Cuando se produce una catástrofe como la que hemos visto en la Comunidad Valenciana, todos nos solidarizamos con las víctimas y aquellos que sufren la incertidumbre de haberlo perdido todo y, por supuesto, nos preguntamos por la gestión de lo sucedido. No puede ser de otro modo. Cualquier atención nos parece insuficiente, porque eso es lo que marca una catástrofe: las necesidades de atención desbordan por completo a las posibilidades reales de atenderlas. La desproporción es brutal. Siempre.
A lo largo de mi vida profesional previa a mi desempeño de cargos de representación política he podido estudiar, divulgar y participar en la disciplina de gestión y atención de catástrofes. Hay multitud de textos escritos y sesudos análisis de la atención en diferentes situaciones catastróficas, pero se repite una constante: la siguiente nunca será igual que la anterior. Por definición son “cisnes negros”. Por eso protocolizar, testar esos protocolos en simulacros, conocer a los otros cuerpos intervinientes con los que habrá que actuar y formarse en gestión de catástrofes es primordial para los diferentes profesionales que trabajan en este ámbito. Precisamente por ello, puedo afirmar con orgullo que, como servidor público, he tenido la suerte de que mi servicio, el 061 de Galicia, ha tenido en cuenta esa área de conocimiento.
Una de las partes fundamentales de la gestión de catástrofes es el denominado “debriefing”, que viene a ser un informe de análisis y puesta en común sobre la gestión del incidente de manera retrospectiva. De la lectura de esos informes, siempre hay una conclusión: a pesar de grandes protocolos o de excelentes profesionales, siempre se cometen errores de los que es necesario aprender. De ese estudio también se desprende que cuanto más precoz es el error en la gestión de la catástrofe, más difícil es enderezar la respuesta y corregir sus consecuencias. No quiero poner ejemplos pasados, pero los especialistas que lean estas líneas saben que incluso en ejemplos de muy buena gestión se cometieron errores evitables.
En este terrible desastre natural que está asolando principalmente a Valencia hemos visto cómo un error inicial, la demora en trasladar la alerta a la población, puede complicar aún más la ya de por sí compleja y devastadora emergencia que se está afrontando. Habrá tiempo para ese “debriefing” más detallado que nos pueda aclarar el impacto de esa demora, pero lo cierto es que la decisión fue tomada por el mando legítimo de la gestión de la catástrofe, que en este caso corresponde a la Generalitat Valenciana.
Desde el inicio de una catástrofe, es fundamental que quede claro para los intervinientes quién está al mando. En una emergencia de gran magnitud todas las acciones deben seguir el principio de “unidad de mando” : cada persona o equipo debe tener una sola línea de comunicación y autoridad para evitar la confusión. Es, por tanto, esencial crear cadenas de mando sólidas en todos los eslabones y en todos los cuerpos que intervienen. Porque ese mando único debe, además, coordinar a todos los que intervienen: protección civil, bomberos, fuerzas del orden público, sanitarios.
Sin duda, el error inicial del mando autonómico cuestiona su solvencia, pero no su legitimidad, que la propia ley le otorga. En esos momentos iniciales, y con una catástrofe delimitada geográficamente, en este caso el área de Valencia, no hay motivos para pensar que la emergencia tenga que saltar del mando autonómico, que es quien tiene la mayor capacidad de reconocimiento y comprensión del territorio, además de la mayor cantidad de profesionales en la zona. Ese mando tiene que recibir las necesidades a través de sus sistemas de información y de los cuerpos que coordina y entender qué está fuera de su alcance para solicitar ayuda. Pero el trabajo de esa cadena de mando no debe detenerse en medio de una vorágine de toma de decisiones que no pueden esperar porque se empeoraría aún más la gestión.
La gestión de una crisis nunca debe pararse y el mando debe saber entender en qué momento de la catástrofe está para establecer las diferentes prioridades y solicitar las ayudas externas necesarias. Se trata de pasar del caos, que en este caso ha sido terrorífico, al orden de manera progresiva.
A mi entender, el debate generado sobre la posibilidad de cambiar de mando en los momentos críticos y sustituir buena parte de los eslabones de esa cadena de mando por otros o forzar en esos momentos que una administración deje paso a otra carece de sentido porque tal decisión habría provocado fricciones que habrían llevado a retrasos y conflictos en la toma de decisiones y recelos entre administraciones que obligatoriamente deben colaborar. Lo idóneo en esos momentos no es el cambio de mando. Lo sensato es optar por engrasar la coordinación y favorecer la co-decisión.
Que una comunidad autónoma pida ayuda al Estado para la gestión de una catástrofe como la que estamos viviendo no invalida a esa administración para el mando, pero debe entenderse que esa ayuda es, por definición, modulable. Lo ha explicado de manera magistral el general jefe de la UME, Francisco Javier Marcos: “Es cierto que no intervinimos rápidamente porque la meteorología no los impidió y por una cuestión de orden y disciplina: no podíamos añadir caos a una situación verdaderamente caótica”. Cualquier interviniente desplazado a una intervención en una catástrofe sabe que debe ser autónomo y no añadir dificultades a la ya maltrecha estructura local.
En cualquier caso, debe esperarse a la evolución de la gestión de la catástrofe, que parece que empieza a enderezarse tras el despliegue masivo de recursos y la imprescindible mejora de la situación de las infraestructuras, que permite una mejor logística de la asistencia, para evaluar de manera continuada cuál debe ser la administración que tome el mando de la gestión de la crisis. Lo prioritario sigue siendo rematar las actividades de rescate que, sin duda y desde la absoluta empatía con la desesperación que sienten las personas afectadas, se han prolongado de manera exasperante.
Tiempo habrá en el futuro para evaluar al mando y su gestión, sin duda la sociedad será severa pues las evidencias en forma de datos y cronologías no se van a poder rebatir, pero más allá de esa derivada de responsabilidades políticas lo que resulta obvio una vez más es el valor sin parangón de los servicios públicos, que sólo lo público nos salva, que la ciencia es la que debe marcar el camino y que negar el cambio climático y no actuar para adaptarnos a los retos que plantea genera enormes daños para nuestra sociedad. Y, por desgracia, para nuestra democracia.