¿Qué es la corrupción?
La corrupción es la alteración más grave y contagiosa que pueden padecer las instituciones. Supone que una persona o varias, de común acuerdo, instrumenten y manejen el sector público a su antojo, en beneficio propio o ajeno. La misma patología arrasa a las corporaciones privadas si los gestores las administran imponiendo intereses particulares defraudatorios, frente a los de la sociedad o sus socios. También existen situaciones mixtas, donde lo público y lo privado se entrecruzan constantemente. Es el caso de las fundaciones como, por ejemplo, las Cajas de Ahorros, prácticamente inexistentes en la actualidad.
Hasta esta definición se suscita un cierto acuerdo general. Pero, cuando llega el momento de precisar si determinados hechos constituyen prácticas corruptas, donde el común de las personas advierte podredumbre institucional, la interpretación judicial, sin embargo, suele ser invidente. Por ejemplo, cualquier ciudadano medio se alarmaría si en un proceso penal quien ejerce la defensa es un letrado amigo del juez. No obstante, gran parte de la judicatura española no advierte la menor irregularidad en este proceder, salvo que se pruebe la amistad “íntima” entre el abogado y el sentenciador; algo, por cierto, medio imposible de probar. En definitiva, la noción de corrupción impuesta, en muchas ocasiones, no asume lo que la sociedad percibe claramente como indignante.
La corrupción y su repercusión no suelen preocupar en el día a día del lento quehacer judicial. Nuestros juzgados son adictos al trámite y al volcado mecánico de resoluciones, bajo tiempos y formas precisas para adaptarse a los requerimientos del Consejo General del Poder Judicial. Esta fuerte impronta burocrática posterga, e incluso menosprecia, la sana preocupación por innovar la interpretación de las normas. La mentalidad jurídica cerrada a la evolución se ajusta a la ley como la dura cáscara de una tradición más impuesta que razonable. Sólo así puede entenderse la colosal falta de adaptación a la realidad social de nuestros tribunales, por ejemplo, en el caso de las cláusulas suelo o respecto del vencimiento anticipado de deudas hipotecarias. Ningún jerarca ha reconocido la menor responsabilidad en diversos errores judiciales notables. Esta ausencia de autocrítica por parte de un poder del Estado es incomprensible en democracia, sobre todo cuando millones de personas han tenido que depositar su esperanza en los tribunales internacionales.
Este déficit cognitivo de nuestra judicatura al fijar el criterio justo se incrementa cuando se trata de definir los límites de la corrupción. Hasta tal punto que para gran parte de la ciudadanía el problema ya no es de conocimiento, sino saber quién manda. A nuestra judicatura le falta poder, es decir, independencia, en la batalla jurídica contra los máximos responsables de la actual crisis.
La perversión institucional que está saliendo a flote en nuestro país es terrible e indignante. Una de las claves del desastre reside en la ausencia de respuesta judicial apropiada durante más de 30 años. A partir de algunas causas penales (casos Blesa o Gürtel), la ciudadanía palpó que ciertas tramas delictivas, presentes en Cajas de Ahorros y partidos políticos, resumían el origen, naturaleza y alcance de nuestra crisis económica. En el año 2011 (15M) la sociedad española inició un duro despertar a la realidad. Al abrir los ojos no supo si escandalizarse más ante la corrupción evidente o ante un poder judicial que apenas se inmutaba.
Se han movilizado variados alegatos falsos para frenar y desprestigiar el trabajo judicial contra esta plaga que vampiriza al sector público. Los corruptos se han alzado argumentando que se les investiga “inquisitivamente”; o que se están montando “causas generales” donde se persigue a la persona sin definir el objeto de la investigación. Aunque son argumentos infundados, los casos abiertos más relevantes se han triturado y archivado, o se han fragmentado impidiendo que se visualice la índole de nuestra degeneración sistémica.
En realidad, no ha sido difícil detener o ralentizar a una judicatura temerosa, o poco habituada a investigar las tramas criminales complejas del Derecho Penal Económico. Los escándalos de hoy han nacido del inmovilismo del pasado, y es poco creíble que pueda iniciarse la regeneración extrayendo a última hora cientos de imputaciones penales de la chistera. Una gran mayoría social lo piensa: no sólo es corrupto quien ha expoliado, sino también quien lo ha permitido mirando hacia otro lado. Sin esta parálisis institucional el nivel de podredumbre no hubiera alcanzado cotas tan alarmantes, ni nos veríamos como el reino de la impunidad. El Derecho llega tarde para ser el principal definidor de la corrupción, máxime en un Estado que carece de justicia independiente.
La corrupción es una noción social previa al Derecho. La sociedad española ha ido aceptando, no sin espanto, que comprende el problema mejor que muchos jueces y fiscales. Ya no soportamos los comentarios de altos cargos defendiendo su independencia de criterio, cuando en realidad son títeres de los intereses políticos que les han colocado en el cargo. La corrupción pervierte hasta la médula la finalidad de las Administraciones Públicas. Sus modalidades delictivas (prevaricación, cohecho, malversación o apropiación indebida, entre otras) hacen peligrar los cimientos de las Instituciones. El Estado moderno nació precisamente para superar esta patrimonialización del poder, vertebradora del vasallaje feudal. En esta sismología se crispa una sociedad que rechaza la forma con la que el poder establecido define, dócilmente, el alcance y naturaleza de la criminalidad que nos ha arruinado.
Nuestro actual régimen político, muy escasamente democrático, nació subordinado a las familias que hoy siguen manejándolo a su antojo, con irrelevantes variaciones desde hace casi 80 años. De este modo, la democracia cede frente a los intereses de aquellos para quienes lo público es un fértil territorio de impunidad y codicia patrimonial. Es difícil en tales circunstancias tender hacia un sistema efectivo de libertades, armonizado por la igualdad de derechos y oportunidades. No existe Estado de Derecho sin poder judicial independiente. Por estas carencias estamos alcanzando en España un nivel de alarma próximo a la ruptura del pacto social originario, fundamento de toda organización política.
En la etimología del verbo “corromper” yace la referencia a síndromes profundamente dañinos, rectores de una descomposición global. Las Instituciones, sin ese arraigo y coherencia social cuyo prestigio en lo público se llama legitimidad, son pasto de los corruptos como los árboles muertos para las termitas. A lo largo de los años sólo queda la fina película de maquillaje que apenas disimula la profunda descomposición interna.
Por este motivo, precisamente, hay que elaborar estrategias para combatirlos mediante guías contrapuestas. A estas alturas, la reacción penal tiene poco remedio ante hechos criminalizados a nivel general. Será muy difícil resucitar a las Cajas de Ahorros, que la gente recupere la confianza en la clase política, o decomisar el fruto del expolio. Llegamos muy tarde. Hemos ignorado durante decenas de años que la corrupción se erradica principalmente mediante prevención; es decir, anticipándose a sus consecuencias irreparables.
Como contrapeso a un proceder delictivo de manual, deben forjarse protocolos de alertas en manos de supervisión antifraude bien dotada. No existe otro modo de encarar esta epidemia institucional. Pero, sobre todo, de ninguna otra forma la ciudadanía creerá que quienes encabezan las Instituciones tienen la voluntad de regenerarlas. Este acuerdo entre lo social y lo jurídico quizá sea imposible en el ámbito penal hoy en día. Al fin y al cabo, nuestra justicia ni siquiera pasó por la transición política de 1978. Pero, al menos, se podría comenzar el acercamiento en el campo de la prevención. Urge detener la creciente deslegitimación de quienes, estando obligados, no han perseguido con eficacia a esta clase de criminales denominados corruptos.