La quiebra del régimen del 78 puede haberse convertido en el preámbulo de la primera crisis de Estado del siglo XXI español. Desde 2008, la quiebra del sistema político y económico no ha producido ninguna crisis de Estado sencillamente porque ninguno de los poderes institucionales ha desobedecido las órdenes emanadas de otro. Ni la destrucción de dos millones de puestos de trabajo entre 2011 y 2013, ni la Gürtel, la Púnica, Lezo, la trama valenciana, las basuras de Toledo, Bárcenas y Rato todos juntos, ni los más de 20.000 millones recortados a la sanidad y la educación, ni Espejel, López, Lesmes y Maza, ni el 40% de pobreza infantil, ni los 100.000 millones de euros para rescatar a los bancos, ni los aeropuertos sin aviones, ni las 400.000 familias desahuciadas desde 2008, ni Fernández Díaz y sus comisarios, ni el impuesto al sol. Nada. Nada de lo que ha provocado el mayor empobrecimiento de las familias españolas en los últimos 70 años y nada de lo que ha podrido los pilares básicos de las instituciones centrales de la democracia representativa, nada de eso ha provocado una crisis de Estado.
La crisis de Estado ha llegado a España de la mano de la cuestión nacional catalana con nombres, apellidos y fechas que ya forman parte de la Historia -con negras mayúsculas- de nuestro país. Como todos los grandes problemas, esta crisis no tiene una única causa. Es el resultado de una larga cadena de errores, manipulaciones e irresponsabilidades que inició el PP con su recurso contra el Estatut ante el Tribunal Constitucional en 2006, continuó la ignominiosa sentencia del Tribunal en 2010 y terminó por convertirse en un caudaloso río de gasolina gracias al inagotable manantial de desprecio, falta de respeto e inmovilismo que el Gobierno del PP ha emanado durante siete años. Pero no se me entienda mal. Que el Gobierno del PP, y muy particularmente el presidente Rajoy sean los principales responsables de esta crisis, no les convierten en los únicos.
El Gobierno de la Generalitat ha mantenido la ruta unilateral hacia la independencia sabedor de que su mayoría parlamentaria no se correspondía con la mitad más uno de los votos de 2015, sabedor de que su propuesta no contaba con el respaldo de una amplia mayoría de la sociedad catalana y sabedor también de que, con el PP gobernando en España, llevar hasta el final la vía unilateral ponía en riesgo la integridad política del pueblo de Catalunya. No soy equidistante ni creo que ambos gobiernos tengan el mismo grado de responsabilidad. En absoluto. Pero los mejores gobernantes no siempre son los que quieren tener razón; la mayoría de las veces, los mejores gobernantes son los que quieren arreglar las cosas. Pienso, por poner un ejemplo, en Nelson Mandela.
En estos momentos, ninguno de los que detentan los poderes institucionales confrontados parece dispuesto a matizar para facilitar acuerdos. Antes al contrario, en su empeño por tener razón -o peor aún, por satisfacer a los suyos- gritan a las salas de máquinas de sus aparatos institucionales y mediáticos “más madera” sin calibrar la profundidad de las heridas que están asestando al pueblo de Catalunya y a todos los pueblos de España. Como primera propuesta, por el bien de nuestra ya maltrecha memoria colectiva, el 1 de octubre de 2017 debería contar desde ya mismo con un calificativo que le acompañe siempre, algo así como un marco por defecto capaz de situar lo ocurrido inequívocamente.
Podría ser el domingo negro del 17, el ominoso 1 de octubre o el domingo de la vergüenza. El rey, conocedor de la fuerza mágica de las palabras, se cuidó mucho de mencionar la fecha en su incendiario discurso. Rajoy, más torpemente, declaró solemnemente que el 1 de octubre y el referéndum “no había existido”. Como quiera que sea, no me corresponde a mí buscar esa locución para las generaciones futuras, aunque considero imprescindible la tarea. Lo que sí me corresponde como diputada en el Congreso, a mí y a todas las personas que ocupamos los espacios de representación en los parlamentos catalán y español, es buscar caminos para frenar este destrozo y empezar a arreglar las cosas.
Comencemos por aquello en lo que las grandes mayorías estamos de acuerdo: paremos las máquinas. Si fuera por la accesibilidad a las vías de resolución de esta crisis, apelaría en primera instancia al presidente del gobierno de España para que echara el freno a esta deriva, pero visto lo ocurrido desde el pasado domingo no creo que quepa esperar soluciones de Rajoy. Así las cosas sólo resta apelar a las diputadas y diputados de los parlamentos español y catalán.
En nuestras manos, en las manos de las personas que constituimos el Congreso de los Diputados y Senado está frenar el proceso de judicialización de la crisis de Estado desplegada por el PP y abrir el debate sobre el cambio constitucional en España. Pero ambas son sendas abandonadas por la democracia española hace mucho tiempo y por eso ahora, precisamente cuando no hay tiempo, necesitamos desbrozar primero el camino para poder recorrerlo después. Frenar el proceso de judicialización de la crisis promovida por el Gobierno y el jefe del Estado sólo es posible con el concurso de todas las fuerzas parlamentarias de sincero arraigo democrático. Es obligación de todos impedir que Rajoy siga judicializando y confrontando policialmente a la gran mayoría de la sociedad catalana que quiere un referéndum.
Pero es también nuestra obligación evitar la detención de los miembros del Gobierno de la Generalitat, cuyas consecuencias políticas y sociales son incalculables, tanto para el pueblo catalán y como para el resto de los pueblos de España. A su vez, abrir un debate real sobre el cambio constitucional en España requiere apartar enormes zarzas del camino. Es imprescindible que hayamos modificado el art.166 de la LOREG relativo al sistema de elección de senadores en las provincias antes de que se convoquen las próximas elecciones generales. Si no lo hacemos no habrá cambio constitucional de ningún tipo. ¿Por qué? Porque ahora sí sabemos para qué sirve el Senado.
Cualquier cambio en la constitución española requiere para su aprobación una mayoría cualificada en el Senado. El tramposo sistema electoral le regala hoy al PP el 66% de los escaños cuando apenas ha obtenido el 33% de los votos. Es decir, un sistema diseñado para impedir que un acuerdo mayoritario de la sociedad española -incluso si representase al 66% de los votantes- pueda modificar la Constitución sin el visto bueno del PP.
En las manos de las diputadas y diputados del Parlamento de Catalunya está suspender la declaración unilateral de independencia. Suspender esa declaración incluso cuando se esté de acuerdo con ella porque el buen gobernante sabe que la integridad política del pueblo es más importante que la estructura institucional sobre la que se organiza el sujeto político. Incluso si el objetivo es formar un nuevo Estado, el camino siempre será más corto y seguro si previamente se ha salvaguardado la integridad política y física del pueblo, ambas desgraciadamente amenazadas hoy.
En este momento tan dramático como histórico, los protagonistas no pueden ser ni el coraje ni el patriotismo ni la biografía política de nadie. La épica es cualidad exclusiva de las derrotas del pasado, porque las derrotas del presente sólo son amargos fracasos cargados de injusticia y humillación para millones de personas. La integridad del pueblo de Catalunya está en juego y es obligación de todas y todos defender al pueblo, defenderlo antes que cualquier otra cosa.
Asumamos cada una, cada uno, nuestra responsabilidad, defendamos la integridad política de todos los pueblos de España y empecemos a desbrozar el camino para el cambio constitucional. La historia no nos absolverá.