El consenso democrático es algo relativamente frágil, que exige que una amplia mayoría de la ciudadanía conceda que sus instituciones son, a la vez, legítimas y representativas.
El alejamiento de buena parte de la sociedad española respecto a las instituciones establecidas mediante la Constitución de 1978 es palpable. Distintos factores han influido en ello, desde la crisis económica y las políticas practicadas con este pretexto, hasta la gravedad y extensión de la corrupción, pero en resumen podemos afirmar que convergen una crisis de representación, una crisis de la constitución territorial, y una crisis del programa social de nuestra democracia. La última no es menor, pues, como decía Léon Gambetta, lo que caracteriza a una verdadera democracia no es el hecho de reconocer a iguales, sino el hecho de crearlos.
Pero la que centra toda la atención estos meses, y desde luego hay razones para ello, es la crisis de la constitución territorial, que ha llegado a su paroxismo en Catalunya. Insignes juristas como Pérez Royo han llegado a afirmar que “En España nos hemos quedado sin Constitución territorial”, refiriéndose expresamente en sus reflexiones a la tristemente célebre sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, en el año 2010, y es cierto que desde entonces Catalunya se convirtió en la única comunidad autónoma regida por un estatuto de autonomía que ni su cámara legislativa ni su ciudadanía había refrendado.
Pese a que tal sentencia no fue óbice para una estrecha colaboración entre CiU y el PP, tanto en el Congreso como en el Parlament, hasta bien entrado el 2012, lo cierto es que de forma gradual fueron incrementándose los partidarios de la secesión de Catalunya. Siempre según el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Catalunya, los partidarios de que Catalunya fuera un Estado independiente llegaron a un máximo del 48,5% en noviembre de 2013, para ir retrocediendo hasta un 34,7% en junio de 2017. Como este dato es demoscópico, podemos añadir que los votos obtenidos por candidaturas independentistas en las elecciones autonómicas de 2015 sumaron poco menos de dos millones de votos (un 36,8% del censo), o que, dando por buenos, en favor del argumento, los datos ofrecidos respecto a la jornada del 1 de octubre, los partidarios del SÍ sumaron poco más de dos millones de papeletas (un 38% del censo).
Sin duda son cifras más que respetables, pero no es menos cierto que a cualquier observador neutral deberían parecerle escasamente justificativas de una declaración unilateral de independencia. Sin embargo, la mayoría parlamentaria existente en el Parlament de Catalunya decidió el pasado 6 de septiembre, en una aciaga jornada, tratar de derogar la Constitución y el Estatut y, en dos tiempos (10 y 27 de octubre), primero como amago y luego definitivamente, proceder a tal declaración. En paralelo, el Senado ha decidido autorizar un paquete de medidas en desarrollo de lo previsto en el artículo 155 de la Constitución, un mecanismo de coerción federal presente en otras constituciones europeas, pero cuya activación supone un antes y un después para el modelo autonómico en España. Los meritorios esfuerzos para evitar llegar a este punto han, pues, fracasado.
En los años del llamado “procés”, Cataluña ha sido muy dado a las metáforas. Marineras primero, ferroviarias después. Pero otra merece atención. Algunos independentistas han presentado la Constitución y las leyes como un muro que había que saltar. Los que lo hoy lo han hecho, y quienes con su sentir les acompañen, probablemente concederán que las instituciones que pueda poner en pie el Estado independiente que acaban de declarar son legítimas y representativas. Otros muchos catalanes no lo creerán así, y seguirán considerando que lo son las emanadas de la Constitución y el Estatut. Un muro nos separará. El consenso democrático está roto. Tenemos, pues, sentadas las bases de un conflicto político y social de muy difícil resolución, del que se ha estado advirtiendo insistentemente y contra el que muchos (pero no los suficientes), hemos estado trabajando intensamente para evitar.
En resumen, nos encontramos ante un escenario catastrófico, excepto para aquellos partidarios del “cuanto peor, mejor”. Damnatio memoriae, pues, para éstos.
Habrá que reconstruir puentes y consensos. Habrá que generar tiempos y espacios para el diálogo. Habrá que recuperar las instituciones de autogobierno de Catalunya. Y habrá que reivindicar la necesidad de explorar proyectos políticos colectivos menos divisivos, capaces de reunir amplias mayorías a su alrededor. Una federación democrática y social nos parece, a algunos, uno de los que valdría la pena explorar.