Control de precios en un mundo capitalista
El mundo sigue soportando abusos por parte de grupos dominantes en sectores muy sensibles para gran parte de los consumidores vulnerables. Las sociedades en un contexto, además, de graves dificultades económicas provocados por una pandemia que ya dura dos años asisten atónitas al severo incremento de precios, a pesar de la globalización y de la salvaje competencia en muchos sectores, en materias tan sensibles como los suministros eléctricos, gasolina, alimentación, textil, vivienda o artículos sanitarios básicos como los test de antígenos, PCR, etc.
Con este panorama, en un entorno de recuperación de la actividad similar a lo que se conoce como impulso compensado, vuelven los fantasmas de la inflación cuando parecía que estaba enterrada a pesar de las ingentes cantidades de dinero en circulación por parte de los bancos centrales. De repente, todas las alarmas se han encendido ante la progresiva pérdida de capacidad adquisitiva de trabajadores, los costes añadidos para los productores y el único beneficio plausible para deudores, principalmente institucionales.
Este desafío para los distintos gobiernos, y el español es uno más, llega en un momento en el que comienzan a alzarse voces que proponen llevar a cabo acciones públicas para sostener las rentas de los más débiles, algo que rápidamente han rechazado las oligarquías de pensamiento neoclásico, con el archiconocido argumento que estos fenómenos son transitorios, por lo que se recomienda hasta que pase el sarampión, comer poco, pasar frio y subvencionar a los rentistas inmobiliarios, algo que las rentas medias y bajas llevan haciendo ya casi desde que nacieron.
En un esquema de pensamiento “supply side” (el problema siempre es la oferta), estos episodios no merecen ninguna intervención pública porque el remedio puede ser peor que la enfermedad. Cualquier veleidad intervencionista, los famosos gulags que aparecerían en Madrid con Carmena, por ejemplo, provocarían escasez de productos, como en Venezuela o Cuba, o retraimiento de la oferta de vivienda, lo que llevaría a un desastre aún mayor. Estas recomendaciones y afirmaciones, con cierto carácter de dogmas de fe más propios de religiones que ensalzan la irracionalidad del ser humano que de supuesto sesudos intelectuales con gran número de publicaciones en revistas especializadas de primer nivel, producen cierto sonrojo.
Dado que esta propensión a la fe entre la mayoría de economistas dogmáticos se ha impuesto en el ideario colectivo, hay muy pocas voces políticas y académicas que se atrevan a discrepar en esta materia, por lo que no hay mucho que esperar para que se produzca un cambio sustancial en esta materia, máxime cuando el Banco de España o la propia Comisión Europea mantienen entre sus recomendaciones o en la propia legislación comunitaria cláusulas que prohíben la intervención pública en los precios de servicios básicos o mercancías. La respuesta de los garantes de la fe en el mercado, ahora, nos proponen que el anatema para la inflación actual es la política monetaria, por lo que ya en algunas latitudes han comenzado los tambores de subidas de tipos de interés que, sin lugar a duda, provocarán de inmediato una reducción del precio de la luz, de los combustibles o de los bienes alimenticios de primera necesidad, o por supuesto harán que los precios de los alquileres retornen a una senda que permita a todos aquellos que necesiten un alquiler social, lo tendrán. Más allá de la ironía, lo que parece descabellado es pensar que la inflación actual tiene un origen monetario, nunca lo tiene, pero parece que es el único comodín que tienen los monetaristas y neoclásicos para justificar su dogma y seguir pastoreando a las nuevas hornadas de economistas hacia el limbo de las políticas de oferta.
La pregunta que surge, y no es baladí, es cómo se han implementado pequeñas intervenciones públicas en precios de ciertos productos, más allá de la propia luz o los medicamentos, sin que estalle el mundo, se produzcan quiebras de empresas o se desabastezcan los lineales de los oferentes. Me refiero a las mascarillas o los test de antígenos. Curiosamente ahora los furibundos liberales echan en cara que las medidas llegan tarde y con poco alcance. Los grandes momentos, en formas de memes, de las teorías apocalípticas de economistas liberales españoles, muchos de ellos funcionarios públicos, chocan con la realidad, demostrándose que la oferta ha aumentado y no se ha producido el fenómeno perverso anunciado por los garantes de la fe.
