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Cómete mi lengua o rómpeme las pelotas

Foto de archivo del Dalái Lama.
18 de abril de 2023 22:58 h

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Este mes de abril apareció en Internet el vídeo de una interacción entre el Dalái Lama y un niño de siete años durante una ceremonia pública. El niño le pide un abrazo al Dalái Lama, tras lo cual el líder lo bendice, le pide un beso y le saca la lengua diciendo: “Chúpame la lengua”.

En Occidente hubo muchos que culparon al Dalái Lama de comportarse de forma inapropiada y hasta de pedofilia. Sacar la lengua es una práctica tradicional y signo de benevolencia en el Tíbet (demuestra que la lengua no es oscura, un símbolo de maldad), pero los críticos salieron a decir que lo de pedir a otra persona que la chupara no tenía cabida en la tradición.

En respuesta, los tibetanos dijeron que la frase tibetana correcta es che le sa, traducida aproximadamente como 'cómete mi lengua' y usada por personas mayores como los abuelos para expresar su amor por los nietos. “Te lo he dado todo, así que lo único que te queda es comerte mi lengua”, significa.

El significado de esta expresión habitual, que en el Tibet se usa como burla y enseñanza para los niños, se pierde completamente en su traducción al inglés y su interpretación cultural.

Aunque es su segundo idioma, el Dalái Lama habla un inglés entrecortado en los actos públicos y suele equivocarse con las traducciones. Como en este caso, donde dijo 'chupar' [suck] en vez de 'comer' [eat].

Los críticos volvieron a salir para señalar que che le sa era una expresión metafórica y no implicaba que el destinatario lo hiciera, pero el niño sí le había chupado la lengua al Dalái Lama...

Además, el hecho de que algo forme parte de una tradición no excluye un trasfondo obsceno u opresivo. Por poner un caso extremo, la ablación también es una tradición, y el antiguo Tíbet estaba lleno de lo que hoy consideramos prácticas extremadamente humillantes para sostener una estricta jerarquía.

Hay una costumbre tradicional tibetana que ha sufrido una extraña evolución en los últimos cincuenta años: “Durante la Revolución Cultural, cuando un viejo terrateniente se encontraba por el camino con siervos emancipados, debía ponerse a un lado y a cierta distancia, echarse una manga por encima del hombro, inclinarse y sacar la lengua (una cortesía que los de estatus inferior rendían hacia sus superiores). Solo se atrevía a reanudar el camino cuando los antiguos siervos habían pasado de largo. Ahora, tras las reformas de Deng, las cosas han vuelto a cambiar: los siervos emancipados se colocan a un lado del camino, se inclinan y sacan la lengua, dando paso a sus antiguos señores. Ha sido un proceso sutil, completamente voluntario, no impuesto ni explicado por nadie” (Wang Lixiong and Tsering Shakya, The Struggle for Tibet, 2009) .

Sacar la lengua en este caso es un símbolo de autohumillación, no de cariño. No tengo información sobre cómo están las cosas ahora mismo pero de algún modo aquellos antiguos siervos detectaron que, con las “reformas” de Deng, volvían a estar en lo más bajo de la escala social.

Pero hay una cosa mucho más interesante que la redistribución de la jerarquía señalada por este doble cambio y es el hecho de que el mismo ritual sobreviviera a transformaciones sociales tan tremendas. Sacar la lengua en este caso es una forma autohumillante de expresar estupidez (como volver los ojos abiertos hacia arriba, etc...). Se trata de señalar con esta mueca grotesca la inútil estupidez propia.

El punto crucial es reconocer la violencia de esta práctica, una violencia que no debería ser blanqueada por ninguna consideración de diferencias culturales o de respeto por la alteridad.

Pero tampoco es poco probable que detrás de la amplia difusión que tuvo el vídeo del Dalái Lama hayan estado las autoridades chinas, buscando mancillar la imagen de una figura pública que personaliza la resistencia del Tibet ante la dominación de China.

