Por una ciudadanía crítica, responsable y ocupada

Àngels Fitó

Vicerrectora de Competitividad y Ocupabilidad de la UOC —

0

Cuando en el marco de la educación superior y en pleno siglo XXI se discute sobre cuáles deben ser las nuevas prioridades, todavía emerge la vieja y conocida dicotomía sobre la función social o la función intelectual de la Universidad. En pleno debate sobre el reto educativo y en un momento en el que la globalización, la sostenibilidad ambiental o el desarrollo de la inteligencia artificial están cambiando el terreno de juego de las relaciones económicas y sociales, se siguen contraponiendo propósitos aparentemente irreconciliables. Cuestiones como la necesidad de formar una ciudadanía crítica o la formación de perfiles humanistas parecen incompatibles con el compromiso de preparar profesionales capaces de dar respuesta a las necesidades de una sociedad y un mercado laboral mutantes. Como si la Universidad no pudiera aspirar a formar trabajadoras que piensen o pensadoras que trabajen. Como si aspirar a conjugar ambas cuestiones fuera caer, necesariamente, en una dinámica instrumentalizadora y vulgarizante de los estudios superiores.

El consenso sobre el papel de la Universidad en el fomento del progreso social a través del empleo quedó patente con la Declaración de Bolonia, que hace más de 20 años sentó las bases para la construcción de un Espacio Europeo de Educación Superior. A las puertas de un nuevo milenio, se consideró necesario adecuar el papel de la Universidad a las necesidades y exigencias de la sociedad y del conocimiento científico, entre las cuales el fomento del empleo ocupó, y sigue ocupando, un lugar privilegiado. Posteriormente, con la Declaración de Copenhague, en 2002, se reforzó la necesidad de una mejor cooperación europea en materia de formación y enseñanza profesional como garantía para asegurar la cohesión social. Sin embargo, el compromiso global para enlazar definitivamente la educación superior con el empleo, el trabajo decente y el emprendimiento quedó manifiesto cuando en la Agenda 2030, a través del Objetivo de Desarrollo Sostenible 4, se aboga por una educación de calidad que, a su vez, sea inclusiva, equitativa y que promueva oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida.

Este consenso global, público y categórico de que en la actualidad el desarrollo económico y social pasa por formar profesionales competentes que a su vez se desenvuelvan personal y profesionalmente con libertad, responsabilidad y conciencia cívica, no puede llevarse a cabo sin un conjunto de transformaciones que conviertan esta vocación capacitadora de la educación superior en una clara orientación hacia la empleabilidad. Una nueva concepción de la ocupación que, a diferencia de una visión más instrumental propia de la sociedad industrial, ahora, en la sociedad del conocimiento, es entendida como un proceso continuo y cambiante a lo largo de la vida y que será más exitoso cuanto más rápido, ajustado a la formación recibida, estable y en mejores condiciones sea. 

Precisamente, el contexto actual —en el que a las cifras de paro se añaden tantos otros retos como la automatización o la capacitación digital, la gestión de la temporalidad, la retención del talento o la actualización y especialización profesional— intensifica la expectativa de la sociedad respecto a la capacidad de las universidades de contribuir a la adaptación de sus graduados a este mercado laboral en continua evolución. Ante este cometido, las universidades no se pueden limitar a generar y transmitir conocimiento, sino que deben apostar por una visión extendida del apoyo a la promoción personal y profesional que haga que el conocimiento fructifique, también, en forma de inserción laboral. Para ello se debe integrar una verdadera concepción democratizadora y transformadora de la educación para la empleabilidad. Una nueva empleabilidad que, 20 años después de la Declaración de Bolonia, ha ganado en complejidad, inestabilidad e incertidumbre y cuya estrategia de impulso requiere que se identifiquen, reconozcan e integren perspectivas nuevas, entre las que sobresalen la perspectiva sistémica, la temporal y la competencial. 

