El Tribunal (o Corte) Internacional de Justicia (TIJ) ha dictado en La Haya, donde está su sede, un fallo preliminar, en el caso presentado por Sudáfrica contra Israel por un posible genocidio en la franja de Gaza, que es sin duda decepcionante para todos aquellos que abominan de la matanza indiscriminada que están llevando a cabo las Fuerzas de Defensa de Israel, y esperaban medidas cautelares más contundentes y efectivas para detenerla.
El Tribunal de la Haya es una institución de Naciones Unidas establecida en 1945 para resolver disputas entre estados. Está compuesto por 15 jueces permanentes –con un mandato de nueve años–, de diferente nacionalidad, que representan a diferentes regiones geográficas, ya que se trata de una organización mundial. No obstante, la composición está desequilibrada, como la de todas las instituciones surgidas después de la Segunda Guerra Mundial. Actualmente hay tres jueces de países de la Unión Europea, a pesar de que ésta tiene en conjunto 448 millones de habitantes, mientras que India (1.428 millones) y China (1.411 millones) tienen uno cada una. Como solamente los estados pueden presentar demandas, la que ahora se trata no ha podido ser presentada por Palestina –que solo está reconocida por Naciones Unidas como observador– y ha sido Sudáfrica quien ha tomado la iniciativa, para vergüenza de los países occidentales, tan defensores de los derechos humanos cuando les interesa, que ha protestado formalmente contra la masacre perpetrada por Israel, pero no han hecho nada por detenerla.
El fallo del TIJ reconoce prima facie que Israel podría haber cometido genocidio, pero dice que no puede determinarlo hasta que examine todas las pruebas, es decir hasta la sentencia definitiva, que puede tardar años. Mientras esa sentencia ve la luz, el tribunal considera que pueden producirse daños adicionales considerables y ordena a Israel tomar todas las medidas para garantizar con efecto inmediato que sus militares no cometan ningún acto que pueda infringir la Convención sobre Genocidio, corregir cualquier instigación hacía estos crímenes, y permitir la entrada y distribución de ayuda humanitaria. Sobre todo ello tendrá que informar en el plazo de un mes. Pero no exige un alto el fuego, ni un cese inmediato de los bombardeos o de las acciones militares, que es lo que pedía el demandante, con lo que en definitiva el dictamen resulta ser un éxito para el gobierno de Israel.
Parece que la mera sospecha de genocidio, unida al hecho constatable de la muerte de 26.000 personas, de las que un 80% serían mujeres y niños, serían bases suficientes para ordenar un cese inmediato de las operaciones militares, pero sorprendentemente no ha sido así. Este fallo ambiguo no se entiende muy bien. ¿Cómo se evitan las acciones genocidas o se facilita una ayuda humanitaria libre y completa sin que exista un alto el fuego? ¿No merece la población civil palestina una protección efectiva e inmediata? El TIJ no ha estado a la altura, y ahí se acaban gran parte de las esperanzas palestinas de un pronto final de su pesadilla.
De todas formas, el dictamen del tribunal introduce una serie de limitaciones a la acción de Israel que, interpretadas en sentido estricto, deberían impedirle atacar a la población civil, a infraestructuras no bélicas como hospitales o viviendas particulares, o imponer cualquier restricción a la ayuda humanitaria, todo lo cual –por otra parte– vendría ya exigido por los Convenios de Ginebra y la legislación internacional sobre derecho humanitario. Pero Netanyahu, que parece muy satisfecho con la resolución del tribunal, ha declarado inmediatamente que sus acciones militares van a continuar en defensa de Israel, lo que da a entender que no va a hacer ni caso a las pocas restricciones que se le exigen.
Las resoluciones del Tribunal de La Haya –también las provisionales como las que ahora se dictan– son vinculantes, de obligado cumplimiento para las partes, e inapelables. Sin embargo, el TIJ no tiene lógicamente medios coercitivos para obligar a cumplirlas. En caso de incumplimiento, es el Consejo de Seguridad el que tiene que tomar las medidas que considere necesarias para hacer efectivas las decisiones del tribunal. Pero, como es sabido, en el Consejo de Seguridad hay cinco países que tienen derecho de veto, y uno de ellos es EEUU que ya lo ejerció en 1984 cuando el Tribunal dictó sentencia en contra suya en el caso Nicaragua. Washington podría vetar ahora cualquier resolución del Consejo de Seguridad que obligue a Israel a cumplir las medidas dictadas por La Haya, del mismo modo que ha vetado muchas otras resoluciones anteriores en contra de Israel.
