El pasado 14 de mayo se constituyó en el Congreso de los Diputados una Comisión para la reconstrucción social y económica de España tras la Pandemia de COVID-19. Contará con cuatro grupos de trabajo: sanidad y salud pública, reactivación económica, políticas sociales y Unión Europea. Desde el pasado martes y a lo largo de las próximas semanas del mes de junio, se desarrollarán las comparecencias en el primero de esos grupos. Acudirán 34 expertos propuestos por los diferentes grupos políticos. Será una buena ocasión para contrastar puntos de vista y proponer medidas que refuercen las capacidades de la sociedad española para hacer frente los retos actuales y futuros en temas esenciales para todos.
Para ser relevante en el proceso de reconstrucción, la Comisión tiene que ser muy ágil, directa y pragmática. No perderse en grandes disquisiciones conceptuales ni en discusiones bizantinas. Su éxito se medirá en función de que logre articular una agenda para la acción que pueda ser acometida en el corto y medio plazo. En ese espíritu y como aporte al debate planteamos a continuación algunas ideas-fuerza en materia de sanidad y salud pública que consideramos deberían ser recogidas en las conclusiones y recomendaciones finales de la Comisión.
La primera idea es que se necesita una apuesta renovada y decidida por la salud pública. En situaciones de crisis colectivas, lo público es lo que nos salva (si funciona adecuadamente) o nos hunde (si no funciona). Esa apuesta debe implicar un reconocimiento expreso de la importancia de los determinantes sociales de la salud (educación, renta, inclusión, vivienda, medio ambiente y otros), de las funciones esenciales de salud pública, así como de la equidad en el acceso y el uso de los servicios de salud. Mejorar las condiciones de vida y la capacidad de las personas para tomar parte en las decisiones que les afectan contribuye a mejorar la salud. Combatir la pobreza, en particular la pobreza infantil es importante. En este sentido el establecimiento del ingreso mínimo vital es un paso decisivo. Practicar un universalismo inclusivo no está reñido, más bien al contrario, con desarrollar actuaciones específicas en favor de los colectivos más vulnerables.
Lo anterior implica fortalecer las capacidades y los dispositivos de salud pública en los niveles territoriales, autonómico y estatal. Esto implica una legislación actualizada, más profesionales, mejor organización, una vigilancia epidemiológica reforzada, tecnologías de detección y rastreo más modernas, mayor y más oportuna capacidad de intervención a nivel comunitario y más coordinación con la atención primaria. En este sentido, consideramos importante recomendar la creación de una potente Agencia Estatal de Salud Pública dependiente del Ministerio de Sanidad, con personalidad jurídica y presupuesto propios que agrupe a diversos organismos hoy dispersos (por ejemplo, el CAES, el Centro Nacional de Epidemiología y los servicios de Sanidad Exterior), que trabaje en red con grupos nacionales e internacionales y que produzca información útil para los tomadores de decisiones y para el conjunto de la sociedad. Sería un instrumento horizontal a disposición del Sistema Nacional de Salud que funcionaría en red como una suerte de inteligencia colectiva capaz de alertar sobre los efectos de riegos identificados y potenciales, de anticiparlos y evaluarlos adecuadamente, y de proponer soluciones basadas en la ciencia y en la mejor evidencia disponible. Todo ello en un mundo cada vez más globalizado donde la seguridad sanitaria es un componente cada vez más importante de la seguridad colectiva de las sociedades.
La segunda idea tiene que ver con el reforzamiento de la atención primaria de salud. En los centros de salud convergen muchas de las labores de salud pública, de promoción de salud y prevención de enfermedades, de tratamiento de enfermedades agudas y crónicas, de trabajo conjunto con los servicios sociales (sobre todo con las residencias de mayores) y con el sistema educativo. Junto con la salud pública ha sido uno de los aspectos de nuestro sistema de salud más afectados por los recortes de la pasada década. Urge revertir esta situación. Detectar pronto los riesgos y los daños para la salud y prevenirlos y tratarlos de forma efectiva y personalizada depende en gran medida de la atención primaria. Se requieren más profesionales de más tipos (sobre todo de enfermería comunitaria), más profesiones, más atención en los hogares, mejor relación con la atención hospitalaria, y una profunda reingeniería de procesos y de medios tecnológicos que garanticen un adecuado flujo de información y de movimientos de los pacientes capaz de asegurar la continuidad de la atención. El Marco Estratégico para la Atención Primaria y Comunitaria 2019, publicado en el BOE del 7 de mayo, contiene propuestas que siguen siendo válidas y que deberían implementarse. Algunas modalidades de teleconsulta, teleformación y de dispensación a domicilio de medicamentos para pacientes crónicos que han sido desarrolladas durante la pandemia deberían evaluarse y, en su caso, perfeccionarse y generalizarse.