De lo único que podemos estar seguros es de que, por un momento, hemos podido vislumbrar al Dalái Lama como nuestro prójimo en el sentido lacaniano del término: un otro que no puede reducirse a alguien como nosotros, en cuya alteridad hay un abismo impenetrable.

En nuestra propia cultura es fácil que se den casos similares de encuentro con la monstruosa impenetrabilidad del otro; no hace falta de ninguna manera irse hasta exóticas civilizaciones extranjeras.

Hace años, quedé traumáticamente afectado al leer un texto sobre la forma en que los nazis torturaban a sus prisioneros en los campos de concentración con machacadores de testículos fabricados de manera industrial para producir un dolor insoportable. Ahora he descubierto que este mismo producto, exquisitamente fabricado, forma parte de una serie de artículos similares disponibles en la web.

Así dice el anuncio: “Elige tu veneno para el placer dentro de este conjunto de tortura para las pelotas”: MACHACADOR DE BOLAS DE ACERO INOXIDABLE, DISPOSITIVO DE ACERO INOXIDABLE CON ABRAZADERA DE TORTURA PARA LAS BOLAS, JUGUETE DE TORTURA BRUTAL DE POLLA, TORTURA HARDCORE DE BOLAS DE ACERO INOXIDABLE... Así que si estás en la cama con tu pareja, melancólico y cansado de la vida, “ha llegado el momento, ¡los huevos de tu esclavo están listos para ser aplastados! Es el momento que estabas esperando de encontrar la herramienta adecuada para maltratar sus pelotas! El dispositivo de acero inoxidable con abrazadera de tortura para las bolas podría ser el machacador de testículos definitivo dadas sus perversas y brutales características”.

¡Bienvenidos al maravilloso nuevo mundo de la tolerancia! Si imaginamos una escena en la que dos hombres juegan a un juego sexual con machacadores de pelotas, nos tropezamos de inmediato con situaciones ambiguas, como mínimo. Supongamos que por error entro en una habitación donde dos hombres juegan a esto. Con toda probabilidad, uno de ellos estará gimiendo y llorando de dolor, lo que hará que yo interprete erróneamente la escena como de tortura real y me lance a atacar al tipo activo... Si ignoro la situación y me limito a pasar de largo, ignoro la posibilidad de que se trate de una tortura real.

¿Debería acercarme a los dos tipos y preguntarles educadamente: “¿Lo que están haciendo es verdaderamente consentido?” Algo bastante idiota. Pero vayamos un paso más allá para imaginar que un hombre está haciendo algo parecido a una mujer, ¿torturándola consentidamente? En nuestra posición políticamente correcta, muchos de nosotros supondríamos automáticamente que su actividad no es consentida. Y si lo es, supondríamos que la mujer ha interiorizado la represión masculina, identificándose con el enemigo.

La confusión aquí no tiene solución. Por desgracia, hay mujeres y hombres que disfrutan de verdad de (un grado de) tortura que se promulga como no consentida.

Además, debemos recordar el ritual obsesivo de promulgar un castigo para señalar la presencia de un deseo que se castiga con la forma específica del dolor infligido. En una cultura en la que la violación se castigase con la flagelación, por ejemplo, alguien podría pedir a un vecino que le azotase brutalmente. Ser azotado no sería masoquismo profundo, sino una señal del deseo de violar a una mujer.

Que hayamos pasado del machacador de pelotas como una tortura para prisioneros en campos de concentración nazis hasta un machacador de pelotas que se puede adquirir por poco más de 200 dólares para juegos eróticos sadomasoquistas será celebrado sin duda como un signo de progreso histórico. Es el mismo progreso que nos hace depurar las obras de arte clásicas limpiándolas de contenidos que puedan herir a alguien.

Dentro del plano de los placeres del cuerpo, podemos torturarnos mutuamente si es de forma consentida. Pero no en el plano de las palabras.

La cuestión principal que subyace en estos casos es: ¿por qué la postura tolerante hacia los placeres sexuales conlleva impotencia y frigidez? ¿Por qué, cuando el placer es exigido por una figura del superego, se nos priva del mismo placer? ¿Por qué, en estas condiciones, la única forma de gozar es a través del dolor?

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