En definitiva, estamos donde estábamos. Lo que pasa en Palestina depende de Washington, ya que sin el apoyo de EEUU hace tiempo que Israel habría tenido que retirarse de los territorios ocupados en 1967. No obstante, una sentencia del TIJ tiene un peso político muy importante en el ámbito internacional, y no puede ser ignorada, ni por Israel ni por EEUU. Es más, puede proporcionar a la administración Biden un argumento exógeno que le permitiera congelar un conflicto que le está costando un importante desgaste entre su electorado más progresista o de origen musulmán, sin asumir la responsabilidad unilateral de abandonar el apoyo a Israel, que es un tabú en EEUU. Lo más probable es que presione al gobierno israelí para que acepte las medidas cautelares y limite su ofensiva, sin llegar al Consejo de Seguridad.
No es previsible que Netanyahu acepte parar o limitar las acciones militares sobre la franja de Gaza a menos que esa presión cambie de registro. Mientras la actitud de la administración Biden siga siendo, como hasta ahora, decir con la boca pequeña que respeten a la población civil, pero enviando al mismo tiempo armas y munición suficientes para continuar la masacre, es probable que Netanyahu aguante. Pero si Washington se plantara, aprovechando la sentencia del TIJ, paralizase cualquier envío o ayuda y exigiera con firmeza que se detenga, no tendría más remedio que obedecer.
Hay que tener en cuenta que la guerra es lo que ha permitido al actual primer ministro israelí mantenerse en el poder, que estaba antes en peligro inminente tanto por su acción política, imponiendo reformas para recortar la independencia judicial –cuya medida más importante ha anulado el Tribunal Supremo–, como por su propia situación procesal personal. A esto hay que añadir una gestión del conflicto que no ha dado prioridad a la recuperación de los rehenes que secuestró Hamas el 7 de octubre, 130 de los cuales están aún en su poder, lo que le ha costado un duro reproche por parte de los familiares, y también a un aumento –cada vez más significativo– de las críticas y la desafección entre la población israelí, especialmente entre la más progresista, hacia su gestión.
La paralización de la guerra podría suponer el final político de Netanyahu, y su enfrentamiento a las responsabilidades penales que se puedan derivar de los procesos en su contra actualmente en marcha. Tres casos diferentes con cargos de soborno, fraude y abuso de confianza, que podrían acabar con él en la cárcel. Además, la caída de su gobierno llevaría consigo probablemente la pérdida de poder que han ido acumulando los partidos y grupos de extrema derecha y ultrarreligiosos que han conducido a Israel al callejón sin salida en el que se encuentra hoy. Hay mucho en juego y por eso se resiste a parar.
En todo caso, aunque se detuviera ahora el ataque israelí –temporal o definitivamente– o si lo hace dentro de semanas o meses, cuando este episodio termine, el problema –como el dinosaurio de Monterroso– todavía estará allí. Las brutales represalias de Israel no van a terminar nunca con los atentados terroristas de Hamas u otros grupos, son un camino hacia ninguna parte, un camino sembrado de cadáveres –en su mayor parte de niños–, y de escombros entre los que florece el odio. Los palestinos no van a desaparecer, al contrario, aunque maten a muchos cada vez serán más. El conflicto, que dura desde 1948, y sobre todo desde que en 1967 Israel ocupó lo que quedaba de Palestina, no se va a resolver por las armas. Ni se les puede matar a todos, ni el sueño de los más extremistas de expulsarlos –reeditando la Nakba de 1948– tiene ninguna posibilidad de éxito. Mientras no se busque una solución política permanente y justa, que solo puede ser la de dos estados por más complicada que parezca a la vista de la discontinuidad territorial y la creciente colonización judía de Cisjordania y Jerusalén este, no habrá paz.
En este asunto no se puede ser equidistante, aunque los atentados de Hamás u otros grupos sean execrables. Los palestinos están siendo masacrados, y no tienen ninguna posibilidad por sí solos de conseguir que se reconozcan sus derechos sobre un territorio en el que han vivido durante más de mil años. Ningún medio político o pacífico sin apoyo externo. Ningún medio militar que no sea el terrorismo, o el lanzamiento de cohetes generalmente inofensivos ante la capacidad israelí de neutralizarlos. Israel sí que puede buscar una solución justa y permanente, con todas las garantías de seguridad que necesite, pero garantizando también la soberanía y la seguridad de un estado Palestino independiente. La alternativa es seguir (¿para siempre?) como hasta ahora, es que antes o después resurja la ira, brutal y sangrienta, es volver al mecanismo perverso de acción-reacción, es vivir siempre con la amenaza de la violencia. La ajena, que causa muerte y dolor, y la propia, que deja huella permanente en la conciencia individual y degrada inevitablemente el alma colectiva de un pueblo.