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El deber de hacer todo lo posible

Laia Ortiz

Teniente de Alcaldesa de Derechos Sociales del Ayuntamiento de Barcelona —

Los ayuntamientos nos hemos convertido en uno de los objetivos de las políticas de austeridad. El hecho de que se encuentren asfixiados y maniatados provoca que lo estén la educación pública, la salud, los servicios sociales o el derecho a la vivienda. La culpa no la tiene la crisis. La crisis es el problema, cierto. Pero gobiernos como el del ayuntamiento de Barcelona sabemos cómo hacerle frente a la vez que reforzamos los derechos sociales y combatimos la desigualdad. Y en ello estamos. Los obstáculos en el camino son muchos, pero el principal es el despropósito de política económica y fiscal del PP y la recentralización administrativa.

Para ser justos debería añadir también a CDC, pues juntos votaron a favor de la ley de estabilidad presupuestaria, o ley Montoro, que establece una regla de gasto que impone recortes (mal llamados “austeridad”) y que permite a dicho ministro imponer límites en la inversión (techo de gasto), lo que, como decía al inicio, impide a los ayuntamientos dar respuesta a la grave situación social que sufrimos.

¿Qué sentido tiene esta política de asfixia económica a ayuntamientos que están muy lejos de los techos de deuda marcados? ¿Qué sentido tiene imponer recortes a la inversión a ayuntamientos como el de Barcelona, muy saneados económicamente y que han cerrado con superávit los cuatro últimos ejercicios? Barcelona tiene una deuda muy por debajo de las principales ciudades europeas y un tercio de lo que fija de límite del decreto estatal.

Lo que hay detrás de la imposición de mayor exigencia a las ciudades en los objetivos de déficit es la voluntad de recortar los servicios  públicos y las prestaciones sociales, incrementando así la desigualdad. Tal ha sido el caso del ayuntamiento de Barcelona, una ciudad rica y que genera riqueza, pero que la revierte de manera muy desigual en sus vecinos y vecinas. El gobierno de CIU se permitió el lujo de no gastarse ese superávit, e incluso de dedicarlo a amortizar deuda en un contexto de extraordinaria emergencia social. Una institución al servicio de la ciudadanía no puede presumir de riqueza en sus cuentas mientras contempla impasible un aumento de las desigualdades y las necesidades sociales. A no ser que no le importe.

El neoliberalismo ha querido inculcar en nuestras mentes que las administraciones públicas somos como las familias, que se aprietan el cinturón cuando ven reducidos sus ingresos. Y nada más lejos de la realidad. Nuestra función de redistribución, política económica, la de garantizar derechos y servicios públicos, nos hace claramente distintos y con una posición de fuerza  respecto a las entidades financieras (siempre y cuando las cuentas se mantengan saneadas) que no tienen las familias. La generación de déficit, si responde a necesidades de inversión y a criterios de sosteniblidad, es imprescindible para invertir en infraestructuras o equipamientos que van a ser amortizados durante décadas. Por eso tiene sentido financiar a largo plazo. La crisis de la deuda privada y su rescate público no puede ser ahora interpretada como el fin de la inversión pública, porque esa hipoteca sí que sería impagable.

La cuestión es:¿ tienen los ayuntamientos, como es el caso de Barcelona, margen para hacer más? Si la respuesta es afirmativa, debemos poder hacerlo. Barcelona se encuentra entre las ciudades españolas con menos deuda pública en proporción a sus ingresos. No tiene sentido seguir esa senda cuando podemos aprovechar estos recursos para garantizar derechos sociales (vivienda, centros de acogida, escuelas 0-3…) e incluso para cambiar el modelo de raíz, para socavar las causas estructurales de la desigualdad (con un operador energético propio, remunicipalizando el agua, impulsando la reindustrialización urbana el transporte público y la rehabilitación energética…). Y por supuesto, no es de recibo que esa posibilidad se vea coartada por el gobierno del PP y su obsesión neoliberal.

