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Los compromisos frustrados sobre el sistema público de pensiones

Manifestación de la Mesa Estatal por el Blindaje de las Pensiones (MERP) en Madrid. EFE/ Fernando Villar
5 de diciembre de 2021 21:27 h

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Hace más de cinco años que Podemos y otras fuerzas políticas que han formado parte de nuestros Grupos Parlamentarios llegamos al Congreso afirmando que las últimas reformas del sistema de Pensiones ejecutadas tanto por el PSOE como por el PP no garantizaban su sostenibilidad. Al contrario, siempre sostuvimos que dichas reformas habían provocado una devaluación de su carácter público, afectando con ello a la vida de millones de ciudadanos y ciudadanas pensionistas de nuestro país. 

Por eso hoy, como siempre, en un mundo donde las meras expectativas se comercian en los mercados financieros, defender con la máxima rotundidad y con la máxima exigencia el blindaje de una legislación sobre el carácter público, digno, vertebrador, suficiente y solidario de nuestro sistema de pensiones debe constituir una parte irrenunciable de nuestro trabajo parlamentario. 

Y por eso mismo, también, soy una de las representantes en el Congreso que no ha podido votar a favor de la reciente votación de la llamada 'Ley Escrivá', el Proyecto de Ley de Garantía del poder adquisitivo de las pensiones y de otras medidas de refuerzo de la sostenibilidad financiera y social del sistema público de pensiones.

Aquellas reformas que siempre hemos rechazado se sustentaban discursivamente en tres argumentos: el carácter deficitario del sistema público de pensiones, su gasto excesivo y el impacto negativo del factor demográfico sobre la caja de las pensiones. Pero ese discurso no afrontaba una realidad que siempre se soslaya: que el déficit se originaba, no en el exceso de gasto, sino en la insuficiente recaudación debida a la bajada de los salarios, los aumentos del desempleo en centenares de miles de parados y la irregularidad de las contribuciones derivada de una cronificación de la precariedad laboral. Si la causa de la reducción de los ingresos se ha situado durante años en las nefastas políticas laborales, amén de una pésima gestión de los fondos en numerosas ocasiones, las reformas se dirigían por el contrario a castigar a los propios afectados ya en primer término afectados por la desestructuración del mundo del trabajo.

Un ejército de expertos de todo tipo, economistas especialmente, de la mano del Banco de España, construyeron así un relato fraudulento que impusieron como verdades absolutas, interpretando interesadamente datos que consideraban objetivos, pero de los cuales deducían soluciones que escondían su carácter ideológico. Se adoptaron así medidas que aumentaron la edad de jubilación y los periodos de cotización necesarios para solicitarla, afectaron a los índices de revalorización en detrimento de los intereses de la mayoría de los trabajadoras y trabajadores, y aplicaron el engañoso factor de sostenibilidad. “Reformas paramétricas”, las denominaron, haciendo uso del frío lenguaje tecnocrático que siempre enmascara la realidad de un impacto doloroso sobre la vida de la gente común. 

Las consecuencias de estas políticas nos son ya conocidas: las mujeres, como siempre, y esto sí son también datos objetivos, han resultado ser las más perjudicadas al alargarse las carreras de cotización; más de cuatro millones de personas pensionistas han quedado progresivamente en situación de pobreza; otras muchas miles, con más de 40 años de cotización y que por diversas causas fueron jubiladas antes de los 65 años —en muchos casos forzadas por un mercado laboral que expulsaba a la gente mayor para abrir hueco a la fuerza de trabajo joven precarizada— han sufrido al final de sus vidas la condena de coeficientes reductores de sus pensiones de hasta un 24%. La mayoría de las personas jóvenes que se han ido incorporando a un mundo laboral inestable y con muy pocas garantías de futuro han asumido resignadamente que sus trabajos no les garantizarían disfrutar de una pensión digna cuando tuvieran una edad avanzada. En consecuencia, sencillamente, se han desentendido de cualquier movilización en defensa del sistema público. Esta desidia del mundo laboral, por haber asimilado que el empleo no supone ya casi nunca una garantía de futuro para las vidas de millones de personas y familias de todo tipo, ha sido también un efecto buscado por la burocratización del lenguaje técnico, político y legislativo utilizado para aplicar ese alambique de reformas estructurales. 

El horizonte perseguido por las reformas no era otro, por lo tanto, que una transformación cultural de fondo: que la responsabilidad social, la obligación que como comunidad política y como Estado cuidador tenemos hacia quienes han dejado lo mejor de sus vidas sosteniendo nuestra sociedad con su fuerza y su inteligencia, se transmutase en una vaga idea de asistencialismo: un sistema público que ayuda en la medida en que supuestamente pueda, y dentro de unos parámetros de cálculo fríos y carentes de empatía, originados en una ideología sociópata. Y esa mutación cultural, por supuesto, no es desinteresada: no solamente el empequeñecimiento del sistema público de pensiones, también la modificación de su carácter, de nuestra cultura del cuidado por nuestros trabajadores y trabajadoras al final de sus vidas, son metamorfosis de fondo que buscan forzar comportamientos anti públicos: el recurso a los sistemas privados de pensiones por parte de quienes se lo puedan permitir o sientan el miedo de sufrir una desasistencia cuando seguramente más cuidado van a necesitar. 

