In memoriam Carlos Slepoy
“Olvidar el sufrimiento del pasado es olvidar las fuerzas que lo provocaron sin derrotar a esas mismas fuerzas”. Con esas palabras, el filósofo Herbert Marcuse recordaba que la memoria nos informa de quiénes somos, de donde venimos pero también a donde vamos. Solo desde allí, pueden liberarse las energías latentes del pasado para construir nuevos horizontes alternativos a lo existente. Aquello que no fue, que pudo haber sido y podría volver a ser. Los herederos políticos del franquismo, por eso, querrían deshacerse de esa memoria cargada de futuro. Que las víctimas fueran mudas e invisibles. Que no molestaran y se quedaran en las cunetas del olvido. Hay crímenes tan deleznables, no obstante, que sus victimas nos convocan y exigen justicia. Los asesinados, torturados o desaparecidos de la dictadura nos advierten que somos contemporáneos del instante en que se paró su reloj biográfico. Como un espectro que se alza, nos recuerdan que sin reparar esa injusticia no hay justicia posible. Con la intención de hacerse cargo de esa exigencia, se celebra este lunes el II Encuentro de la Red de Ciudades contra la Impunidad Franquista, en el que Barcelona toma el relevo de Pamplona en la presidencia de esta red. El encuentro se produce en la ex-cárcel Modelo, coincidiendo con su apertura de puertas a la ciudadanía.
La iniciativa es un paso más en una lenta, dura y dilatada lucha para diseñar mecanismos contra la impunidad de crímenes que constituyen un estigma imborrable en la historia de la humanidad. Para superarla, los intentos han sido numerosos y han corrido suerte diversa. Con frecuencia se ha saldado con derrotas y con la dura imposición de la “ley del más fuerte”. A veces, se han logrado victorias parciales donde los vencidos han logrado hacer valer lo que el jurista Ferrajoli denominaba “la ley del más débil”. Es una lucha que una y otra vez, sin embargo, se ha replanteado por caminos inesperados. Siempre ha contado con gente dispuesta a levantar, como ahora la red de ciudades, la bandera irrenunciable de un “nuca más” que se niega a reconocer fronteras.
Hay crímenes que, en verdad, no prescriben ni admiten inmunidad. Su crueldad no solo ofenden a quien los sufre sino también a la humanidad entera. Y precisamente por eso, independientemente de quien sea su autor y donde se haya producido, pueden ser perseguidos en su nombre desde cualquier rincón del mundo. Con esa finalidad, el llamado principio de justicia universal se instauró a lo largo del siglo XX para poner coto a la impunidad de crímenes tan abominables como los de genocidio y lesa humanidad. Su antecedente más originario se encuentra en los tribunales de Núremberg y la toma de conciencia de que los actos de barbarie, como los vividos en Auschwitz, no podían repetirse. Bajo ese signo civilizatorio, se aprobaron también documentos cruciales como la Carta de la ONU, la Declaración Universal del 1948, que pretendían convertir los derechos humanos en auténticos muros de contención frente a los poderes arbitrarios de todo tipo. En el fondo, la idea era simple. Se quería enviar un mensaje preventivo claro a los gobernantes. Utilizar el propio aparato estatal para asesinar, torturar y después asegurarse la propia inmunidad, es una operación arriesgada. Siempre puede abrirse una investigación con posterioridad o en algún otro lugar.
Los tribunales españoles fueron, de hecho, pioneros en el impulso de ese principio. Se utilizó para romper la impunidad de crimines ocurridos en otros países. Entre los casos más notorios estaban los de Chile y Argentina. De nada sirvieron entonces los argumentos de quienes blandían leyes de amnistía y punto final aprobadas para dejar sin castigo los crímenes de sus dictaduras. Esos hechos no podían ser objeto de amnistía ni perdón. La condena del Tribunal Supremo a 1.084 años de prisión al exmilitar argentino, Adolfo Silingo, es un buen ejemplo de ello. La cuestión se torció, no obstante, cuando se trataron de limpiar los propios trapos sucios. El cierre brusco de una investigación en la Audiencia Nacional sobre los crímenes franquistas ponía al descubierto el uso hipócrita del derecho. Las normas que no valían para los otros, entonces sí valían para uno mismo. Se daba la espalda a los compromisos adquiridos a nivel internacional y una doctrina del Tribunal de Estrasburgo de carácter obligatorio. De nada importó que la ley de amnistía se aprobara con la intención, no de blindar la inmunidad franquista, sino de sacar de la cárcel a los presos políticos. Por eso, Alianza Popular – ahora PP- votaron en contra. O que los hechos denunciados no fueran los delitos políticos exigidos en su articulado y su interpretación fuera ajena a los tratados internacionales suscritos por el Estado español. Lo más sorprendente fue, sin duda, que se vulneró incluso el propio contenido pre-constitucional de la ley del 1977. En su artículo 6, por ejemplo, se requiere una previa investigación y juicio antes de aplicar la medida de gracia. Eso no sucedió. No por casualidad, a diferencia del resto de Europa, el fascismo español no fue nunca derrotado militarmente. Y el poder político o judicial se construyó, entre ruido de sables, sobre esos cimientos. Bajo las togas de quien ostenta la cúspide judicial, por eso, sigue perdurando el polvo del franquismo.
