Necesitamos un antifranquismo cargado de futuro: feminista, republicano, capaz conquistar nuevos espacios de libertad e igualdad.
Todas las ciudades llevan marcas que la historia va dejando en ellas. Sus anhelos, sus luchas, también sus desdichas. El propio franquismo es una de esas heridas. Una herida que ha dejado todo tipo de cicatrices dolorosas en las calles, en las plazas, en estatuas que encumbran unos nombres y maldicen otros. Por eso, la decisión del Ayuntamiento de Barcelona de retirar los honores y medallas concedidos por la ciudad a jerarcas e instituciones de la dictadura, no es inocua. Expresa el irrefrenable deseo de la ciudad de soltar el lastre de un pasado paralizante y de liberarse del miedo que viejos y nuevos inquisidores le querrían imponer.
Fue esta necesidad de respirar, de arrancarnos una mordaza vieja, pegajosa, lo que nos llevó a recordar en nuestros barrios lo que había significado el golpe de estado de julio de 1936, así como la heroica resistencia que generó en nuestras calles. O lo que nos hizo dedicar exposiciones, ciclos de cine, conferencias, a evocar el terror que las bombas de Hitler y Mussolini causaron entre los niños de Sant Felip de Neri o de la Escola del Mar, en la Barceloneta. Fue esa búsqueda de una voz propia, sin imposiciones forzadas, la que nos condujo a implicarnos de manera activa, también, en la querella contra el Estado italiano resultante de aquellos crímenes. O en la que se abrió en Argentina, para abrir algunos de los caminos que los silencios y olvidos de la transición cerraron.
En realidad, podría decirse que las políticas culturales de memoria se han presentado en nuestras ciudades como un complemento imprescindible de las políticas sociales en defensa del derecho a la vivienda, a la educación o al transporte públicos. Como la reacción instintiva de aquel que siente la necesidad de respirar aire nuevo, de darse un baño o de ponerse una camisa limpia. Por eso impulsamos redes de ciudades contra la especulación urbanística, por un aire limpio, pero también contra la impunidad de la dictadura. Por eso incorporamos a nuestros callejeros nombres proscritos de la tradición feminista, obrerista, libertaria o republicana. Y por eso hemos decidido, ahora, retirar las medallas y distinciones a jerarcas e instituciones del régimen franquista.
Nadie podía creer que Francisco Franco, máximo dirigente de un régimen criminal, pero también corrupto e ineficaz, conservara todavía hoy una medalla que lo distingue como “artífice de la paz”. O que la tuviera Luis Carrero Blanco, uno de sus más sanguinarios secuaces. O incluso algunos personajes infaustos que lo precedieron en su crueldad, como Severiano Martínez Anido. Son pocos los jóvenes y no tan jóvenes, seguramente, que saben quién fue Martínez Anido. Pero lo cierto es que aquel Gobernador Civil de aspecto prusiano fue un convencido practicante del terrorismo de Estado en la Barcelona de los años 20 del siglo pasado. Torturó, persiguió y mandó asesinar a centenares de trabajadores, muchos de ellos anarquistas, culpables de un único delito: intentar defender sus derechos frente a la violencia del poder patronal. Y tuvo que ver, también, con el crimen abyecto del abogado y concejal Francesc Layret, una figura querida y todavía viva en la memoria republicana de la ciudad.
Retirar las medallas y distinciones con las que estos personajes fueron honrados es una manera de despojarlos del áurea de respetabilidad con la que aspiraban a esconder tropelías económicas, sus corruptelas, además de sus delitos de sangre. Y es, también, una forma de evitar que su memoria vuelva a humillar a víctimas una y otra vez.
El agravio a las víctimas, a los represaliados de la dictadura, ha condicionado claramente la ciudad que somos y la que querríamos llegar a ser. Hoy, por ejemplo, hay miles las mujeres de todo el Estado, empezando por Andalucía, movilizadas en defensa de la igualdad y contra la violencia machista. Pero esos reclamos no vienen de la nada. Tienen mucho que ver con un régimen –el franquista– que descargó sobre las mujeres formas específicas, sostenidas, de violencia, vinculadas al papel que el nacional-catolicismo les asignaba. Por eso era tan importante que entre las instituciones que perderán distinciones se encontrara la Sección Femenina de Falange, una de las principales responsables –como ha recordado la historiadora y veterana antifranquista Anna Sallés– de la represión ejercida contra miles de mujeres durante la dictadura.
Si algo, de hecho, nos ha enseñado el antifranquismo municipalista, a pie de calle, que se ha abierto camino en estos años, es que la única manera de emocionar e interpelar a las generaciones más jóvenes, es conectando con las exigencias de la nueva ola feminista que recorre el mundo. No en vano, mientras el Ayuntamiento de Barcelona anunciaba la revocación de medallas y distinciones, aún resonaba el clamor lanzado la noche anterior, en la plaza de Sant Jaume y en decenas de ciudades catalanas, andaluzas y de todo el Estado: “Ni un paso atrás. Nuestros derechos no se negocian”. Con esta consigna, una marea blanquiverde, lila, de mujeres de todas las edades, recordaba al acomplejado partido de la masculinidad ofendida que no consentirá el regreso a las obsoletas prácticas de sumisión impuestas durante la dictadura.
Lo decía la joven y brillante abogada del colectivo Irídia Carla Vall: “No es coincidencia que cuando se pretende atacar derechos colectivos se inicie una brutal campaña contra los derechos de los oprimidos”. Por eso, esta política de desfranquistización impulsada por Barcelona (¡cuánto debemos en esto al compromiso de nuestro Comisionado de Programas Memoriales, el profesor Ricard Vinyes!) implica, en realidad, la afirmación de una ciudad diferente. Una ciudad moderna, feminista, socialmente justa, democrática, y por todo ello, antifascista. Ese antifranquismo municipalista no pretende lanzar una mirada congelada al pasado. Quiere ser un antifranquismo cargado de futuro: feminista, republicano, capaz conquistar nuevos espacios de libertad e igualdad.
Por eso, en medio de la sombría Europa de nuestro tiempo, resultaron tan luminosas las palabras pronunciadas por Vall en la Sala Ciudad del Ayuntamiento, mientras se recordaban los nombres de los criminales que perderán sus galones: “No pasarán. Y no sólo no pasarán, sino que iremos más lejos, porque lo que queremos es una vida plena y libre de violencias”.