La Constitución tramposa
El próximo mes de septiembre se cumplirán 50 años del golpe militar que acabó con la democracia en Chile. Pocas personas habrían imaginado hace dos años que esta fecha fatídica llegaría no sólo con la Constitución de Augusto Pinochet todavía viva, sino con un proceso en marcha para sustituirla liderado por los mismos sectores que reivindican la dictadura.
Incluso a mí, siendo chilena, me resulta difícil entender la montaña rusa política y emocional que vive mi país desde que en octubre de 2019 se desató el estallido social. El documentalista Patricio Guzmán, que ha dedicado su vida a retratar e intentar entender nuestro país, decía recientemente que Chile es un país contradictorio, acostumbrado a sorprenderte. Un país de terremotos que te toman por sorpresa. Y que eso no se cambia de la noche a la mañana. O quizás no se cambia nunca.
Lo decía después de haber estrenado Mi país imaginario, un documental que retrataba de forma poética y emotiva los acontecimientos ocurridos en torno al estallido social. Cuando lo rodó, nada parecía augurar que los cambios políticos y sociales que la sociedad chilena reclamaba no se harían realidad. La enorme movilización se había materializado en ríos de personas manifestándose y cantando al unísono los himnos contra la desigualdad acuñados durante la dictadura. No había motivos para pensar que la revuelta que se alimentaba con las piedras de la cordillera de los Andes no estaba anclada en un sentimiento profundo y sincero, que la protesta salía del corazón de Chile.
Pero la historia del país es tozuda y, sólo dos años después, una parte mayoritaria de la ciudadanía decidió primero (en septiembre pasado) rechazar el texto constitucional que se le proponía para dar respuesta a las demandas sociales. Ahora, ha decidido dejar en manos de la extrema derecha el futuro de las reformas que tenían que cambiarlo todo.
Los estudios de opinión dicen que las personas que acudieron a votar el domingo lo hicieron pensando principalmente en la agenda política de la derecha y la extrema derecha: el aumento de la inmigración y la criminalidad. El resultado, sin embargo, ha sido la pérdida de una nueva oportunidad histórica para abordar las reformas que permitirían hacer de Chile una sociedad más justa e igualitaria.
Chile necesita una nueva Constitución por muchas razones. Una de ellas es abordar cuestiones trascendentales que llevan décadas en lista de espera, como lo es la protección del medioambiente en un país devastado por un modelo económico que no ha puesto límites a la explotación de los recursos naturales. Necesita un texto que mire al siglo XXI y ponga las bases para crear, aunque sea tímidamente, un estado de bienestar que procure salud, educación, pensiones y unos derechos sociales básicos a una sociedad donde el 1% de la población acumula el 25% de la riqueza.
El país necesita también diseñar un nuevo sistema de organización territorial y político que reemplace el actual, totalmente centralizado, por uno más federal que permita no sólo que los pueblos originarios tengan un encaje institucional sino también que las regiones más alejadas, como Magallanes o Atacama, accedan a más autonomía. Basta mirar un mapa del país para constatar que es una anomalía total que todas las decisiones se tomen en Santiago, a miles de kilómetros de distancia.
Estas cuestiones fundamentales no han formado parte, sin embargo, del debate, ni en septiembre pasado, cuando se rechazó el texto propuesto por la primera asamblea constituyente, ni ahora. El 7 de mayo pasado se eligió una nueva convención donde la formación más numerosa es el Partido Republicano, de extrema derecha, que suma con la derecha tradicional 34 de los 50 escaños. Con estos números podrán escribir el texto que quieran ya que superan los tres quintos del quórum necesario.
Su primer anuncio ha sido que no harán grandes cambios a la actual Carta Magna, un texto que el abogado y ex constituyente Fernando Atria bautizó en 2015 como “Constitución tramposa”. Aprobada en 1980 por la dictadura, tuvo como principal objetivo blindar un modelo económico neoliberal donde todas las cosas que son esenciales para el mantenimiento de la vida en Chile han sido privatizadas, incluso el agua. Es tramposa porque ha conseguido durante 40 años relegar a los representantes políticos a un mero papel de administradores, al punto que ninguno de los gobiernos de la Concertación consiguió, a pesar de sus amplias mayorías, sacar adelante ni una sola de las reformas estructurales que la ciudadanía demandaba, porque la arquitectura institucional lo impedía. Es lo que la escritora chilena Diamela Eltit definió como una fórmula segregadora impuesta por la dictadura, pensada milimétricamente para debilitar el Estado y favorecer la ampliación de los grandes capitales.
En la misma época en que Patricio Guzmán reflexionaba acerca de la naturaleza desconcertante de Chile y de sus terremotos, constataba en estas páginas los riesgos que representaba que la revuelta que comenzó en 2019 no contara con líderes ni con un programa ni una ideología clara. Esto podía ser aprovechado, decía, por la extrema derecha si las fuerzas progresistas del gobierno encabezado por Gabriel Boric no convencían con medidas claras. Sus palabras resuenan ahora como una profecía.
Es difícil vaticinar hacia dónde se encaminará el proceso constituyente. Entre las propuestas del Partido Republicano se encuentra prohibir el aborto, y algunos de sus miembros han llegado a cuestionar el derecho a voto de las mujeres. Algo difícil de implementar pero que resulta una especie de broma del destino si tomamos en cuenta el gran componente feminista que tuvo el estallido social. No fue una casualidad que todas las voces escogidas por Patricio Guzmán para contarlo en Mi país imaginario fueran mujeres: eran ellas quienes llevaban la voz de la revuelta.
Es probable que, mientras más radical sea el texto que redacte esta nueva asamblea constituyente, más posibilidades tendrá de ser rechazado en el plebiscito de diciembre. Un escenario que facilitaría que Chile siga montado en esta montaña rusa que comenzó en octubre de 2019 con una subida del metro de 30 pesos y que, como invocaba el lema de la revuelta, era mucho, mucho más.
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