Con relación a la perspectiva sistémica, la Universidad debe resituar su propio rol dentro de un ecosistema de producción y difusión de conocimiento con dinámicas cada vez más complejas y en el que los intercambios de este conocimiento se producen a través de estructuras redárquicas —en forma de red— y multiactor. Esta transición hacia una visión ecosistémica en la que la Universidad ya no atesora la capacidad exclusiva de generar y transmitir conocimiento, pero sí ocupa una posición privilegiada para conectar y catalizar las distintas expresiones del mismo, puede y debe utilizarse en favor de la generación de empleabilidad. En definitiva, el empleo no deja de ser una fórmula de conectar capacidades y saberes diversos entre unos nodos que también albergan amenazas y oportunidades y que se encuentran distribuidos por todo el ecosistema de conocimiento. 

Si atendemos a la perspectiva temporal, la capacidad de mantener una inserción laboral de calidad pasa por un proceso continuo o cambiante que se sucede a lo largo de la vida. En este nuevo escenario temporal, deja de tener sentido una concepción finalista de la educación, y el reto de la universidad es ahora promover el empoderamiento de la persona y su capacidad de adaptación al cambio permanente. Los cambios recientes en el entorno tecnológico, económico y social han cuestionado el diseño de los programas formativos rígidos, las trayectorias laborales y las carreras profesionales definidas, y han desdibujado, así, la imagen clásica de perfil formativo definido y de un trabajo de por vida en una única organización. Por el contrario, el nuevo contexto laboral prevé una sucesión de etapas formativas y de trabajos bajo varias fórmulas diversas e insertados en diferentes entornos. Este panorama atribuye a la persona la necesidad de comprender cómo puede diseñar su formación a lo largo de la vida y su carrera profesional, y a la universidad, el reto de dotarla de las herramientas suficientes para poder tomar las decisiones adecuadas en el momento oportuno.

A su vez, y bajo una perspectiva competencial, si presumimos de la capacidad transformadora de la educación para que la empleabilidad —de las personas— se convierta efectivamente en competitividad —de las organizaciones— y en progreso —de la sociedad—, resulta imprescindible que la universidad sea capaz de conjugar, en los procesos de aprendizaje, la adquisición de las competencias técnicas y profesionales con el desarrollo de una conciencia cívica crítica y autocrítica. Una conciencia ciudadana que empatiza con el entorno, que es capaz de gobernar el impacto de la tecnología, que respeta la diversidad, que fomenta la curiosidad intelectual, que busca la evidencia científica, que tiene una mirada global y que fomenta la colaboración interdisciplinar para poder abordar la resolución de problemas complejos.

Esta nueva aproximación al fomento de una inserción laboral de calidad y sus dimensiones exige que las universidades redefinan estrategias, dinámicas, capacidades y estructuras. Entre otras, la orientación a la nueva empleabilidad requiere de una universidad más permeable, que mantiene un diálogo constante con el resto de habitantes del ecosistema, que abre las aulas a profesionales con perfil docente o traslada el aprendizaje fuera de las aulas. Una Universidad más transdisciplinar, que estimula la fusión de saberes, que reconoce y promueve carreras académicas singulares y que diseña nuevos itinerarios formativos allá donde se crean las nuevas bolsas de ocupación, que es en la intersección entre disciplinas. Una Universidad más digital, que aprovecha las oportunidades que la tecnología ofrece para facilitar el acceso, mejorar la capacitación digital, enriquecer el aprendizaje y atender a la diversidad. Una Universidad más integradora, que extiende la mano a la formación profesional, que diversifica las propuestas educativas, en contenido y en servicio, que elimina complejidades burocráticas en la actualización de currículos y que apuesta por empoderar al estudiante ante su propio futuro profesional. En definitiva, una Universidad emprendedora que interacciona con el entorno y cataliza el conocimiento en favor de un mayor progreso económico y social.

De la misma manera que las personas acuden a la Universidad sin distinguir intereses de vocaciones, ilusiones de temores o voluntades de capacidades, debemos huir de visiones parciales que intentan fragmentar el objetivo de la educación superior. Ni dos funciones, ni tres misiones, sino un único propósito: el de hacer prosperar la sociedad también a través del fomento de la empleabilidad.