Alberto Rodríguez es un diputado de Unidas Podemos bien conocido por la ciudadanía. Más allá de ser muy alto –casi dos metros– su apariencia externa causó sorpresa en quienes en nuestro tiempo todavía valoran a las personas no por cómo son realmente, sino por su forma de vestir o por su peinado, y piensan que en el Congreso de los diputados no puede estar nadie que no vaya ataviado según ciertos usos tradicionales. En todo caso, varias de sus intervenciones no han pasado desapercibidas, en particular una de muy buen tono con un diputado del Partido Popular nada menos, en la que en un ejercicio de camaradería y buen hacer parlamentario que debería ser la norma, le elogió de manera estentórea.
Pues bien, este diputado, antes de serlo, el 25 de enero de 2014 acudió a una manifestación en La Laguna de rechazo a la entonces nueva ley de educación, causante de no pocos males y disparates en los últimos años, por cierto. Pues bien, en dicha manifestación se produjeron unos incidentes, por desgracia habituales, y un policía afirmó haber sido golpeado por Alberto Rodríguez. Manifestó haber recibido del ahora diputado una patada en la rodilla de la que el agente curó en un día. La médico que lo reconoció, a pesar de examinar rápidamente la supuesta lesión, afirmó en el proceso que no la pudo confirmar más que por las declaraciones del policía. La supuesta patada no dejó ninguna señal externa.
Más allá de eso, el policía denunciante declaró conocer a Alberto Rodríguez de otras movilizaciones, lo que no era extraño dado esa apariencia antes referida. Pero llama la atención que otro policía –para más señas el inspector jefe– que estuvo al frente del dispositivo para repeler la posible violencia de la movilización, en ningún momento vio a Alberto Rodríguez. Por lo demás, otros cuatro agentes afirmaron por escrito haber presenciado la agresión, pero sorprendentemente ninguno de ellos declaró en el juicio. En estas condiciones, la única prueba valorada en el proceso fue la declaración exculpatoria del acusado, que dijo no haber estado en esa parte de la movilización en el momento de la supuesta patada, así como la declaración del policía denunciante que literalmente afirmó que “entiende que la patada fue voluntaria”, añadiendo poca información más, dado que según cuenta el voto particular de la sentencia, su declaración fue sorprendentemente lacónica. Había también unos vídeos de la movilización que al no poder ser realmente situados en el tiempo, poco pudieron demostrar, salvo que el acusado estuvo en la movilización –lo que él mismo reconoció– pero no en el momento de la supuesta agresión.
Con semejante vacío probatorio y por un hecho que es notoriamente leve visto su resultado –incluso suponiendo que realmente se produjera–, sorprende que toda la maquinaria penal, que sólo debe movilizarse por hechos realmente graves, no sólo se activara, sino que haya sido por el aforamiento del acusado el mismísimo Tribunal Supremo quien haya tenido que asumir la labor. Todo ello resulta en buena medida insólito. Mirado fríamente es incluso desproporcionado.
Sin embargo, aún es más insólita, y entiendo que errónea, la motivación de la sentencia. El Tribunal, para valorar la credibilidad del agente denunciante, le aplica una jurisprudencia que hace años que el propio tribunal debería haber actualizado en profundidad, pero que suele utilizar para la valoración del llamado “único testigo víctima”. Dicha jurisprudencia atiende a los casos de agresión sexual sobre todo, en los que siendo la persona atacada el único testigo de su agresión, debe analizarse con especial cuidado la declaración, que incluso puede ser –casi– la única prueba si la agresión no dejó rastros físicos. En concreto se requiere persistencia en la incriminación, corroboración con otras pruebas y ausencia de animadversión contra el acusado.
Fijándose en estos tres detalles, afirma el tribunal que el agente no ha cambiado su declaración desde el principio, que dicha declaración fue corroborada por el hecho de que el agente inmediatamente acudió al médico e identificó a Alberto Rodríguez, y que la ausencia de animadversión proviene de que el propio agente declaró en el proceso conocer al acusado de otras manifestaciones y que siempre había mostrado un comportamiento pacífico.
Todo lo anterior es notoriamente insuficiente a efectos de credibilidad, sobre todo porque la fuente de la corroboración no proviene de otros elementos de prueba, como debe ser derechamente, sino del propio agente. Además, el hecho de conocer previamente al acusado descarta –es un decir– la animadversión basándose el tribunal, otra vez, en la propia declaración del agente en este proceso, lo que ciertamente hace dudar fundadamente de que no existiera dicha animadversión al menos en alguna medida. Pero con independencia de todo ello, que no es poco, además la aplicación de esta jurisprudencia es errónea, porque no puede concebirse que el agente-víctima fuera el único testigo nada menos que en una manifestación… Sin embargo, no se interrogó ni a otros manifestantes ni siquiera a los policías que en su día afirmaron haber visto la agresión.
Pero lo más interesante de la sentencia, a mi juicio, viene cuando el tribunal valora la declaración del acusado. No es sólo que no le crea, sino que no motiva por qué no le cree. En lugar de esa imprescindible explicación, el tribunal expresa reiteradamente su incomodidad con el hecho de que el acusado dijera en el juicio que se estaba intentando criminalizar el derecho de manifestación y que en caso de ser la sentencia condenatoria, la recurriría ante el Tribunal Constitucional y ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, lo que lejos de ser una amenaza, no es más que una expresión objetiva de sus derechos. Pero insisto, el tribunal manifiesta expresamente su molestia por estas declaraciones, lo que no es sino una imprudencia que puede comprometer decisivamente su imparcialidad.
A la vista de todo lo anterior, no cabe sino concluir que se ha dictado una condena sin prueba suficiente de cargo, lo que conduce a una vulneración del derecho a la presunción de inocencia según reiterada doctrina del Tribunal Constitucional desde hace cuatro décadas. Además, es obvio que se ha dejado de lado el art. 717 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que descarta que las declaraciones policiales tengan ninguna clase de presunción de veracidad, al contrario de lo que a veces se piensa. Y en este caso bien parece que la única prueba de cargo, erróneamente valorada y a la que el tribunal atribuye un indebido rol protagónico, ha sido precisamente la declaración del policía. No se trata de que el Tribunal Supremo haya valorado el interrogatorio según sus impresiones personales, exclusivas de quien tuvo inmediación, es decir, del tribunal que presenció la prueba. Es que al margen de la incorrección de ese anticuado planteamiento que sacraliza la llamada “inmediación” de modo epistémicamente absurdo, la explicación de esas impresiones es, como ya he explicado en el párrafo anterior, cuestionable en el terreno de la imparcialidad. Es como si el tribunal explicara que no cree al acusado, no porque no sea consistente su relato, sino porque ha hecho comentarios inapropiados sobre el derecho de manifestación y sus oportunidades de recurso.
Confiemos en que alguno de los tribunales mencionados por Alberto Rodríguez anule esta condena, cuya gravedad aumenta al haber sido pronunciada contra un representante de la soberanía popular. Pero confiemos también en que algún día se trabaje muy activamente por acabar con la tradición, que lo es por desgracia, de que algunos manifestantes provoquen altercados con la policía como forma de hacer más visible la protesta. Estamos en el siglo XXI y hay otros medios bastante más eficaces y menos rudimentarios. Pero mientras tanto, tratemos de que no paguen justos por pecadores.