La clase de jueces que el Consejo General del Poder Judicial quiere
Lo que voy a narrar es la crónica de una injusticia cometida por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) a la que la Sala Tercera del Tribunal Supremo puso al final remedio. Se trata de la sanción impuesta a un juez que el alto tribunal deja sin efecto en sentencia de 18 de noviembre pasado. El hecho tiene interés en la medida en que pone de manifiesto la clase de jueces que el Consejo quiere y fomenta, y cuál es, en verdad, su modelo de juez.
Estos son, resumidamente, los hechos tal como resultan de la sentencia:
La Comisión Disciplinaria del CGPJ impuso al titular de un Juzgado de Primera Instancia e Instrucción una sanción pecuniaria (multa por importe de mil euros) como autor responsable de una falta grave de retraso injustificado del artículo 418.11 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Confirmada la sanción por el Pleno del Consejo, el juez sancionado interpone recurso contencioso-administrativo ante la Sala Tercera del Tribunal Supremo.
Se reprochaba al magistrado el nivel de pendencia y el tiempo de respuesta en su juzgado, ambos superiores a la media provincial, autonómica y nacional.
El Tribunal Supremo entiende certeramente que la cuestión que se ha de dilucidar es si el retraso acumulado por el juez en el desempeño de su labor en el Juzgado es consecuencia de la desatención a sus obligaciones jurisdiccionales, o si se debe más bien a la carga de trabajo que pesa sobre el Juzgado.
El tribunal destaca que los índices de rendimiento del juez son muy superiores a los módulos establecidos por el CGPJ.
También señala la sentencia que, aunque se dan unos índices de retraso apreciables – pero no exorbitantes-, es cierto que el juzgado se encuentra en una situación evidente de sobrecarga de trabajo en materia civil (144%), y que los índices de rendimiento del juez sancionado revelan que su dedicación es notablemente superior a la que el órgano de gobierno del poder judicial ha estipulado como razonable. Por todo ello, concluye el Tribunal Supremo, no hay retraso injustificado ni conducta merecedora de la sanción impuesta.
A la vista de los antecedentes expuestos, el Tribunal Supremo anula la sanción. Pero resumamos y digamos las cosas en román paladino: el juez supera los niveles de trabajo y dedicación que el propio Consejo establece, pero este, en su avidez estadística, quiere que se alcancen cotas más altas de productividad -es decir, que el juez dicte aún más sentencias- para que el juzgado, que viene arrastrando una sobrecarga de trabajo, no sufra retrasos, como si la saturación del juzgado fuera responsabilidad del juez y no del exceso de asuntos que registra. En esta situación, al CGPJ no se le ocurre mejor remedio que la sanción disciplinaria al juez que supera el nivel cuantitativo de resoluciones que el propio Consejo establece. Sencillamente, aberrante y, en cualquier caso, injusto.
La historia es un ejemplo claro de cómo el CGPJ entiende la función jurisdiccional y cuál es el tipo de juez que le seduce... y le conviene. Es evidente que el órgano de gobierno de los jueces tiene una idea pobre, raquítica y estrecha del quehacer judicial. El profesor Alejandro Nieto escribe con toda razón que para el CGPJ “la Administración de Justicia es una granja donde se valora a los animales por su producción, medida exclusivamente por cantidades y tiempos”. Cierto; se ha enseñoreado de aquel órgano un irrefrenable frenesí por la concepción gallinácea del juez al que, como pluriovíparo togado, exige ser fértil ponedor de sentencias. Siempre ha sobreestimado la productividad funcionarial, propia de un mecanicismo burocrático por encima de otras exigencias y valores que, en rigor, se esperan del quehacer jurisdiccional. Le cautiva el juez estajanovista, le fascina el “juzgar a destajo”, en expresión crítica de Doménech Pascual, sin que parezcan inquietarle los riesgos e inconvenientes de ese modo de desempeñar la tarea judicial.
Y metido el CGPJ en la magna empresa de fomentar la feracidad resolutiva, se apresta a aguijonear el arrebato productivo mediante el seductor señuelo de la gratificación económica. Se trata de alentar a los jueces para que se presten a desobstruir el fenomenal atasco y saturación de asuntos en los tribunales a que han conducido años y años de desvalimiento y abandono en que se ha tenido a la Administración de Justicia. A mi juicio, se trata de una práctica contraria a las indicaciones y espíritu del “Estatuto Universal del Juez” (noviembre-1999) cuando advierte en su artículo 13 que la remuneración no debe depender del resultado de la actividad del juez. Por su parte, el “Estatuto del Juez Iberoamericano” (mayo-2001) dice que los jueces deben recibir una remuneración suficiente, irreductible y acorde con la importancia de la función que desempeñan y con las exigencias y responsabilidades que conlleva (art. 32). En sentido similar, la “Carta Europea sobre el Estatuto de los Jueces” (julio-1998, art. 6.2). En ningún momento se les ocurre a los firmantes de estos acuerdos supranacionales acudir a la modulación de la retribución en función del rendimiento o a la previsión de incentivos por productividad. Incentivos que, lamentablemente, han avivado una nefasta picaresca togada; algunos jueces, en efecto, pronto discurrieron estrategias de trabajo selectivo de las que resultaba una ficticia hiperproductividad aplicada a los asuntos fáciles, pero que hacen número y producen renta; los difíciles que esperen, y sus interesados también; vergonzosa argucia maquinada en interés (económico) propio, no en el de los justiciables. Verdaderamente deplorable.
La incitación a la sobreproducción resolutiva conduce a una justicia de rebajas: dos sentencias por el tiempo de una, compulsión expedidora incompatible con el temple reflexivo que debe acompañar a la función jurisdiccional. Y nada importan los riesgos, lo que cuenta es el momento de exhibir musculatura estadística ¿Para qué ampliar plantillas, para qué crear más tribunales allí donde se necesitan si, bien espoleados, los burócratas del redil van zurciendo eficazmente las estadísticas?
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