Chispeando a cántaros
Era viernes, y el momento en el que recibí aquel SMS me pilló trabajando. En concreto, estaba en una asamblea hablando con los usuarios del Centro de los planes futuros a corto plazo. Los viernes eran los días más lúdicos de la semana.
Sólo llevaba dos meses de los cuatro que duraría el contrato de sustitución, y, estando en el ecuador del trayecto, empezaba a adaptarme al frenesí del trabajo: para quien no haya trabajado en el terreno de la discapacidad intelectual, muchas veces es hacerlo con la locura, con las emociones sin filtro y sin freno, repeticiones en bucle, palabras vacías, hablar sin decir nada, silencios que dicen mucho, miradas perdidas, autismos, gritos, obsesiones, babas que caen, risas, muchas risas, risas desmedidas, sin sentido, escandalosas, risas mecánicas, risas que tapan llantos, que esconden angustias... y también llantos, llantos secos, o infantiles, de rabieta, de rabia, de dolor profundo, llantos solitarios y llantos exhibicionistas. Risas y llantos que al final nos están hablando de la imposibilidad de poder ser.
Diez personas a mi cargo con las que estar a diario de 9 de la mañana a 5 de la tarde y en continua convivencia con otros treinta más, en un Centro pequeño, reducido, claustrofóbico y sin luz. Diez personas excesivas, demandantes, incansables, infatigables, a las cuales había que estar atendiendo continuamente, además de ser persona referente, y las que en cada momento de vacío preguntaban incesantemente: ¿y ahora qué hacemos?
Al principio me llamó la atención la buena organización que había, ya que todos los horarios y actividades estaban detalladas con precisión en un engranaje complejo y muy dinámico.
Pero conforme pasaban las semanas me daba cuenta de que había muchas actividades, una tras otra, sin parar, sin pausa, y que a los usuarios se les iba moviendo como piezas, llenando espacios y horarios, cambiándolos de un sitio a otro.
No puedo dejar de comparar el Centro del que hablo con otro de las mismas características en el que trabajé 14 años y que fue una auténtica escuela de vida, en el que los usuarios eran escuchados y tratados como adultos: un lugar con puertas abiertas, sin represión, sin vigilancia, sin sobreprotección; un lugar en el que se le daba espacio a la locura que en ningún sitio se permitía; un lugar donde en el espacio de la Clínica no se les amonestaba y censuraba o castigaba, sino que más bien se les interpelaba para que se pudieran hacer cargo de sus actos. Nunca escuché en el Centro actual la pregunta “¿por qué has hecho o dicho esto?”. No escuché preguntas, solo sermones, sermones interminables que caían en saco roto y que recibían respuestas complacientes.
Bueno, es otra forma de funcionar y abordar la clínica y el trabajo social con personas llenas de dificultades: puedes trabajar con sujetos o con objetos.
Yo, realmente, para cuatro meses que iba a estar allí, tampoco quise cambiar nada ni dar lecciones, me adapté a las dinámicas existentes e intenté hacerlo lo mejor que sabía y podía, aunque bien es cierto que sentía que muchos ojos sólo estaban puestos en los posibles fallos.
Relato una anécdota con el fin de ilustrar el funcionamiento del Centro: Puri (nombre inventado) era una chica de mi taller que estaba obsesionada con un monitor y con el hecho de robar documentos (que podían ser importantes o no) y cambiarlos de sitio. Cada vez que salía sola del taller todos ponían el grito en el cielo, ya que se suponía que debía ir acompañada por el peligro de que robase. A mí todo aquello me pareció una barbaridad e intenté normalizarlo asignándole tareas que tuviesen relación con documentos (repartir hojas, traer una fotocopia, etc.) pero de un modo reglado, como una forma de sacarla del lugar que se esperaba de ella, el de ladrona, y poder trabajar e ir hablando de ello. Lo que terminó de sorprenderme fue el hecho de que, como premio, si se portaba bien, los viernes le enseñaban una foto del monitor del que estaba “enamorada”, algo bastante perverso que le daba continuidad y fuerza a esa locura suya.
Confieso que mi proceso de adaptación ha sido muy duro, tanto por la intensidad del trabajo y los usuarios, los largos horarios, el espacio reducido y el conductismo profesional... Pero lo estaba consiguiendo.
Lo estaba consiguiendo si no hubiera sido porque aquel SMS de aquel viernes lúdico interrumpió todos los planes de futuro con ellos, pues anunciaba que ese mismo día acababa mi relación laboral por no haber superado el periodo de prueba de dos meses. Lo tuve que leer repetidas veces para poder asimilar la deshumanización de los tiempos que corren, donde todo es digital, donde la directora no te pone sobre aviso ni te comunica tu cese y los motivos mirándote a los ojos; todo seguía haciendo honor a esa 'objetualización' del modus operandi del Centro.
Me llevo de esta experiencia las lágrimas reales de pérdida de las personas de mi grupo, que en este caso no lloraban sin saber por qué... Y me llevo una carta ininteligible, llena de letras y símbolos, sin orden, preciosa visualmente, y que, según su autora, al dármela y yo preguntarle qué ponía, me dijo: pone que te quiero mucho. El día anterior, otra de las chicas me dijo una frase que me atravesó: me dijo que estaba chispeando a cántaros....
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