La década Macron
En 2017, entre las dos vueltas de las elecciones presidenciales francesas en las que Emmanuel Macron salió elegido presidente por primera vez, escribí en este mismo diario que la semilla del Frente Nacional había germinado y que quien presidiese Francia lo haría sobre la base de una sociedad fracturada. La candidatura de Macron había sido apoyada en primera vuelta por el 24% del electorado, frente al 21,3% de Le Pen, el 20% de Fillon y el 19,6% de Mélenchon. Apenas 4,4 puntos separaban entre sí a los cuatro principales candidatos, y esto gracias al voto útil de buena parte del electorado socialista, que no necesariamente validaba el programa político de Macron sino su candidatura.
Era evidente que la olla a presión francesa podía estallar en cualquier momento. Y que aquella elección tenía que ser algo más que una válvula de escape: “Si Macron, para alivio de la comunidad internacional, se impone finalmente en la carrera al Elíseo, deberá asumir que tiene por mandato fundamental aplacar los síntomas del descontento social, identificar sus causas últimas y actuar sobre ellas con absoluta determinación. No hay más programa que ese, sin margen de error.”
Algo similar había escrito meses antes Gérald Darmanin, por entonces secretario general del partido de Fillon (LR), en una columna de título elocuente, ‘Le bobopopulisme de Monsieur Macron’: “Lejos de ser la cura para un país enfermo, será, por el contrario, su veneno final. Su elección, Dios no lo quiera, sumiría a Francia en la inestabilidad institucional y llevaría a la ruptura de nuestra vida política. Entonces, en este vacío, llegará el populismo más abyecto, el de Madame Le Pen. No cabe duda.”
Siete años después de aquellas elecciones, cuando aún restan tres para el final del segundo ‘quinquenato’ de Macron y en vísperas de unas elecciones legislativas convocadas de imprevisto, hay elementos de análisis suficientes para contrastar aquellas palabras.
Lejos de buscar acuerdos programáticos con las fuerzas vertebradoras del sistema, cuando ya era obvio que tenía, a su izquierda, a un partido socialista entregado y, a su derecha, a un partido conservador en crisis, Macron ha derrochado toda la energía jupiterina de un monarca republicano para reinar bajo la divisa “o yo, o el caos”. Y lo ha hecho desde la vacuidad de la política líquida, desarbolando el sistema de partidos y sin dotar al sistema de nuevas estructuras que sustituyesen a las precedentes.
Durante estos siete años hemos escuchado distintas interpretaciones de la misma partitura: todo lo que no sea ‘el centro’, son extremismos. Y el sistema de partidos ha reaccionado como cabía esperar: para ocupar espacio y ser alternativa, la competición debía ser centrífuga. ¿El resultado? La terna Macron, Mélenchon y Le Pen.
Al poco de ser elegido, la supresión del impuesto a la fortuna (que en realidad fue sustituido por otro impuesto, de tal modo que la diferencia entre el primero y el segundo consiste en la exención tributaria del patrimonio financiero –no así de la riqueza inmobiliaria, que sigue sometida a tributación–), aprobada al mismo tiempo que el aumento de la fiscalidad de los carburantes de automoción, fue una señal fuerte de lo que iba a ser su presidencia: el clivaje de clase, el atrincheramiento capitalino, la brecha campo-ciudad y la cerrazón a no considerar matices ni tender la mano a todo lo que no fuera su programa. La respuesta inmediata fue la crisis de los chalecos amarillos, que acabó enquistándose y de manera extremadamente violenta.
Ni un solo guiño en materia social en siete años al frente del país. Y, en su lugar, sucesivas vueltas de tuerca: a las pensiones, a la prestación por desempleo y, sobre todo, a la inmigración, cuya legislación acabó siendo pactada con la extrema derecha y cuyo ministro proponente fue el mismo Gérald Darmanin que años atrás advertía sobre los peligros de ‘la macronie’, titular de la cartera de Interior desde 2020.
En el balance de Macron, cuando se escriba, habrá una lección difícil de digerir para muchos tecnócratas: que toda reforma, por óptima que sea sobre el papel, debe ser política y socialmente factible. No es discutible que un buen Gobierno necesita cuadros de primer nivel, pero los expertos están para proponer, no para decidir al margen de cualquier otra consideración. Reformas estructurales como las ambicionadas, convenientes muchas de ellas, requieren diálogo, acuerdo y mayorías amplias.
En España, el centrismo hegemónico y tecnócrata no llegó a dar fruto. Lo intentó Cs, como escisión del espacio conservador, hasta que en los pactos autonómicos de 2019 decidió girar el timón todo a la derecha. El resto es historia.
En Francia, el experimento sí ha funcionado (en este caso, como escisión del espacio socialista), en gran medida por las particularidades de su sistema electoral, pero con un balance contestable en términos económicos y de reformas. Visto el estado actual de las cuentas públicas y el desempeño macroeconómico más bien mediocre, cabe preguntarse desde una perspectiva estrictamente liberal dónde está el fruto de tantos ajustes y si ha merecido la pena el precio pagado en términos de cohesión social.
Cabe constatar, tanto en el caso español como en el francés, que el centrismo liberal ha terminado por exacerbar la polarización hacia los extremos, alimentando en particular a RN y Vox, respectivamente. Algo se ha hecho mal, hasta el punto de que el experimento Macron pueda colapsar en las próximas elecciones legislativas justamente por el centro. Veremos hasta qué punto aguantan las cuadernas institucionales del sistema.
La extrema derecha de Le Pen y Joan Bardella, la estrella emergente, está a las puertas de una victoria sin precedentes. Enfrente, el Nuevo Frente Popular es un conglomerado de voluntades heterogéneas, repleto de incoherencias personales e ideológicas, y meramente instrumental, cuyo pegamento es la percepción generalizada de que Macron ha hecho poco o nada para evitar este momento y que no representa ya ninguna esperanza de reconstrucción social.
En el pulso interno entre los partidos de esta nueva coalición de izquierdas, los insumisos son hasta el momento los grandes beneficiados, al haber conseguido imponer más candidatos y en circunscripciones más favorables que ninguna otra fuerza. Los socialistas, perdedores de la interna, han conseguido al menos imponer el sello socialdemócrata en el programa político de la nueva formación.
Todo indica que la coalición tendrá vida corta, que difícilmente podrá disputarle la victoria a la extrema derecha, y que no será fácil la gestión del día después. Hace tiempo que Mélenchon, al igual que su homólogo Iglesias en España, es una figura del pasado, pero conserva intacta su capacidad para hacer implosionar el proyecto común a las primeras de cambio.
La pregunta relevante ahora mismo es a quién nombrará Macron como primer ministro, con qué agenda política y con qué aritmética parlamentaria, en el caso de que el partido de Le Pen sea el más votado pero no obtenga mayoría absoluta, y si el partido de Macron cayese a la tercera posición pero sumase con el frente de izquierdas.
De la respuesta dependerá no sólo el devenir político de Francia en los próximos años, y su impacto en el ciclo europeo que ahora comienza, sino el de la V República en sí misma, que debe celebrar sus próximas elecciones presidenciales en 2027 y a las cuales Macron no podrá volver a presentarse.
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