Para un buen número de mujeres cobrar por nuestro trabajo, darle un valor económico, nunca ha sido nuestro fuerte. Hechas al regalo cotidiano del tiempo nos parece que nuestros saberes entran en el mismo saco de la entrega. Ya cuando estudiamos la carrera poníamos nuestro esfuerzo, tiempo y conocimiento al servicio de nuestros colegas que firmaban el trabajo en cuestión y avanzaban ligeros hacia la licenciatura. Nos fastidiaba bastante, pero tampoco queríamos parecer demasiado ambiciosas, solo mostrar un interés de baja intensidad, femenino. Desoyendo los consejos de Adrienne Rich cuando nos decía: No damos la importancia debida a nuestro trabajo o a nosotras mismas, siempre nos parecen más importantes las necesidades de los demás que las propias.
A lo largo de nuestra vida hemos ayudado a unos y a otras en numerosos asuntos profesionales por amistad, compromiso o simplemente por sumisión. Ahí confluían diversos elementos: éramos jóvenes, no íbamos sobradas de autoestima y creíamos que eso era lo que había que hacer y en términos culturales seguramente era cierto. Además, carecíamos —carecemos— de modelos de mujeres que se atrevían a reconocer su trabajo y el valor de su saber, su esfuerzo y su conocimiento y por lo tanto ponían precio a su aportación.
Este asunto viene a cuento de recientes experiencias por las que pasamos todas, gracias al tiempo de confinamiento que ha cambiado nuestras relaciones y prácticas laborales. Nos invitan a dar una conferencia en una webinar; nos piden que participemos como ponentes en unas jornadas que se realizan online; nos proponen que colaboremos en causas justas, necesarias y afines a nuestra especialidad aportando nuestros saberes. Algo por lo que nos alegramos y además, como lo hacemos desde casa, podemos estar incluso en pijama. Muy cómodo.
Sin embargo, con demasiada frecuencia nos encontramos con que se trata de una actividad gratis et amore. Información que tenemos que sonsacar a duras penas. Las mujeres somos las pobres del planeta. No podemos explotarnos unas a otras. Como feministas no debemos contar —cuando hacemos una propuesta no remunerada a nuestras compañeras— con: a) la perenne entrega gratuita del tiempo, b) el cuasi intrínseco pudor femenino ante el dinero y c) la empanada mental en torno al amor y la bondad, nos garantizarán una respuesta positiva.
Estas reflexiones pretenden hacer visible el invisible valor económico de nuestro trabajo y la necesidad de poder disponer de la libertad interior para decidir a quién se lo queremos regalar con todo gusto y a quién no queremos trabajarle por la cara. Nuestra cuota de trabajo intelectual gratuito la tenemos normalmente satisfecha. Trabajamos gustosamente para los proyectos de nuestras amigas, para asociaciones y grupos diversos. Orientamos a jóvenes estudiantes que nos piden asesoramiento en sus trabajos; leemos e informamos textos, artículos y escritos de personas con frecuencia desconocidas que recurren a nosotras por vías diversas. En estas colaboraciones se ponen en circulación unas transacciones que no se circunscriben al dinero, otras formas de remuneración consistentes en elementos que deseamos fungibles, de los que nos quedará una huella emocional, un ingrediente cultural, el recuerdo de un tiempo compartido fuera de todo protocolo, donde hacemos comunidad y red. En todas estas situaciones conversamos, somos asequibles, empáticas, generosas. Lo hacemos con diligencia y amabilidad, porque queremos transmitir a las generaciones siguientes lo que la vida y nuestro esfuerzo nos han ofrecido, porque queremos sacudir y agitar conciencias y hacer realidad un mundo solidario para las mujeres y las niñas. Lo hacemos, simple y llanamente, porque somos así de estupendas y esta es nuestra forma habitual de trabajar.
Sin embargo, como norma general, creo que no debemos trabajar gratis para las instituciones (públicas o privadas). Simplemente porque manejan unos fondos que tienen que valorar y reconocer nuestro trabajo y porque creo que nosotras debemos mostrar públicamente la consideración y el respeto que otorgamos a nuestros saberes. Una institución que honra a las mujeres no puede ahondar en sus flaquezas. Cuando una tras otra nos neguemos a colaborar en actividades institucionales gratuitas, respetando nuestra mente y nuestro bolsillo, quizás estas relaciones que ahora se sustentan en nuestras debilidades se empiecen a regir a partir de nuestras fortalezas.
Hagamos palanca.