Al observar estos días cómo se juzga, por las derechas políticas y mediáticas patrias, la situación por la que atraviesa España, llego a la conclusión de que el catastrofismo es una constante en el pensamiento reaccionario. Pensándolo bien tiene su lógica. Cuando las derechas -con sus precisos intereses- no gobiernan, lo viven como una catástrofe. Y la primera fase para que esa impresión aparezca como algo verosímil es utilizar cualquier motivo para crispar el ambiente político y social. Se suele utilizar, coloquialmente, el “calumnia que algo queda”, pero ahora tan tóxico como aquel adagio es el “crispa que algo queda”. No se trata, desde luego, de algo novedoso. Siempre que en España se ha intentado un avance en dirección hacia el progreso, quebrar privilegios o reconocer nuevos derechos y libertades, en una palabra, poner en cuestión elementos del poder establecido, el ambiente se ha crispado hasta que pareciese que estábamos al borde de la catástrofe. Es una historia que viene de lejos.
Así sucedió, por ejemplo, cuando el llamado “Trienio Liberal” que inaugurara el levantamiento del general Riego, en su empeño por restablecer la Constitución de 1812. El rey felón y su cohorte de aristócratas, sotanas y militares despechados no cejaron de conspirar, manipular y crispar, incluso con acciones violentas, hasta provocar la intervención de la Santa Alianza de las testas coronadas con el fin de restaurar el poder absoluto del monarca y ver al heroico general enjaulado y ejecutado en la plaza de Cascorro de Madrid. Luego, más tarde, cuando se hizo insoportable el régimen isabelino y la Gloriosa se quitó de encima a Isabel II y su tinglado, el proceso fue todavía más evidente. La conclusión lógica de aquella Revolución era la república, después de los bienintencionados y fracasados intentos del general Prim por encontrar una dinastía más acorde con los tiempos que aquella que venía de fenecer.
A la I ª República federal, burguesa, moderada, que incluso mantuvo la bandera rojigualda de los tiempos de Carlos III, le hicieron, entre todos, la vida imposible hasta acabar con ella. La “carlistada”, con su tercera guerra civil en defensa de sus vetustos fueros; los mílites alfonsinos hostiles a la república, con sus perpetuas conspiraciones dentro y fuera del suelo patrio; la mayoría de la Iglesia en pie de guerra, como solía acaecer cuando veía peligrar sus privilegios; la insurrección cubana y, para colmo de males, la impaciencia desordenada de un cantonalismo hispano que acabó haciendo el juego a la reacción. Una provocada situación “catastrófica” que justificase la disolución de las Cortes por el general Pavía y la proclamación de Alfonso XII, en Sagunto, por el general Martínez Campos.
La Restauración borbónica no fue un periodo “dechado de virtudes”, a pesar de lo que digan hoy algunos. Pero justo antes de que feneciera, sin pena ni gloria, a manos del general Primo de Rivera y del propio Alfonso XIII, ya se pregonaba, por tirios y troyanos, la “gravísima situación que vivía el país”. Bien es cierto que no era más grave que en años anteriores, aunque es verdad que era delicadísima la posición del monarca ante sus responsabilidades en los desastres africanos. La dictadura no venía, en todo caso, a remediar nada, pues toda dictadura es, en sí misma, la catástrofe absoluta en el sentido griego del término de destruir o abatir, en este caso la libertad, lo más valioso que tenemos como dejara sentado Cervantes en el Quijote.
Cuando aquella dictadura castiza, de charanga y pandereta, se hizo inviable y, de nuevo, advino la II ª República, no se la dejó respirar ni tan siquiera dos años. Después de la euforia de abril de 1931, en agosto de 1932, militares monárquicos con el general Sanjurjo a la cabeza, intentaron acabar con ella y no cejaron en su empeño hasta que lo consiguieron. Que en la República se cometieron errores es indudable. No se cuidaron como es debido ni la economía ni las relaciones internacionales, paredes maestras de la gobernación de un país, y las pulsiones “izquierdistas” no se cortaron a tiempo. Sin embargo, pretender que la “revolución” de octubre de 1934 -en Asturias y Cataluña- justifica o explica el golpe de 1936 es una patraña sin base ni fundamento. Aquel evidente y grave error fue reprimido militarmente y miles de sus participantes fueron eliminados o encarcelados. La República continuó con vida y se celebraron libremente, casi dos años después, las elecciones de 1936. En los meses anteriores al levantamiento militar no había en España más actos violentos que los que hubo en la transición a la democracia en 1977/78. No se justificaba de ninguna manera liquidar por las armas un sistema democrático que empezaba a modernizar España. El resultado de aquella acción golpista sí que fue la mayor catástrofe que conoció la historia de España, con una guerra civil de tres años y una dictadura de 40.
Con la democracia de 1978 parecía que esta maldición era cosa del pasado. Sin embargo, al final del segundo mandato del presidente Suárez ya se empezaron a provocar procesos de crispación y crear el falso ambiente de que íbamos a la “catástrofe”, de que era imprescindible un “golpe de timón” y zarandajas por el estilo. Y en febrero de 1981 se volvió a intentar liquidar una democracia recién conquistada. Luego, cada vez que ha gobernado la izquierda -salvo quizá los primeros gobiernos de González- se ha crispado la situación a base de exageraciones, manipulaciones o puras mentiras. Los argumentos son casi siempre los mismos. Un poder que se ha conseguido “ilegítimamente”, un gobierno que colabora con “terroristas” o que está a punto de “romper España” y que, en todo caso, nos conduce a la quiebra y a la catástrofe. Los medios y redes afines -la mayoría- hacen su labor y el objetivo es también el mismo: convencer de que cuando llegue la derecha al gobierno todo será enderezado y volverá a su ser natural. La diferencia esencial con el pasado, para qué vamos a engañarnos, es que ahora España es un país de la Unión Europea donde no se admiten ciertas “soluciones traumáticas”. En cualquier caso, no es consuelo saber que en otros países -por ejemplo en Francia- los “catastrofistas” pregonan que están al borde de la “guerra civil”.
