Cuando en agosto de 1982 el secretario de Hacienda de México, Jesús Silva-Herzog Flores hizo público que el país ya no sería capaz de pagar su deuda, América latina debía 315.000 millones de dólares, un 50% del PIB de la época.
Una década antes, la Bolsa de Londres había caído un 73% como consecuencia del dramático incremento de los precios del petróleo, la Bolsa de Nueva York perdía 97.000 millones de dólares de su valor en seis semanas. Un fenómeno exógeno, no esperado –el embargo petrolero–, impactó la economía global llevando a una espiral de cierres de empresas y desempleo. Las escuelas y oficinas en EEUU llegaron a cerrar para ahorrar el combustible de calefacción y las fábricas tuvieron que reducir la producción y despedir masivamente trabajadores. En Europa comenzaban años de desempleo crónico.
Los estados tuvieron que endeudarse para responder con recursos públicos al hundimiento de la producción y de la economía. Como sin duda sucederá en el futuro cercano, entonces como hoy, aquellas medidas imprescindibles incrementaron el déficit público y el de balanza comercial, con las consiguientes devaluaciones de las distintas monedas (por solo poner un ejemplo, en 1977 se produjo la mayor devaluación de la peseta, un 24,87%) y procesos inflacionarios.
Finalmente, ya en los 80, el mundo acabó escogiendo un rumbo con claro sesgo ideológico como particular opción de salida a la crisis: el neoliberalismo. El neoliberalismo llegó con sus masivas privatizaciones del sector público para atraer capitales y con la reducción del Estado del bienestar como respuesta ante el déficit. El resto de la historia es conocida y hoy pagamos gravemente las consecuencias del desmantelamiento de sectores capitales como el sanitario, la externalización de áreas estratégicas como la producción farmacéutica o las consecuencias sociales de las desigualdades económicas más extremas en el planeta desde la primera guerra mundial.
En América Latina, la historia mostró su rostro más crudo. La caída de demanda en los países industrializados hundió el precio de las materias primas y el alza de las tasas de interés en los países centrales aumentó la fuga de capitales del sur al norte provocando una masiva depreciación de los tipos de cambio, aumentando el tipo de interés real de la deuda e iniciando la que hoy conocemos como la década perdida de América Latina.
La historia amenaza con repetirse. El pasado 23 de marzo, tras una teleconferencia de los ministros de Hacienda y gobernadores de bancos centrales del G-20, la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) Kristalina Georgieva alertaba que, desde que comenzó la crisis, 77.400 millones de euros habrían salido de los países emergentes. Esta fuga de capitales encuentra a América Latina con una deuda acumulada igual o superior a la del último cataclismo económico: Brasil 78% del PIB, Argentina en el 81%, Uruguay en 61% o Costa Rica 52% por solo citar algunos.
Una hecatombe económica que además llegaría a la región después de que la crisis sanitaria le pase por encima.
América Latina invierte la mitad que Europa en salud pública. Brasil, que tal vez tiene el sistema de salud más ambicioso de toda la región, solo invierte un 3,8% del PIB en comparación con el 7,9% de Reino Unido, el 8% de España y el casi 10% de Francia y Alemania. Solo Cuba con el mayor gasto neto per cápita (2.486 dólares per cápita) y un 10,6% del PIB compite con las cifras europeas.
América Latina es un continente en el que la privatización de la salud está a la orden del día y en el que según la Organización Panamericana de la Salud un 30% de la población de la región no tiene acceso a atención de salud debido a razones económicas. Esta cifra concuerda con los niveles de informalidad de su economía. La Organización Internacional de los Trabajadores (OIT) cifraba en 140 millones los trabajadores informales en América Latina y el Caribe en 2018, un 53% de media, una cifra que alcanza cotas insoportables en países como Perú, donde dos de cada tres trabajadores son informales y carecen de ningún tipo de seguro
En ese contexto, con masas enteras de la población viviendo al día, y donde políticas públicas como los expedientes temporales de regulación de empleo (ERTE) o subsidios de desempleo están fuera del alcance de la mayoría de la población, un confinamiento forzoso se torna materialmente imposible, es en la práctica una condena a la inanición.
Por si la situación no fuera ya suficientemente compleja, algunos de los países que atravesaron más graves disturbios durante 2019 como Bolivia (levantamiento militar contra Evo Morales), Chile (detonados por la subida del precio del metro) o Ecuador (provocado por un nuevo impuesto a la gasolina) ven hoy como los derechos civiles acaban siendo una víctima más del virus. Sus gobiernos ya han optado por la suspensión de futuros procesos electorales y por la militarización de los confinamientos. En Chile se ha aplazado el plebiscito constituyente, Ecuador se plantea aplazar las elecciones ¡de 2021! y Bolivia ya anuló las presidenciales de mayo. Por otro lado, gobiernos desbordados e ineficaces adoptan medidas arbitrarias como toques de queda parciales y militarizados, toques de queda que solo desplazan los momentos de hacinamiento a otras horas del día y que dificultan la ya muy complicada vida diaria de las clases populares para las que el teletrabajo o la reorganización de sus dinámicas de cuidados es sencillamente imposible.