Se produjo, entonces, lo inesperado. La senda abierta por la jurisdicción española fue retomada por un juzgado argentino. Una querella presentada por víctimas y asociaciones permitió impulsar la investigación contra los responsables de los hechos. En nombre de la humanidad, fueron entonces los argentinos quienes nos mandaban el mismo mensaje que recibieron ellos de nosotros anteriormente. La respuesta, no obstante, no fue recíproca. Las autoridades españolas se negaron a dar curso a las órdenes internacionales de extradición. Esa política de bloqueo es, sin duda, contraria a otro principio del Derecho Internacional que dice “extradita o juzga”. O se investiga o se deja investigar. Con este argumento, las entidades de derechos humanos volvieron a retomar el hilo argentino para volverlo a llevar a los tribunales españoles. Había antecedentes de ello. Primero, la orden de la Audiencia Provincial de Barcelona para que se investiguen los bombardeos fascistas del 1937-1939. Luego, la investigación del asesinato de 10 civiles en el 1936 seguido por un juzgado de Almazán (Soria).
El cambio de ciclo político abierto en las pasadas elecciones municipales, había abierto una ventana de oportunidad histórica. Ciudades como Zaragoza, Cádiz, Vitoria-Gazteiz, Madrid, A Coruña, Pamplona o Barcelona dieron un paso al frente. En el 2016 se creó en Pamplona una alianza municipalista con el objetivo de impulsar todo tipo de acciones que rompieran el candado de la impunidad y el olvido. Para dignificar a las víctimas, por ejemplo, se retiraron honores, estatuas y calles a gerifaltes franquistas. O se cerró el paso a lugares de exaltación del fascismo, como la librería Europa y las misas del Día de la victoria en espacios municipales autorizadas desde 1940.
Ese empeño obstinado para hacer efectivo los valores de justicia, verdad y reparación no es ninguna ocurrencia o capricho. No es tampoco un acto “revanchismo guerracivilista”, como señalaba ayer mismo el líder del PP, Alberto Fernández Díaz. Romper la línea de continuidad entre el franquismo, la transición y la democracia es una exigencia moral y política. Los crimines son imputables a los verdugos franquistas pero es el actual régimen quien los encubre. Sin esa tarea seria casi imposible, además, recuperar la cultura republicana que quiebre las cadenas de la España monárquica, vieja, uniforme y caciquil. Con todo, la obligación de actuar es también un imperativo legal. El Convenio europeo de Derechos Humanos establece, en efecto, el deber insoslayable de persecución de los crímenes internacionales. Cuando estados como el español se quedan de brazos cruzados, son otros quienes deben de tomar la iniciativa y ejercitar las acciones previstas para que los tribunales competentes los investiguen. Como instituciones de suplencia, las corporaciones locales no pueden desentenderse y mirar a otro lado. Frente a la pasividad estatal ante el drama de los refugiados surge el mismo imperativo de acción. Ante la crueldad de los crimines sufridos por los refugiados, o con más razón por sus vecinos y vecinas, los municipios se convierten en auténticos bastiones de sus derechos. Son los garantes últimos de su cumplimento. Con esa intención, precisamente, la Red de Ciudades adoptó el acuerdo de impulsar iniciativas acordes con el mandato internacional. En Barcelona, por ejemplo, primero se puso las oficinas municipales al servicio de los afectados y sus familiares. Luego se acordó ejercer la acusación en la causa argentina o la seguida en un juzgado barcelonés para investigar los bombardeos aéreos sufridos entre los años 1937 y 1939.
Finalmente, se decidió impulsar la investigación de una de las páginas más negras de la historia: el asesinato de Puig Antich de 1974. Esas medidas obtuvieron el apoyo de una amplia mayoría de 33 concejales (ERC, Barcelona en Comú, PSC, CUP, Pdcat) de 41. Sólo la minoría del PP y Cs -8 concejales en total- se opusieron. Argüían que eso era remover el pasado.
Empuñar el calendario como arma para descalificar las reivindicaciones de las víctimas y sus familiares es una inmoralidad. El tiempo transcurrido no hace menos ineludible la reparación sino más bochornosa su retraso. Ni debilita esas reivindicaciones. Al contrario, la legitima más. A las víctimas las asesinó o torturó el régimen franquista pero siguen siendo actuales en tanto en cuanto no se le haga justicia. No se las puede ignorar una y otra vez. Y, si se hace, el eco de su voz nos perseguirá sin descanso. Como promesa de un “nunca más” que quiere hacerse realidad. Como irrenunciable ley de quien, en la lucha por los derechos humanos, no acepta fronteras ni mordazas. Ni pactos de silencio ni pactos del olvido. En verdad, con los derechos humanos no hay medias tintas. O se está con las víctimas o con los victimarios. Tanto el PP, como Ciudadanos, ya eligieron hace tiempo. Ahora, tal vez sea la ocasión de recordar la sagaz advertencia lanzada en los años setenta por los familiares de los desaparecidos chilenos: “Quienes buscan leyes de impunidad van a ser tan responsables en el futuro como los que apretaron el gatillo en el pasado”.