralista ni condescendiente. No tengo el más mínimo interés en juzgar la vida sexual libre y los hábitos o modos de vida de las personas. Creo en una sexualidad abierta, constructiva e imaginativa y en el placer, sea este cual sea y de la manera que sea, como uno de los grandes regalos que tenemos los seres humanos para explorar, para compartir y para entendernos. No considero que la salud afectivo sexual esté regida por normas inviolables de “cómo se deben hacer las cosas”. La vida no es nunca un guion. Cada uno sabe qué le hace feliz y qué es lo que disfruta. Nada en contra del disfrute y, mucho menos, de la felicidad. Además, no estoy yo en ninguna posición para poder juzgar nada. Como ex adicto (o adicto recuperado) he practicado y hecho casi todo lo que podéis imaginar y más. No tengo nada de santo y no soy ejemplo de nada ni más listo que el resto. Pero sé de lo que hablo. Eso, aunque no me convierte en una autoridad médica, sí me hace tener una voz personal al respecto, porque yo pasé por ahí y atravesé el infierno de la adicción a sustancias y al sexo. Por eso sé perfectamente que demonizar el uso de sustancias o el señalamiento no sirve de nada. Pero cuando a tu alrededor compruebas las dimensiones del problema urge levantar la voz y al menos decir: ojo, existe un problema y nos afecta a todos. Está pasando algo tremendo y necesitamos hablar de ello. Cuando sabes lo que otros están sufriendo, porque tú lo has sufrido, toca decirlo. Toca ayudar como sea y como puedas. Toca exponerlo sin reparos, aunque te caiga la del pulpo. El silencio, los susurros, el mirar hacia otro lado lo único que consigue es que el abismo se haga cada vez más grande. Por eso este texto.
En los últimos años, he asistido al crecimiento exponencial del chemsex en la comunidad de hombres gais y bisexuales, la mía. He visto cómo gente maravillosa y válida ha destrozado su realidad, como yo la destrocé. Saber perfectamente por lo que están pasando lo hace todavía más doloroso de ver. Y la pandemia y sus efectos devastadores sobre la salud mental de la población no han hecho más que multiplicar la epidemia. En estos últimos meses he comprobado de primera mano cómo el chemsex se ha convertido en una alternativa de ocio para un tanto por ciento elevado de la comunidad. Realmente me dan igual los números. Con que haya una sola persona me basta y me preocupa. Nadie debería pasar por eso. Pero la realidad es que son muchos, muchísimos, demasiados. Hace poco, la educadora social que me ayudó a recuperar mi vida, que me sacó del hoyo, me explicó cómo las clínicas de desintoxicación de toda España están llenas de hombres con adicciones por el chemsex, que la red pública de apoyo está desbordada y que esta epidemia tiene todas las características de una crisis de salud pública. Llegó a decirme que yo había tenido suerte porque si mis adicciones hubiesen ocurrido ahora, en este presente, yo probablemente estaría ya muerto. En los últimos tiempos, yo mismo, después de que me contactasen a raíz de la publicación de “Yo, adicto”, he derivado a jóvenes y no tan jóvenes a Narcóticos Anónimos, a StopSIDA, a ApoyoPositivo y a diferentes organizaciones y grupos que están ya desde hace tiempo creando espacios dedicados únicamente a este fenómeno, porque entienden la dimensión del problema que está diezmando vidas, trabajos, futuros. Pero vayamos por partes. Me adelanto yo solo.