En este contexto, parece que podría filtrarse luz en el pensamiento clásico y podrían experimentar, más allá de sus fórmulas de laboratorio con supuestos muy ad hoc, que hay vida inteligente en el mundo de la intervención pública en la economía, en los precios de algunos precios y servicios, más que nada porque las ganancias en bienestar para los más vulnerables superan las nunca demostradas empíricamente externalidades negativas de los controles de precios. El ejemplo más palmario es el de los medicamentos, que ninguna mente preclara ha podido desmontar, más allá de las presiones feroces que ejerce el lobby farmacéutico, regando de viajes y dadivas a quienes les apoyan en su cruzada contra esta práctica, pero que permite acceder a los mismos a un precio asequible a la gran mayoría de ciudadanos, aunque siempre se podría ir más allá.
El debate viene a colación, además, con el anteproyecto de ley de vivienda, tan denostado por los camaradas neoclásicos, pero ahora también con la guardia de corps, el Consejo General de Poder Judicial que, en un alarde de severas lagunas de conocimiento económico, justifican su negativa, entre otras excusas, en un supuesto ataque a la propiedad privada por regular los incrementos de precios, que no los precios en sí. Nunca les escuché hablar de la tarifa regulada de la luz, de los transportes públicos (aunque de provisión privada) o los propios medicamentos. Lo que pretende la norma es definir zonas de especial tensión en precios de alquiler, si es que somos capaces de tener algún día herramientas estadísticas que permitan su medición real, y a partir de ahí establecer límites al crecimiento, por tanto sin interferir en la libre capacidad de las partes para fijar el precio del servicio de alquiler de vivienda. Por tanto, en ningún momento se conculca ningún derecho a la propiedad privada, como no se hace fijando el precio máximo de un test de antígeno, de una mascarilla o de un medicamento. La supuesta desbandada de los sufridos rentistas, no los pequeños propietarios, de este país, la corte que más privilegios tiene respecto a muchos países de nuestro entorno, no se explica bajo ningún prisma racional. Esta simple herramienta, tan suave como timorata, parece que ha levantado en armas no sólo a los camaradas neoclásicos, sino también a la judicatura, correa de transmisión aquí de grandes tenedores profesionales, los supuestos perjudicados. Solo falta que se una la Iglesia, organización que lidera la ocupación ilegal de inmuebles no de culto que estará estudiando la norma para ver si afecta a su cuenta de resultados.
El drama que subyace en este debate es si el Estado puede limitar la extracción de rentas que pueden hacer sectores de la producción respecto de los consumidores, fundamentalmente vulnerables. La respuesta es que sí, que jurídicamente es legal y socialmente deseable, pero que las presiones políticas por parte de los grandes lobbys hacen descarrilar muchas de las iniciativas, como podrían ocurrir con la ley de vivienda. Esta minoración de beneficios por decreto, podría, además, aliviar las tensiones en precios de bienes y servicios esenciales, permitiendo a muchas familias disfrutar de los mismos insumos que las rentas más elevadas, sin afectar a la libertad económica, ni conculcar ningún derecho constitucional.
Por otro lado, no hay que olvidar que gran parte de esta espiral inflacionista no es coyuntural, sino estructural, y tiene que ver con el proceso de financiarización de la economía. El convertir a gran parte de estos sectores en colaterales de mercados financieros, petróleo, gas, agua, alimentos, vivienda (con la figura de los Reits), desarrollando productos derivados para la especulación con ellos, ha generado una espiral de alza de precios y ausencia de control, que explica gran parte de la deriva de aumentos de precios y costes.
En resumen, la pandemia nos puede aportar un campo de experimentación sobre el control de precios inocuo sobre desastres y calamidades pronosticadas que pueda servir de nueva doctrina para la desintoxicación de las tesis neoclásicas en este campo. Gobiernos, empresas y ciudadanía deben asumir que es imprescindible actuar antes que se produzca el exterminio social de una parte no desdeñable de la sociedad que carece de derechos básicos de acceso a la calefacción, luz (La Cañada Real), vivienda y alimentos. Pero es que además, pequeños productores también son expulsados por la carestía de inputs básicos como semillas y fertilizantes, que ahora gozan cotizando en mercados organizados sin saber el daño que están causando. Solo queda apelar a la fortaleza de las organizaciones supranacionales que no interfieran y eliminen de sus tratados algo tan simple como la intervención pública en los precios de ciertos productos y servicios para garantizar el bienestar de la mayoría.
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