Entre las distintas estrategias para enfrentar el virus destaca por la fuerte respuesta popular la inacción de Brasil. Su presidente, Jair Bolsonaro, que llegó a cuestionar las cifras de muertes en Italia ha venido subestimando una pandemia con ya más de 5.000 casos (probados) en el país carioca. Los brasileños llevan 15 días caceroleando contra un presidente que etiquetó al coronavirus de “gripecita” o “fantasía” y que como medida estrella está facilitando los despidos sin costes a las empresas del país sin soporte alguno a los trabajadores.
En el extremo contrario destaca la ágil respuesta de Alberto Fernández, adoptando medidas de confinamiento cuando apenas se superaba el centenar de contagios en Argentina, o las del peruano Martín Vizcarra que alista el mayor plan económico de América Latina hasta el momento para mitigar el impacto de la crisis del coronavirus, con más de 25.000 millones de dólares, el equivalente a un 12% del Producto Interno Bruto (PIB) del país.
Como epítome de la tragedia se sitúa Ecuador, un país con apenas 17 millones de habitantes con más de 2.300 casos detectados y en el que a pesar de que los datos oficiales estiman en 79 los fallecidos la policía cifra ya en 308 los cadáveres de enfermos no atendidos que han muerto en sus viviendas. El drama ecuatoriano se agrava por la dolarización. A pesar de las crecientes necesidades de endeudamiento público el recurso a la emisión monetaria de la Fed o el BCE les está vedado al carecer de moneda propia. El Presidente Lenin Moreno ha batido esta semana récords mundiales de desafección: el 96% del país califica de mala o muy mala su gestión de la crisis.
En cualquier caso, si algo es evidente es que la estrategia de lucha contra el coronavirus en América Latina no puede ser calco y copia de la emprendida en países con suficiente base industrial y sistemas de salud robustos como los europeos.
La región se ve obligada a utilizar su única y efímera ventaja: el tiempo. Debe así atajar en sus momentos iniciales la pandemia, multiplicando los tests y aislando las poblaciones más expuestas con carácter inmediato. De otro lado, teniendo en cuenta que el aislamiento social será imperfecto por la imposibilidad de confinar a toda la población, las necesidades de material de protección individual se multiplicarán. La región, como un todo y de forma coordinada, deberá por tanto buscar fórmulas de reorientación de su tejido productivo para atender la demanda ingente de material médico y de protección que la oferta mundial no es capaz de proveer.
Finalmente el Estado, ese Estado reducido a su mínima expresión por décadas de gobiernos neoliberales, deberá recuperar músculo aceleradamente multiplicando su inversión –y consiguientemente su deuda– pública para atender enfermos, población vulnerable y excluidos económicos. De no hacerlo no habrá maquillaje posible: estarán empujando a sus ciudadanos al precipicio de la enfermedad, la exclusión social y la muerte.
La tarea fundamental es, en definitiva, evitar un desastre humanitario que haga retroceder la región 50 años.
Es en este punto que se abre un debate que podría cambiar la geografía política de la región en los próximos meses. ¿Es lícito exigir el pago de la deuda a países que pugnan por salvar la vida de sus ciudadanos?
La condonación de la deuda está ya sobre el tapete con iniciativas como la emprendida por el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) que busca el millón de firmas y que ya han suscrito expresidentes e intelectuales de la talla de Dilma Rousseff (Brasil), Gustavo Petro y Ernesto Samper (Colombia), Rafael Correa (Ecuador), Fernando Lugo (Paraguay), Alvaro García Linera (Bolivia), John Ackerman (México) o Jose Luís Rodríguez Zapatero (España), además de bancadas de diputados de ocho países de la región.
Y es que una de las pocas certezas que ya tenemos es que, a pesar del carácter universal de la Covid-19, esta crisis, como todas las crisis, alumbrará un nuevo orden geopolítico. Así como la salida de la segunda guerra mundial definió la historia europea del siglo XX, en estas fechas los casi 630 millones de latinoamericanos se juegan el ser o no ser de las próximas décadas. Así como España e Italia luchan para no quedar enterradas por esta crisis frente al rico y egoísta norte europeo, América Latina tendrá que disputar hoy su futuro con uñas y dientes. En definitiva así como la salida a la crisis de los 70 supuso una década perdida, América Latina se juega hoy todo su siglo XXI.