Lo primero que hay que dejar claro es que sí, es evidente: “follar con drogas” no es patrimonio gay ni muchísimo menos. Sería una idiotez (además de homofobia) relacionar las drogas con “la vida gay”. Los heteros se ponen finos. De hecho, en este país, todo el mundo se pone fino (comenzando con el alcohol que, por mucho que les pese a ciertos partidos políticos, sí, es una droga y una muy jodida). Lo que ocurre es que algunos heterosexuales, ya sabéis de quién hablo, sí son expertos en la manipulación y la demagogia: en señalar a los otros mientras ellos hacen lo mismo (o peor). En usar a los demás, normalmente colectivos oprimidos y vulnerables, para verter sobre ellos toda su hipocresía y doble moral, estigmatizando y condenando desde una tribuna de moral que ni es tribuna ni es nada. Hablo de todos esos que llaman a las mujeres “putas” desde el sofá de un puticlub. De todas esas que condenan las drogas mientras estructuran sus campañas políticas sobre la libertad de ponerse ciego a cañas. De todas estas personas también hay muchas en España. A veces me aterroriza pensar que cada vez son más. Quiero pensar que es solo un espejismo.
Pero el tema es que el chemsex no es “follar con drogas” (o con “químicos”, de ahí chemsex: chemical sex). El chemsex es mucho más preciso que eso. Se trata de un fenómeno específico y con características que lo diferencian de “follar con drogas”. La diferencia es muy importante, para saber de qué estamos hablando. Cuando nos referimos al chemsex no hablamos de fumarte unos porros y echar un polvo. Ni siquiera de salir a bailar, tomar MDMA e irte a hacer un trío porque te apetece. Las sustancias utilizadas en el chemsex son “nuevas”: mefedrona (mefe), meta anfetamina (tina), GHB. Es cierto que en las sesiones de chemsex hay todo tipo de drogas (MDMA, cocaína, viagra, etc), pero esas que he mencionado son las más predominantes. Las vías de administración son también diferentes: vía intravenosa, anal, etc. Y los rituales de consumo y hábitos son también muy concretos y diferenciados: largas quedadas que duran días en los que incluso entre los participantes costean los espacios donde se hacen, con rutinas muy establecidas y el apoyo desinteresado de todas las aplicaciones que conocemos. Tampoco quiero entrar al detalle en lo que ocurre en estos espacios. Creo que todos los que formamos parte de la comunidad sabemos de lo que hablo: todos conocemos a alguien o nos han llegado las leyendas, etc. Todos sabemos lo que son los chills, las sesiones, las chuches, el chorri, etc. Muchos de nosotros vivimos rodeados de estas prácticas.
Por eso es necesario señalar que esto, el chemsex, está relacionado predominantemente con los hombres gais y bisexuales. Y hacerlo no es homofobia ni estigmatización: es una realidad comprobable y documentada. Ya hay algún heterosexual que participa de todo esto, pero su presencia es residual. Además, se da una circunstancia, como en cualquier tipo de adicción, que lo hace todo aún más problemático: es algo absolutamente transversal. No conoce de edades, ni de clases ni de razas. El chemsex afecta por igual a abogados o farmacéuticos que a camareros o peones, a gente con estudios y a gente que no los tiene, a gente tremendamente joven que a gente con una edad y una experiencia vital más longeva. Y, cualquiera que haya hablado o conocido a alguien que se encuentra inmerso en la espiral destructiva del chemsex sabe que estoy hablando de algo muy oscuro y perverso: estoy hablando de autodestrucción y adicción, con todas las letras. De algo que no tiene ninguna relación con la libertad sexual, ni con una promiscuidad orgullosa, ni siquiera con el placer. A menudo, cuando hablas con personas que practican chemsex, suele aparecer una frase que se repite: “ni siquiera lo disfruto”. Esa es una señal inequívoca de que, al contrario de lo que algunos dicen, ciertas prácticas y adicciones están íntimamente relacionadas al dolor y al sufrimiento, no al placer ni a la libertad. A querer escapar desesperadamente de una falta de afectos, de una falta de futuro, de estabilidad… y esconden problemas mucho más profundos que el uso de las sustancias o el sexo. Problemas sistémicos como la precariedad material y emocional que tienen poco que ver con el individuo y mucho con la sociedad que construimos entre todos.