La combinación de pensiones bajas más planes privados controlados por el sistema financiero ha resultado letal para las sociedades de Bienestar, tanto en términos cuantitativos como también cualitativos, convirtiéndonos en el tipo de sociedades menos empáticas y más fragmentadas del tanto tienes, tanto vales.

Y explico el por qué de la abstención Nuestro espacio político siempre ha rechazado los tres argumentos en los que repetitivamente se basa esa expectativa de privatización: el carácter deficitario del sistema público de pensiones, su gasto excesivo y el impacto negativo del factor demográfico sobre la caja de las pensiones. Nuestra defensa del retorno a un sistema público de pensiones decente —tan decente como debe serlo en una comunidad política que se sienta orgullosa de no dejar a nadie descuidado cuando más lo necesita, y de devolver a sus miembros el fruto de su esfuerzo de toda una vida por sostenernos juntos—, no ha sido meramente ideológica ni abstracta, ni en el aire. Hemos mantenido un contacto permanente con quienes han sostenido en alto, a pesar de todas las dificultades, las banderas reivindicativas de la sociedad civil: los colectivos de personas pensionistas. 

Con ellos hemos vivido también luchas en común cuando ha sido necesario que nosotros y nosotras, como diputados y diputadas, cargos electos para defender los intereses de la gente común, bajáramos de los escaños a las calles o a los centros de reunión, procurando que la división entre instituciones y ciudadanía no fuera en este caso una muralla sino una frontera porosa. Y los objetivos que hemos planteado conjuntamente fuera y dentro del Poder Legislativo han sido claros: blindar el sistema público de pensiones como uno de los pilares quintaesenciales del Estado social y democrático de Derecho que dice ser España. Desarrollar —y no constreñir— el Artículo 50 de la Constitución Española, que establece con absoluta claridad que “los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”, de manera que se pueda disfrutar de una vejez digna, discriminando la edad de jubilación en función de la penosidad del trabajo, de las cargas laborales, del impacto sobre la salud que el ejercicio del trabajo tiene, y, en general, de otros criterios que no sean la voracidad de los sistemas financieros y la psicopatía de las políticas anti públicas. 

En esta legislatura en curso, participando ya nuestra fuerza política en las tareas del Poder Ejecutivo, cerramos en el ámbito del Gobierno de coalición un acuerdo programático en esta materia, levantando amplias expectativas en el sentido de poder impulsar un nuevo desarrollo del sistema público de pensiones con una orientación progresista. 

Sin embargo, la propuesta legislativa aportada por el ministro implicado, el Sr. D. José Luis Escrivá, consistía más en una profundización de la Ley promulgada bajo el Gobierno del presidente D. José Luis Rodríguez Zapatero que en un desarrollo del acuerdo programático progresista entre el PSOE y Unidas Podemos. En honor a la verdad, se tiene que reconocer que la propuesta llevada originalmente al Congreso contenía algún avance (¡sólo faltaría lo contrario!), y que, a lo largo de su tramitación parlamentaria, vía enmiendas, se ha logrado aportar alguno más: por ejemplo, una mención a cómo la Carta Social Europea debe tenerse en cuenta para fijar las pensiones mínimas. 

Esas modificaciones consisten en ligeros avances que desaconsejan rechazar frontalmente el conjunto del texto legislativo aprobado. Pero nada de estos aspectos medianamente valiosos toca lo más grave, el fondo de la cuestión: cómo las urgencias sociales nos exigen en este momento de una manera dramática modificar estructuralmente un sistema público de pensiones que tiene que volver a ser blindado, cosa que esta Ley de ninguna manera garantiza. 

Un Gobierno de coalición progresista que opera en mitad de una crisis sistémica de la envergadura que estamos atravesando, no puede seguir dejando estas cuestiones abiertas a disputarse en un futuro entre fuerzas desiguales: un sistema financiero que se quiebra sin renunciar a su avaricia extractivista sobre la sociedad y un mundo del trabajo fragmentado, precarizado y azotado por las sucesivas crisis. Dejar en suspenso, por las ambigüedades del texto, la orientación del desarrollo futuro del sistema público de pensiones —tal y como las organizaciones de personas pensionistas afirman que hace esta Ley— no es solamente distinto de blindarlo: es incumplir unos principios que nos deben resultar irrenunciables no por ideología, sino porque nos va en ello la vida de nuestras personas mayores y de las generaciones futuras. 

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