Una Constitución sin mujeres no es Constitución
En estos momentos en los que para la mayoría –excluyendo al PP, claro– parece evidente que es urgente una reforma de la Constitución de 1978, debería serlo también que uno de los grandes déficits que arrastra ese pacto de convivencia es la ausencia de las mujeres no solo en el poder que la generó sino también en su contenido. Ello no quiere decir que no hubiera mujeres en el proceso constituyente. Claro que las hubo: 27 pioneras que en aquellas Cortes elegidas en 1977 tuvieron que batallar con lo que entonces todavía era un patriarcado coactivo.
27 mujeres absolutamente invisibles en los libros de historia, en las conmemoraciones y en un imaginario colectivo en el que solo ha habido lugar para los padres de la Constitución. La más radical expresión de eso que Celia Amorós denomina “pactos juramentados entre varones” o, si lo prefieren, como vergonzante demostración práctica de que el patriarcado es el gobierno de los padres. Afortunadamente los trabajos de la constitucionalista Julia Sevilla y el magnífico documental Las constituyentes, de Oliva Acosta, nos han servido, por lo menos a algunos, para completar la fotografía y tener presente como, por ejemplo, aquellas pioneras practicaron una sororidad que ya quisiéramos que hoy se hubiera convertido en práctica cotidiana. Algo que, por cierto, debería haber tenido reflejo en la recientemente constituida Comisión para los festejos del 40 aniversario del texto de 1978, la cual vuelve a ser manifiesta expresión de que aquí el poder, como el “soberano” de hace varias décadas, es cosa de hombres.
Pero es que además las mujeres no están en la Constitución como sujetos políticos y, por lo tanto, como ciudadanas de pleno derecho. En un texto marcado por un lenguaje androcéntrico y por tanto excluyente, las mujeres solo aparecen en cuanto esposas –art. 32– o en cuanto madres; art. 39. Todo lo demás es un silencio abrumador, que resulta todavía más flagrante si tenemos en cuenta que veníamos de un régimen, el franquista, que las había mantenido social, política y jurídicamente domesticadas.
La corrección de esa ausencia debería ser pues el eje central de una reforma constitucional que, mucho me temo, parece condenada a estar hipotecada por los dilemas territoriales y nacionalistas. Tal y como hemos puesto recientemente de manifiesto desde la Red Feminista de Derecho Constitucional [descargar en PDF].
Y debería serlo porque lo que está en juego es el reconocimiento de mujeres y hombres como equivalentes, como sujetos del Derecho y de derechos, como partes unas y otros de un contrato mediante el que deberíamos poner las bases para avanzar en un siglo XXI en el que el principal campo de batalla va a ser sin duda la igualdad. Ello pasa necesariamente por garantizar una presencia paritaria de mujeres y hombres en el proceso de revisión constitucional, de manera que el texto resultante sea fruto de una labor corresponsable de las dos mitades que componemos la ciudadanía. Esas dos mitades, por tanto, han de encontrar reflejo en un articulado que, con un lenguaje que reconozca a las mujeres como sujetos, debería incorporar el género de manera transversal y principal, de forma que tanto en la parte orgánica como en la dogmática se evidencie que una democracia es la suma de los ciudadanos y las ciudadanas. A éstas, además, deberían reconocérsele derechos específicos, tales como el que supone vivir una vida libre de violencia o ser plenamente autónomas en el ámbito de la sexualidad y la reproducción. Todo ello en un marco constitucional que no debería desconocer realidades como la corresponsabilidad en el ámbito familiar, los efectos terribles de la discriminación interseccional sobre las mujeres o la diversidad de identidades sexuales y de modelos de convivencia.
Dichos objetivos habrían de ser la proyección de un principio, el de paridad, que debería figurar como uno de los pilares del edificio. La paridad, entendida no solo en términos cuantitativos sino también cualitativos, debería ser por tanto la aliada esencial de un Estado social no limitado a su mera proclamación formal, de la misma manera que debería asumirse como requisito ineludible en el normal funcionamiento de las instituciones democráticas. Es decir, la reforma constitucional deseable debería partir de la proclamación de nuestro Estado no solo, como lo hace ahora, como Social y democrático de Derecho, sino también como paritario. Porque sin este presupuesto esencial la democracia no es tal democracia y el Estado carece de la legitimidad que supone el reconocimiento equivalente de las mujeres y de los hombres. Solo de esta manera, que implica a su vez, o debería hacerlo, una auténtica “revolución” de los paradigmas de un constitucionalismo heredero de la razón ilustrada y androcéntrica, será posible que todas y todos sintamos que la Constitución, nuestra Constitución, es un auténtico “hogar de la ciudadanía”. Y que, por supuesto, soberano, el poder soberano, no es solo cosa de hombres.