Pues bien, si nos guiáramos por las declaraciones de una cierta oposición de derecha, o por los medios que les sirven de voceros, España estaría de nuevo al borde de la catástrofe. ¿Está nuestro querido país tan mal como dicen algunos? Veamos, tenemos tres grandes cuestiones que nos acucian: la pandemia, la recuperación económica y las mejoras sociales.
En el asunto clave de la pandemia, aparte de errores en un trayecto desconocido, somos el país mejor situado en el trascendental tema de la vacunación y, a medida que pasa el tiempo, la proporción fallecidos/población va mejorando sustancialmente. Por eso, la afirmación del líder de la oposición de que España encabeza el número de muertes por habitante es falsa. Ya en junio pasado ocupábamos el lugar décimo primero, y estaban peor que nosotros países como Italia, Bélgica o Polonia. Hoy en día nos superan Francia, Suecia o Gran Bretaña, y si la situación no cambia acabará superándonos Alemania. Nuestro punto débil han sido las residencias de la tercera edad, una auténtica vergüenza y que dependen de las comunidades autónomas, siendo las de Madrid las peor paradas.
Respecto a la situación económica, es obvio que España crece a un ritmo desconocido en el pasado -en torno al 4,5%-, quizá menor a lo previsto por el Gobierno (cuestión que está por ver), pero el hecho cierto es que llevamos nueve meses seguidos creando empleo. La tasa de parados ha bajado al 14% y los ocupados rondan los 20 millones. Un empleo muchas veces precario -casi la mitad de los asalariados- y mal pagado debido, esencialmente, a la nefasta reforma laboral del PP, que hay que modificar en aspectos sustanciales. Bien es cierto que existen problemas amenazantes que no están siendo abordados con la suficiente determinación. Los aumentos desorbitados del coste de las energías, con nefastas repercusiones en la agricultura, en el transporte, en la inflación y, por ende, en las cuentas familiares, exigirían medidas más contundentes. De lo contrario, sus efectos sociales y políticos pueden ser muy negativos. Porque si no se hace algo en serio, el precio de las energías se puede llevar por delante más de un bonito plan de recuperación y resiliencia. Y la impresión es que los gobiernos están francamente inertes ante las grandes multinacionales energéticas. Si esto sigue así, quizá haya que pensar en nacionalizar, parcial o totalmente, algunas de ellas, pues no se pude consentir que malogren todo. Es posible que los precios no bajasen en el supuesto de que esas empresas estuvieran en manos públicas, pero, en todo caso, los super beneficios que están obteniendo favorecerían al conjunto de la comunidad.
En múltiples aspectos, el Gobierno toma medidas que son correctas, pero, de un lado, el sufrido personal no percibe el efecto deseado quizá por deficiente gestión y, de otro, el relato lo acaba imponiendo la política del “catastrofismo”. Es evidente, por ejemplo, que el ingreso mínimo vital fue una medida social relevante, de lucha contra la pobreza y, sin embargo, ya sea por diseño, burocracia, etc, no llega con fluidez a las personas que debería proteger. Así, sigue habiendo colas del hambre, pobreza infantil u otras calamidades impropias de un país europeo del siglo XXI. En el tema de las pensiones, al igual que en el salario mínimo, la mejora ha sido notable y se ha establecido que las primeras crezcan en función del índice de precios. No obstante, al subir la inflación durante estos meses al 5,6% y las pensiones al 2,5% en 2022, el relato que están imponiendo los catastrofistas es que las pensiones perderán capacidad adquisitiva. Conclusión de todo punto falsa. Está acordado que las pensiones aumenten un 0,9% con revisión anual si el IPC promedio, al 30-11-2021, supera esa cifra. Si estamos en un 2,5% del IPC adelantado, la regularización alcanzaría un 1,6% con efecto 1-1-2021. De otra parte, si la subida de las pensiones para el 2022 es de un 2,5%, el resultado es que el aumento al 1-1-2022 respecto del 31-12-2020 es del 5%. Por lo que no existiría tal pérdida de poder adquisitivo.
Si cambiamos de tercio y nos vamos a la elección del CGPJ, el asunto es de traca. La tesis de la oposición de que los jueces tienen que elegir a los jueces porque así lo dice la Constitución y la Unión Europea es doblemente falsa. Primero, la UE no tiene competencias en esta materia y lo único que exige es que se cumpla con el Estado de Derecho, es decir, con la Constitución. Y esta última lo que dice es que el mandato de los vocales dura 5 años y no 8, y que los 12 vocales de marras tienen que ser elegidos no “por” los jueces sino “entre” los jueces, que es como se hace en la actualidad.
Para terminar, los famoso fondos europeos que se sacan a relucir continuamente como remedio a nuestros males no acaban de ponerse en marcha y sus beneficiosos efectos no se dejan sentir todavía. Me da la impresión de que no se trata solo de publicar decretos u otras normas, sino de gestionar los proyectos con veloz diligencia y no caer prisioneros de una burocracia pensada para otro mundo. Todos somos conscientes de que en este negocio nos jugamos el futuro del país. Se puede fallar en muchas cosas, pero en esta no.