Y no, todo esto no tiene nada que ver con una supuesta libertad, porque la realidad es que no se es libre bajo el efecto de las drogas o la adicción. De hecho, uno de los mayores dramas de esta enfermedad y de las sustancias es que sepulta el “yo”: la capacidad de tomar decisiones reflexionadas, erosionando los instrumentos internos que te permiten saber lo que quieres, cómo y cuándo lo quieres. La espiral de compulsión y gratificación instantánea no tiene nada que ver con la libertad y mucho con patrones enfermos. De nuevo, lo digo con conocimiento de causa. Yo me descubrí a menudo haciendo cosas que nunca quise hacer, que me dañaban a niveles profundos y que, sin embargo, continuaba haciendo porque era incapaz de parar. Porque algo ajeno a mí había tomado el timón y se había adueñado de mis decisiones. Eso no es ser libre. Al contrario, es ser esclavo: de una sustancia, de la aprobación grupal o de unas rutinas, me da lo mismo. Hay un mecanismo perverso en la adicción: la justificación y ausencia de conciencia de enfermedad. El autoengaño. Yo mismo me negaba ser adicto, no era capaz de identificarme como tal. Yo no era yonqui, eran los demás. Yo era libre, irreverente y vivía mi vida sin atender a las aburridas rutinas de la sociedad gris. Tuve que pegarme varios sustos gordos antes de poder admitirme que, efectivamente, era un enfermo y necesitaba ayuda.
Y si en la comunidad no entendemos que el chemsex no puede ser una alternativa de ocio, si no comprendemos que el chemsex no es lo mismo que correrse una juerga bailando en una discoteca hasta el amanecer, que el chemsex ni siquiera es lo mismo que el sexo en grupo o la experimentación sexual o una vida libre de conceptos católicos de culpa y castigo, entonces tenemos un problema serio de conciencia comunitaria. Si no somos capaces de hablar de ello abandonando los dos polos presentes en todas las conversaciones, el puritanismo católico por un lado o la ausencia completa de límites por otro, tenemos un problema comunitario.
A menudo, esto lo he hablado con algunos políticos de diversos signos, no se sabe qué hacer desde la política con esta epidemia. Saben que existe, pero no saben cómo aplicar estrategias para solucionarla. Que siempre han faltado recursos para este tipo de temas es algo que es evidente. Que, además, en este caso concreto deberían ser políticas especificas para un colectivo (a poder ser no atravesadas por las normas de conducta heteropatriarcales) lo hace aún más complejo. No hace falta ser Bauman. Que hay mucha gente en la política que intenta hacer todo lo posible también. Me consta. Pero no es suficiente. Está lejos de serlo. Nadie quiere abrir el melón, nadie quiere exponerlo a la luz pública. Muchos temen que al hacerlo les estemos dando munición gratuita a los partidos homófobos que, lamentablemente, existen en nuestro país. Otros temen aparecer como moralistas o como enjuiciadores de los demás. Pero mientras nosotros, los que estamos a salvo, nos perdemos en debates estériles sobre si hablar de chemsex y señalar su existencia problemática es homofobia o estigmatización, hay miles de personas ahí afuera que están sufriendo y sobreviviendo en un infierno de consecuencias tremebundas.
Y puede que hablar de chemsex sea darle munición a la derecha y a la extrema derecha para que vuelvan a insultarnos o a llamarnos degenerados. Pero con toda honestidad, me importa un pimiento. Sinceramente, me importa muy poco lo que piensen o digan. Que se ahoguen en su odio. No quiero seguir callado para “no darles munición”. Sé que, hagamos lo que hagamos, no vamos a conseguir su respeto ni su aprobación. Podríamos ser todos ciudadanos ejemplares (como ellos pretender ser, nada más lejos de la realidad) y seguirían con su homofobia y sus discursos de odio. Pero mientras nosotros estamos callados para que no se diga de nosotros lo que sea, hay miles de personas del colectivo que están sufriendo, que están viendo sus vidas destrozadas y que, con toda seguridad, necesitan nuestra ayuda y nuestro apoyo. Vuelvo a repetirlo, para que quede claro: personas que nos necesitan. Que necesitan la mejor versión de nosotros mismos.