La tercera idea es que hay que repensar tanto el modelo de atención como los modelos de gestión de la atención hospitalaria del Sistema Nacional de Salud (SNS). Respecto al modelo de atención, con mucha probabilidad la atención y el cuidado de las patologías crónicas seguirá siendo dominante, pero los hospitales y centros de especialidades, y los servicios de urgencia y emergencias, deberán estar también preparados para situaciones derivadas de la propagación de enfermedades infecciosas y altamente contagiosas. Ello implicará revisar ciertos elementos arquitectónicos, disponer de reservas de insumos críticos, contar con circuitos diferenciados, con protocolos específicos y con entrenamientos y simulacros periódicos. Los servicios de medicina preventiva y de prevención de riesgos laborales deberán de ser reforzados.
Respecto al modelo de gestión, somos partidarios de un Sistema Nacional de Salud con una gestión pública ágil y transparente en la que haya opciones para la autonomía profesional y para el adecuado reconocimiento del desempeño, fomentando la calidad asistencial. La relación con la asistencia sanitaria privada debe reubicarse, tal como estableció la Ley General de Sanidad, como un complemento de la asistencia pública con criterios de calidad y transparencia. Además, los modelos de gestión privada de los hospitales públicos desarrollados durante los últimos años deberían poder reevaluarse con criterios rigurosos de costo, efectividad y equidad.
La cuarta idea es que poco se puede hacer sin contar con más profesionales mejor incentivados. Eso requiere diálogo, diálogo, diálogo. Y, por supuesto, más recursos financieros, técnicos y humanos. Los profesionales sanitarios no son héroes como ellos mismos han repetido durante las semanas pasadas. Son personas, mujeres en su gran mayoría, con una fuerte vocación de servicio. Desearían hacer su trabajo lo mejor posible, vivir dignamente de él, poder compatibilizarlo con sus distintas opciones de vida personal y familiar. A la inmensa mayoría les gusta cuidar a sus semejantes, reducir el dolor y el sufrimiento, curar cuando ello es posible, formarse continuadamente sin tener que depender exclusivamente de la industria farmacéutica e investigar. A una parte le gusta también enseñar. El reconocimiento social y los premios, como el recién concedido Princesa de Asturias de la Concordia, son importantes, pero esto no debe hacernos olvidar que preferirían no verse obligados a trabajar con contratos precarios, o a emigrar, o ser jubiladas o jubilados contra su voluntad. Como a muchas otras y otros les gusta participar en la toma de decisiones sobre sus condiciones de ejercicio profesional. Durante esta pandemia se han batido en condiciones difíciles y han pagado un precio en términos de contagios y de fallecimientos. Seguramente volverían a hacerlo. Y, sin embargo, en muchos casos no se han sentido tratados adecuadamente durante esta pandemia. En primer término, por sus empleadores principales, que son los servicios de salud de las Comunidades Autónomas. Y en segundo lugar por un Ministerio de Sanidad que ha contado poco con sus organizaciones representativas.
