Las frases “yo soy de letras” o “yo soy de ciencias” se usan de manera recurrente para justificar una falta de conocimiento sobre determinados hechos o destrezas, en ocasiones básicas. Pero, ¿existen tales identidades? De partida, esta segmentación del conocimiento ofrece una visión muy limitada de la amplitud de las diferentes disciplinas; en el caso de las matemáticas, esta simplificación hace que a menudo se identifiquen con una serie de conceptos estancos, que solo gustan a frikis, que se le dan mal a casi todo el mundo y que, por tanto, es aceptable no saber.
Sin embargo, las matemáticas constituyen una parte sustancial del mundo que nos rodea: son la base de los modelos de dispersión de la COVID-19, y son fundamentales para garantizar la seguridad de las transacciones por internet o para hacer buenas predicciones meteorológicas. En general, están detrás de la gran mayoría de desarrollos científicos y tecnológicos y, por ello, nuestra sociedad requiere de –cada vez más– profesionales capaces de manejar estas herramientas.
Más allá de eso, independientemente de nuestra ocupación, todos y todas necesitamos determinadas habilidades matemáticas básicas para desenvolvernos en nuestro día a día; por ejemplo, para calcular un porcentaje, estimar cuánto toca pagar a cada uno en una cuenta común, o cambiar de centímetros cúbicos a litros. Pero el razonamiento matemático necesario en la vida cotidiana no se limita a estas habilidades aritméticas, sino que también resulta esencial para algo tan importante como pensar de forma crítica. Entre otras cosas, nos ayuda a identificar la falsedad de un razonamiento lógico o evitar la manipulación mediante estadísticas.
Un caso habitual de argumento falaz –muchas veces usado de manera interesada– es deducir de la afirmación “a implica b” que “b implica a”. Pongamos un ejemplo concreto: aunque aceptemos que los buenos colegios obtienen altas evaluaciones en los parámetros estándar de calidad –los resultados académicos o la ratio–, esto no implica que los centros con buenos resultados sean los mejores, ni siquiera buenos. Este matiz puede parecer inofensivo; sin embargo, es empleado con frecuencia para proponer estos rankings como medida de excelencia educativa. Tales ligas contribuyen a generar desigualdad social y su influencia es tal que, de hecho, en Reino Unido llegan a influir decisivamente en el mercado inmobiliario.
De manera parecida, las estadísticas son empleadas de forma reiterada –por políticos o empresas– para respaldar sus afirmaciones. Parece que los argumentos basados en números –matemáticas–, son automáticamente ciertos. Sin embargo, en muchas situaciones, la lectura de los datos puede ser intencionalmente engañosa y llevar a conclusiones falsas. Manipulaciones clásicas –y a veces muy burdas– incluyen el acortamiento de ejes, el dibujo de gráficas incorrectas, o, sencillamente, la invención de estadísticas, como la que usaron diversas personas –entre ellas, Donald Trump– para criminalizar a la población afroamericana de Estados Unidos.
Otras veces la confusión puede venir, simplemente, de no saber interpretar bien cierta información estadística. Un ejemplo de esto son las lecturas de las pruebas médicas. Si tras realizar un examen, fiable al 95% –en el sentido de que arroja un resultado positivo el 95% de las veces que se hace a alguien enfermo, y negativo el 95% de las veces que se aplica a alguien sano– se obtiene un positivo, ¿cuánto debemos alarmarnos? Pues dependerá de la incidencia de la enfermedad. Si el porcentaje de personas que la padecen es el 1% –el cáncer de pulmón, por ejemplo, tiene una incidencia del 0,6% en la población española– en realidad solo hay un 16% de posibilidades de padecer la enfermedad, aun habiendo dado positivo en la primera prueba. Esta es la razón por la que siempre se ordena un segundo test antes de comenzar ningún tratamiento.
La mala interpretación de la probabilidad puede llegar a tener consecuencias terribles, como sucedió en el caso de Sally Clark, que fue condenada a cadena perpetua por la muerte de dos de sus bebés. Como fue demostrado posteriormente, los bebés fallecieron por muerte súbita del lactante; sin embargo, en el juicio se argumentó que la baja probabilidad de que un suceso así ocurra indicaba que Sally Clark había matado a los niños. Este argumento –la llamada “falacia del fiscal”–, esgrimido por el prominente catedrático de pediatría Roy Meadow, es incorrecto: que un suceso sea improbable no significa que sea imposible.
Sally Clark fue finalmente absuelta tras probarse que sus hijos habían fallecido de manera natural, pero ella murió unos años más tarde por una intoxicación etílica aguda, tras no haber podido superar la muerte de dos de sus vástagos y su encarcelamiento con la consecuente separación de su otro hijo. Como muestra este caso, la importancia de comprender e interpretar correctamente estas cuestiones puede llegar a ser determinante para la vida misma de las personas.
El razonamiento matemático es una herramienta clave que aparece de maneras más sutiles de las que a priori nos planteamos. Por ello, es fundamental dejar de escudarse ante cualquier cuestión matemática, por muy sencilla que sea, detrás de la justificación de “siempre se me han dado muy mal las matemáticas”. En primer lugar, esta segmentación del conocimiento –ciencias vs. letras– es artificial: los diversos saberes aparecen entrelazados de manera profunda y no siempre evidente, como sucede, por ejemplo, en la teoría lingüística de Noam Chomsky, basada en matemáticas y lógica. Pero, sobre todo, es contraproducente; porque nos impide enfrentarnos con garantías a una amplia gama de problemáticas de la vida cotidiana y reduce nuestra capacidad de valorar afirmaciones y hechos desde una perspectiva crítica. De hecho, estas aspiraciones son una parte central de los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030, suscrita en 2015 por todos los países miembros de Naciones Unidas. Es imperativo que, como sociedad, pongamos todos los medios –económicos, humanos y pedagógicos– necesarios para garantizar que este anhelo se convierta en una realidad.