Si algo he aprendido en la vida es que de este tipo de enfermedades y situaciones no se sale ni se ayuda con juicios, con moralidades, con insultos, con marginación ni con señalamiento. Al contrario, la única manera de ayudar es con empatía, con humanidad, con aceptación, compasión, comprensión, cuidados y cariño. Suena a hippie flower, pero no lo es. Por eso me parece fundamental que hablemos alto y claro de esta epidemia que está diezmando a la población gay.
Alguna vez me he encontrado dentro de la comunidad a gais ungidos por la mano de una supuesta perfección que te dicen: “Es su problema”. Me recuerda mucho a aquello de “si es yonqui es porque él quiere, nadie le ha obligado”. En fin, personas que no son capaces de ver al otro. Personas demasiado entregadas a mirarse su propio ombligo. Pero no, “no es su problema”. El término comunidad es grupo. Y quiero, necesito pensar, que nosotros lo sabemos hacer mucho mejor que eso. Quiero pensar que podemos hablar calmadamente de las cosas que nos pasan sin tirarnos los trastos a la cabeza y sin lanzar zascas a diestro y siniestro. Que podemos unir las manos y salir juntos de esto.
Hubo algo trascendental que aprendí en mi desintoxicación: el poder del grupo y la sanación de la palabra y el compartir con otros. De estos infiernos nunca se sale solo, jamás. Se sale con ayuda profesional y con una red de apoyo y de afectos. Quiero pensar que los que estamos a salvo podemos ser esa red para los que, lamentablemente, se han perdido en ese abismo. Quiero pensar que podemos hablar de las cosas que nos ocurren en el colectivo: los apegos, la inmediatez de las aplicaciones, la hipersexualización, las herencias patriarcales, la homofobia interiorizada, la gordofobia, los estándares inalcanzables, el machismo, el edadismo, la libertad sexual, las nuevas formas de relación, etc. Que podemos debatirlas para hacernos más fuertes y unirnos más. Suena a utopía, pero me niego a pensar que no somos capaces. Creo fervientemente que si alguien es capaz de no juzgar, de no estigmatizar, de no condenar al ostracismo, a la soledad y al silencio, somos precisamente nosotros. Que si alguien conoce la importancia de los cuidados, del respeto, de la aceptación y de los abrazos, somos nosotros.
¿Cuál es la solución? ¿Qué se puede hacer? No tengo las respuestas. Ojalá las tuviera. Lo pienso y lo reflexiono prácticamente a diario. Es algo que me preocupa muchísimo. Solo sé que el silencio no es la contestación a esta pregunta. Al contrario, el silencio alimenta el oscurantismo y la estigmatización, la incomprensión y la culpa. Atravesando lo que yo atravesé, no podría perdonarme no poner sobre la mesa esta epidemia para intentar que tomemos conciencia de sus dimensiones y que arrimemos el hombro, para instaurar los amores, los abrazos, la compañía y el apoyo. Que nos olvidemos de los cuerpos, de nuestras fotos de Instagram, de los debates estériles de Twitter y que pongamos el foco en lo que está ocurriendo a nuestro alrededor.
Creo que es necesario, como nunca, que construyamos comunidad y que seamos la red de apoyo de la que muchas personas, ahora mismo, están necesitadas. Es capital que lo hagamos y que nos unamos. Nos estamos jugando, literalmente, la vida. Y a los otros, a los que nunca nos van a respetar, a los que, hagamos lo que hagamos nos van a señalar y a condenar, que les jodan. No son importantes. Tenemos algo mucho más urgente a lo que atender: nosotros mismos.
Ojalá podamos decirles a todas esas personas que están sufriendo que estamos aquí para ellos. Que en este partido jugamos todos en el mismo equipo. Y que lo vamos a ganar juntos.