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La ciudad y la plaga

Oriol Nel·lo

Geógrafo y exsecretario de Planificación Territorial de la Generalitat —

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“Mi alma se llenó de muy serios pensamientos acerca de la miseria que iba a cernirse sobre la ciudad, y de la infelicidad de quienes hubieran quedado en ella”. Así reflexionaba Daniel Defoe sobre la peste que afectó Londres en 1665. Leído hoy, su Journal of the Plague Year nos parece extrañamente cercano. Salvadas todas las distancias históricas, los paralelismos con nuestra situación actual no deberían sorprendernos. Las plagas han tenido una importancia crucial en el proceso de urbanización y han dado lugar a comportamientos hasta cierto punto recurrentes. Tanto es así, que en los últimos días diversos medios se preguntan sobre si la epidemia de la Covid-19 debería ser vista como un efecto del proceso de urbanización y, por lo tanto, como una demostración más de su inviabilidad social y ambiental.

De hecho, más que los eventuales efectos negativos de la urbanización, lo que la crisis actual pone en evidencia son sus contradicciones. La primera, la más obvia, es la derivada de la densidad. A lo largo de los siglos, la ciudad se ha caracterizado, ante todo, por la concentración de población y actividad en un espacio reducido. Así, hoy el 2% de la superficie de las tierras emergidas alberga más de la mitad de la población mundial.

Esta concentración ha resultado fundamental para el desarrollo económico y los avances sociales. Pero, al mismo tiempo, la facilidad y el número de los contactos supone un riesgo evidente en tiempo de epidemia. De aquí las fugas de población urbana ante las pestes, tan bien referenciadas en la literatura, de Boccaccio a Defoe y a Poe. De aquí, también, la identificación entre densidad e insalubridad que tanto preocupó a los higienistas decimonónicos, y propició, entre otros, el llamamiento “¡Abajo las murallas!” del barcelonés Pere Felip Monlau.

Ahora bien, la concentración supone también esperanza de salud. La atención sanitaria, en especial la que corresponde a los hospitales y los servicios especializados, se puede prestar más fácilmente en las ciudades. Las áreas urbanas concentran también los principales centros de investigación, los laboratorios y las universidades. Constituyen así los focos del avance científico y la innovación que permiten tratar enfermedades y aumentar de forma extraordinaria la esperanza de vida. La facilidad de contacto, esencia de la vida urbana, entraña ciertamente riesgo, pero hace más accesibles los servicios, eficientes los recursos y potencia innovación.

La segunda contradicción que evidencia la epidemia es la relativa a la desigualdad. Los primeros datos sobre la incidencia de la Covid-19 en la ciudad de Barcelona, por ejemplo, muestran que la tasa de contagios del distrito de Nou Barris triplica la de Sarrià-Sant Gervasi. Son datos que deben interpretarse con cautela y que la evolución futura se encargará de verificar. Su explicación podría encontrarse, de nuevo, en la densidad, en la disposición del capital social necesario para procesar la información y en las condiciones del entorno. No es lo mismo, obviamente, confinarse en un apartamento espacioso, con posibilidad de practicar teletrabajo, que compartir una vivienda reducida y tener que desplazarse cada día para ir a trabajar. Como ha señalado Joan Benach, director del Grupo de Investigación de Desigualdades en Salud de la UPF, “la pandemia es una fuerte amenaza para los grupos de población y para los barrios más pobres y vulnerables”.

Nuestra relación con el entorno es otra contradicción de la urbanización que se hace patente ahora. La expansión de las epidemias no puede separarse de la forma en la que utilizamos los recursos y nos desplazamos sobre el espacio. Los cambios en los usos del suelo, la deforestación masiva, la mercantilización del agua y la energía, y la proliferación de viajes a larga distancia inciden sin duda en las condiciones de vida de la población y facilitan la expansión de las epidemias. También generan problemas de salud pública de gran alcance: las 400.000 muertes prematuras anuales que, según la European Environment Agency, provoca la contaminación del aire en los países de la UE resultan menos visibles, pero son igualmente trágicas que las debidas a la epidemia.

Finalmente, la situación actual pone de relieve también la cuestión crucial del gobierno de la ciudad y de la sociedad en su conjunto. En los últimos días, se han alzado voces alabando las virtudes del control de la población a la hora de combatir la epidemia. Los regímenes autoritarios dispuestos a emplear sin remilgos todos los instrumentos disponibles en este campo resultarían por ello particularmente eficientes. Por el contrario, los regímenes democráticos favorecerían el individualismo, dispondrían de menor capacidad de control y alcanzarían resultados peores.

El argumento es falaz por muchas razones. Ante todo, olvida la importancia de los sistemas públicos de salud y la movilización de la ciudadanía. En estos momentos está surgiendo una miríada de iniciativas solidarias, cruciales tanto desde el punto de vista sanitario como para paliar los efectos sociales de la crisis. Después de tantos años de individualismo y neoliberalismo, la epidemia evidencia la importancia de contar con poderes públicos fuertes y una ciudadanía responsable y movilizada.

La situación actual no supone tanto una impugnación de las formas de vida urbana sino de un sistema económico y unas relaciones sociales insostenibles desde el punto de vista ambiental y profundamente injustas desde el punto de vista humano. Más que buscar en la ciudad un conveniente chivo expiatorio, convendría pues transformar el modo como nos relacionamos con el entorno, distribuimos la riqueza y nos gobernamos. La presente crisis pone en evidencia que no disponemos de mucho tiempo para hacerlo.