Los dos grandes fracasos de la política de austeridad aplicada tienen que ver con el empleo y la desigualdad. La desinversión acelerada de las administraciones públicas ha generado una destrucción masiva de empleo, sumándose a la falta de dinamismo del sector privado. Es evidente que no es cuestión de volver a una concepción faraónica de la receta Keynesiana a base de grandes inversiones , sino de promover desde los municipios  multitud de micro-inversiones pendientes que generan bienestar, reequilibran el territorio y crean  puestos de trabajo. No hablamos de km de AVE que van vacíos ni de Fórums u Olimpíadas o ciudades de las artes… Estamos hablando de inversión de proximidad, de coser los barrios, de construir o rehabilitar escuelas, de garantizar la accesibilidad del espacio público, de centros cívicos  o de salud comunitaria, de poder tener un parque público de vivienda o pistas deportivas. Detrás de estas inversiones nos jugamos el acceso a servicios de proximidad, la calidad de las instalaciones que usamos la mayoría de la ciudadanía, el derecho a la vivienda o el acceso a la cultura.

En un momento en el que la economía productiva no tira, donde el mismo Fondo Monetario Internacional reconoce que los recortes en inversión han acelerado la destrucción de empleo, no tiene sentido mantener las cifras de déficit impuestas. Nos lo dijo literalmente alguien del prestigio académico de Varoufakis en su visita a Barcelona el pasado octubre: “La solución consistirá en invertir en capacidad productiva”, lo mismo que nos avanzaba en su modesta proposición para Europa, donde reclamaba una recuperación impulsada por las inversiones. Pero orientadas a la gente, al bien común.

Para que todo ello sea posible, necesitamos modificar un reparto injusto de los objetivos de déficit y el techo de gasto de los municipios. Para transformar en profundidad, para atacar las causas de la desigualdad (no sólo sus consecuencias) hace falta cambiar esas leyes, y también cambiar el dogma neoliberal de la asfixia fiscal.

No es una política aislada. El PP ha dirigido un ataque contra el gobierno local en toda regla con su ley de racionalización y sostenibilidad de la administración local, una ley recentralizadora y que expropia la capacidad de actuación de los municipios.

Al PP le preocupan las ciudades del cambio que hace un año ganaron en Barcelona, Madrid, Valencia, Zaragoza o Badalona. Y le preocupan las ciudades resistentes (Sant Feliu de Llobregat, El Prat, Montornés…), las que durante estos años han mantenido gobiernos y políticas progresistas contra viento y marea, garantizando derechos y bienestar a sus vecinos y vecinas. Ciudades todas ellas que son ejemplo de “Municipalismo del bien común”, una alternativa a la derecha, y también una novedad en la izquierda, que combina la apuesta firme por la cohesión social, la solvencia económica y desde la colaboración ciudadana y comunitaria.

Por todo ello vamos a seguir batallando junto con todas ellas en el impulso de una verdadera red de ciudades contra la mal llamada austeridad. Seguiremos batallando por una nueva ley de gobierno local que asegure la suficiencia financiera y refuerce la autonomía municipal, que garantice una financiación estable a unas competencias bien definidas, definiendo la participación de las haciendas locales en los ingresos del Estado, incluido el IVA, y en los de las CCAA, incrementar la capacidad y autonomía normativa en la determinación de los impuestos locales. De hecho, hoy, por responsabilidad sabemos que nuestras actuaciones van más allá de nuestras competencias. Creemos en nuestras capacidades y voluntad de transformación.

Esperemos que en breve ya no debamos enfrentarnos al ministro Montoro, ni a ningún otro ministro del PP o de Ciudadanos, sino que contemos con un gobierno del cambio en el Estado que sea un aliado, y no un adversario, con el que construir ciudades para la vida, para la equidad, orgullosas de seguir luchando codo a codo e incansablemente por la cohesión social.