La quinta idea es que, además de la Agencia Estatal de Salud Pública, el SNS requiere de algunas modificaciones en su arquitectura para reforzar el carácter federativo de sus actividades, lo cual no está reñido con la distribución competencial existente. En primer lugar, estableciendo un Fondo de Cohesión, de carácter finalista y dotación suficiente, para que el Ministerio, previo conocimiento del Consejo Interterritorial, pudiera intervenir de urgencia en determinadas circunstancias, por ejemplo, para hacer frente a riesgos para la salud de la población que afecten o puedan afectar a dos o más Comunidades Autónomas contratando personal, adquiriendo insumos o realizando determinadas inversiones en tecnología. En segundo lugar, el Ministerio de Sanidad de acuerdo con las Comunidades Autónomas, debería poder establecer mecanismos de evaluación oportunos, fiables y transparentes del funcionamiento del SNS, o para desarrollar la compra conjunta de equipos, medicamentos, vacunas y otros insumos generando más espacios de cooperación. Los intentos realizados en ese sentido hasta el momento se han revelado muy limitados. Peor que eso, en la mayoría de las Comunidades Autónomas, las compras se han descentralizado al nivel de los centros hospitalarios. ¿Tiene sentido, como ha hecho ocurrido durante esta pandemia, salir a mercados internacionales tensionados y competitivos en orden disperso, compitiendo unos contra otros y desaprovechando las economías de escala que proporcionan las compras centralizadas? Las competencias autonómicas no tienen por qué ser sinónimo de atomización.
Y la sexta y última, pero no por ello menos importante, es la necesidad de reforzar la investigación biotecnológica básica y traslacional, la innovación y el desarrollo de nuevos equipos, procesos y aplicaciones. Se trata, como estamos viendo, de un sector de extraordinaria importancia estratégica y económica con un enorme potencial multiplicador. Si algo ha demostrado una vez más esta pandemia es la capacidad de adaptación e innovación de nuestras industrias y también de nuestros profesionales sanitarios. Se requieren más fondos para la investigación, más bancos de proyectos, más viveros de empresas. Y, sobre todo, más incentivos para, y una mayor receptividad ante, la innovación a “pie de obra”: en los hospitales, en los centros de salud, en los servicios de urgencia, en las universidades. Conviene aprovechar el enorme interés que la ciencia y la investigación has suscitado durante estos meses. Hace falta más investigación en salud pública, más investigación clínica, más investigación sobre modelos de organización y tecnologías de comunicación, más investigación sobre la efectividad de las tecnologías de salud y sobre la efectividad comparativa de las diferentes intervenciones. Y sistemas mucho más accesibles y ágiles para comunicar los resultados. Los esquemas de funcionamiento y las prioridades del Instituto de Salud Carlos III y en particular del Fondo de Investigaciones Sanitarias incluido en él deberían ser repensados a fondo. Si gastar en salud no es en realidad gastar sino invertir en seguridad, invertir en investigación biomédica y de salud pública es invertir en un mejor futuro y por partida doble.
Sin duda, lo anterior no agota la lista de actuaciones que se pueden desarrollar para fortalecer y mejorar el Sistema Nacional de Salud (por ejemplo, la gobernanza de los establecimientos de salud, el carácter inequitativo del modelo de MUFACE, el papel de las oficinas de farmacia o la redefinición de la cartera de servicios del SNS). Probablemente durante las comparecencias y los posteriores debates del grupo de salud de la Comisión se abordarán muchas otras.
En cualquier caso, si algo ha dejado claro esta pandemia es que las políticas de recortes del gasto social (incluido el gasto sanitario público), externalizaciones y privatizaciones desarrolladas en España y otros países europeos formando parte de las políticas de ajuste durante la pasada crisis económica no fueron una buena idea. Aumentaron las inequidades y debilitaron nuestra capacidad de respuesta para hacer frente a desafíos como éste y otros que puedan venir.
Con todo, la realidad de los sistemas regionales de salud no es idéntica ni en recursos, ni en gasto ni, por supuesto, en resultados. Las políticas desarrolladas por los distintos gobiernos regionales a lo largo del tiempo han influido en ello, algo que esta pandemia ha puesto también en evidencia.
Es necesario un nuevo marco de financiación que asegure la equidad y la suficiencia financiera que el Sistema Nacional de Salud no tiene ahora y que se nos ofrece como una causa esencial de sus inequidades. Más y mejor financiación, e incluso, recuperar el carácter finalista de los fondos para la sanidad, es seguramente un asunto esencial que debiera surgir de la Comisión de reconstrucción.
Por último, resulta llamativo que muchas de las ideas anteriores se hayan propuesto desde distintos foros durante años con escaso éxito. Pareciera como si, desde hace ya bastante tiempo, las políticas de salud y de atención sanitaria no hubieran tenido una alta prioridad en las agendas públicas al darse por supuesto que el sistema de salud estaba bien y funcionaba por sí solo. Convendría no repetir ese error en lo sucesivo.